La Milla de Oro: más allá del brillo
Este es el texto de una charla que ofrecí en el campamento de Occupy Puerto Rico, cerca de la Milla de Oro, el 4 de diciembre de 2011.
El movimiento Occupy se inicia con las protestas en Wall Street. Para ambientarnos un poco, permítanme comenzar con una cita de un texto de 1915 que se llama “Un sermón en la bolsa”: “Oíd: Todo será accesible a todos. No habrá ricos y pobres. Al igual que el aire y el agua, todo cuanto hay sobre la tierra será de todos (risas en las gradas). Las leyes que autorizan la propiedad serán todas abolidas (más risas). Todo el que posee algo se lo ha robado de algún modo (grandes silbidos). Porque Dios no le dio nada a nadie, sino que todo se lo dio a todos (risas desaforadas). El pan debe ser y será por igual para todos los hombres (choteo general). El ladrón no hace más que despojar al detentador; hoy se le llama ladrón, pero mañana se le llamará redentor (tremenda gritería y carcajadas). Del juez que hoy condena al ladrón, los hombres del futuro hablarán como de Pilatos (más carcajadas). No podrá subsistir que haya unos pocos ricos y miles estén careciendo de todo (al orador le tiran trompetillas). Ni que unos pocos manden y los demás sean rebaños (le tiran con un zapato). Cada cual tendrá su cubierto y el trabajo se repartirá por igual (burlas y notas prolongadas). Nada de esto es. Pero todo esto será (silencio profundo). Tal es la voluntad de las mayorías (consternación general)”. Como dije, este texto se llama un “Un sermón en la bolsa” y se publicó en 1915. Su autor es Luis Lloréns Torres.Para empezar, quiero agradecer la oportunidad de ofrecer esta charla. El movimiento Occupy es ya un capítulo importante en la crónica de las luchas y las respuestas globales a la crisis del capitalismo mundial y la forma en que se intenta descargar sus consecuencias sobre las espaldas de los desposeídos, es decir, de los que el movimiento Occupy llama el 99%. Junto a las revoluciones en el mundo árabe, el movimiento de los indignados en el Estado español, y la insurgencia del pueblo griego, el movimiento Occupy completa una tetralogía de resistencia y esperanza que inesperadamente ha estallado en 2011. Por otro lado, dudo que haya un tema de mayor actualidad que el que me han propuesto: la crisis del capitalismo y las alternativas. ¿Y qué mejor sitio para hablar sobre el tema que este campamento a la vista de la Milla de Oro? En todo caso, el tema es vasto y el tiempo es poco, así que vamos al tema sin rodeos.
Al hablar de la crisis del capitalismo, hay que subrayar que estamos ante, no una, sino al menos dos crisis: la crisis del sistema capitalista internacional y una crisis ecológica cada vez más grave. Subrayo este doble carácter de la crisis, pues en lo que sigue me voy a referir exclusivamente al primer aspecto, no porque considere que la crisis ecológica sea menos importante, sino sencillamente por razones de tiempo.
En cuanto a la crisis económica, debo hacer otra aclaración. Al hablar de la crisis del capitalismo, es necesario distinguir al menos dos niveles: el curso de la crisis concreta que estalló en 2008, y que muchos ya describen como la Gran Recesión, y los mecanismos fundamentales que subyacen a las crisis del capitalismo en términos generales. Evidentemente, el análisis no puede limitarse a esos aspectos generales. Sin embargo, no es posible entender y explicar una crisis particular, como la que explotó en 2008, si no comprendemos esos mecanismos fundamentales. Por la misma razón de tiempo que ya indiqué, en lo que sigue me voy a centrar en esos aspectos fundamentales.
Para empezar, hay que señalar un aspecto distintivo de las crisis capitalistas: se trata de una situación en que aumentan las carencias, la pobreza, la precariedad. Miles de personas (millones, si pensamos en términos globales) pierden sus empleos, ven sus ingresos reducidos. Sus condiciones de vida empeoran. Dependiendo del país, ese empobrecimiento será más o menos severo. No hay un solo gobierno capitalista en el mundo que no insista actualmente en la necesidad de aceptar medidas de austeridad de todo tipo. Aquí hay que subrayar la dimensión más llamativa de la crisis capitalista: este empobrecimiento repentino no es producto de una carencia de medios materiales para satisfacer las necesidades sociales. La crisis sería fácil de explicar si algún desastre natural hubiese destruido las fábricas y la tecnología que tenemos a nuestra disposición, si una gran plaga hubiese provocado un colapso de la agricultura mundial, si un ataque de amnesia, como el que se relata en Cien años de soledad, hubiese borrado el conocimiento científico de las mentes. Sin embargo, las fábricas y talleres, y el conocimiento están intactos. Tenemos así la situación irracional en que buena parte de la sociedad sufre carencias, a la vez que la sociedad cuenta con los medios materiales que se podrían poner en movimiento para satisfacer esas necesidades y que hay miles de trabajadores desempleados, privados de sus ingresos. Sin embargo, los talleres siguen cerrados, los trabajadores siguen desempleados y las necesidades no se satisfacen. Por eso, diversos autores han hablado, al referirse a la crisis del capitalismo, de la paradoja de la miseria en el contexto de la abundancia. Por otro lado, este tipo de crisis ha sido un aspecto de la evolución del capitalismo desde sus inicios. Por eso hablamos de crisis periódicas o recurrentes. Es un proceso que ya se ha repetido más de 24 veces desde la primera crisis en 1825. Es evidente, por tanto, que no se trata de un fenómeno causado por factores externos que de algún modo afectan el funcionamiento normal del capitalismo. Se trata, al contrario, de un aspecto del movimiento inherente al capitalismo: la expansión y las contracciones, y crisis son momentos igualmente “normales” en la evolución del capitalismo. Nuestro problema, por tanto, es explicar el mecanismo fundamental que subyace a esta alternancia incesante de expansión y crisis en el desarrollo del capitalismo, con todas las consecuencias sobre la sociedad que hemos indicado.
Para aproximarnos a una respuesta, hay que partir de una serie de características del capitalismo. Todas son bastante evidentes, dudo que alguien pueda cuestionarlas. Primero, en la sociedad capitalista, la mayoría de las personas no son propietarias de medios de producción. Es otra manera de decir que los medios de producción fundamentales (las grandes fábricas y talleres, los grandes medios de transportación, distribución y comunicación, etc.) son propiedad de grandes empresas. La mayoría desposeída está obligada, por tanto, a vender lo único que posee, su capacidad de trabajo, a los dueños de esos medios de producción. En segundo lugar, la producción capitalista es producción de mercancías. Es decir, las empresas capitalistas son empresas privadas que lanzan sus productos al mercado. Esos productos se venden a precios que fluctúan y que pueden expresarse en diversas monedas (dólares, euros, yenes, etc.). Esos diversos precios son la expresión en dinero del valor de los productos. En tercer lugar, la producción capitalista tiene como móvil la ganancia: al capitalista no le basta con vender su mercancía, sino que al venderla debe obtener una ganancia. Su precio de venta debe ser más alto que los costos en que incurrió para producir, o hacer producir, la mercancía que ha llevado al mercado. Es decir, parte del precio de venta y del valor del producto corresponde a la ganancia del capitalista. No se trata, y esto hay que subrayarlo, de que el capitalismo le otorgue al capitalista la oportunidad de obtener una ganancia: más que una oportunidad, se trata de un imperativo. Una empresa capitalista que no obtenga ganancias dejará de existir. La ganancia es la gasolina de la economía capitalista. Cuando la ganancia fluye, el sistema acelera su movimiento; si la ganancia o la tasa de ganancia caen, el sistema tiende a la parálisis, igual que un automóvil cuando quitamos el pie del acelerador. En cuarto lugar, la ganancia de los capitales no está asegurada: nada garantiza que al lanzarse productos al mercado se logrará venderlos al precio esperado. De hecho, los capitales compiten ferozmente entre sí para aumentar sus ventas. En quinto lugar, como parte de esa lucha, los capitalistas están obligados a constantemente reducir sus costos: en la medida que reducen sus costos, pueden aumentar sus ganancias y a la vez arrebatar compradores a sus competidores. En sexto, y último lugar, uno de los mecanismos fundamentales de reducción de costos es lo que, para decirlo sencillamente, podemos llamar el proceso de mecanización. El capitalismo tiende a incrementar el rol de la tecnología en la producción y a reducir, por lo mismo, el rol del trabajo. Es decir, la parte de los costos que corresponde a la compra de máquinas (en el sentido más general del término) aumenta, a la vez que se reduce el costo total de producir cada unidad. Esa es la razón por la cual el capitalismo se caracteriza por una constante innovación tecnológica, algo que, como dije, dudo que alguien pueda poner en duda.
Y aquí ya podemos abordar el tema y los debates alrededor del tema de la crisis. Una de las ideas muy repetidas en la actualidad, y que estoy seguro que han escuchado, es la noción de que el valor de los productos y la ganancia dependen cada vez más del conocimiento, de la información, de la ciencia, de la tecnología. Se nos dice que ya no vivimos en la antigua sociedad del trabajo industrial, sino en la “sociedad del conocimiento” o de la información: hay diferentes versiones de estas teorías. El problema es que, según estas teorías, la crisis del capitalismo no debería existir. Si la ganancia del capital proviene cada vez más de la ciencia, la tecnología o el conocimiento, no hay razón para que, con la aceleración del cambio y la innovación tecnológicos, no aumenten las ganancias y, con ello, el sistema se asegure un crecimiento constante. Cualquier interrupción sería un desajuste que se corregiría rápidamente y que no debería traducirse en depresiones o recesiones profundas y prolongadas. No tendría sentido, de acuerdo con esta teoría, que las empresas operen a baja capacidad o incluso paralicen grandes instalaciones productivas. Aquí, entonces, es que reside la gran superioridad de la teoría de Marx sobre el funcionamiento del capitalismo, incluida su aportación a una comprensión de las crisis del capitalismo, una contribución que nuestro movimiento no puede darse el lujo de ignorar.
Veamos muy rápidamente la hipótesis de Marx. Puede resumirse en varios puntos. Primero, el valor de las mercancías reconocido en el mercado corresponde al tiempo de trabajo que toma producirlas. El valor es una determinada cantidad de trabajo, y el precio es el valor expresado en dinero. (En la clásica e inolvidable película de John Houston, Treasure of Sierra Madre, con Humphrey Bogart, un viejo minero que habla sobre el valor del oro ofrece una breve recapitulación de la teoría de Marx –¡en 25 segundos!– y de la tendencia del capitalismo a la acumulación incesante. Les recomiendo que la consulten, así como el resto de la película. http://www.youtube.com/watch?v=EQyqvFVe4Y4). Para los efectos de esta discusión, podemos suponer que todos los productos —los medios de consumo que compramos, las máquinas y demás medios de producción que compran y venden los capitalistas, y la capacidad de trabajar que vendemos los asalariados— se venden todos por su valor. ¿Cuál es, sin embargo, es el valor de esa curiosa mercancía, la capacidad de trabajar, o, como la llamaba Marx, la fuerza de trabajo? Al igual que en el caso de cualquier otra mercancía, el valor corresponde al tiempo de trabajo que toma producirla. En este caso, el valor de fuerza de trabajo corresponde a la suma del valor de las mercancías que el productor necesita comprar para reproducirse. Con el salario que el trabajador recibe al vender su fuerza de trabajo, compra los medios de vida que necesita para reproducirse. El capitalista que ha comprado la fuerza de trabajo por su valor la pone entonces a trabajar, es decir, a producir valor nuevo, y ese valor nuevo es mayor que el valor de la fuerza de trabajo. Es decir, parte del valor nuevo corresponde al salario del trabajador, la otra parte se convierte en la ganancia del capitalista. La forma del salario, claro está, oscurece este proceso de explotación: el salario se presenta como pago por todo el trabajo realizado. Da la impresión de que al trabajador se le paga todo el trabajo realizado, pero el salario solo corresponde a parte del trabajo realizado (equivalente al valor de la fuerza de trabajo): la otra parte del trabajo realizado y del valor creado se convierte, al venderse el producto, en la ganancia del capital. Hace unos minutos, pude ver colgado en la verja exterior del parque un letrero que lee: “Tu trabajo vale más que tu salario”. Me parece que es un buen resumen de la teoría de Marx. Tan solo habría que introducir una pequeña precisión. Sería mejor decir: “Tu trabajo produce más valor que tu salario”. Ese excedente de valor que producimos por encima del salario se convierte en la ganancia del capital. Ese es el secreto de las fortunas fabulosas del 1%, para usar los términos del movimiento Occupy. Si el capitalista opera en un terreno arrendado, parte de ese trabajo excedente, de esa ganancia, se convierte en la renta que recibe el dueño de la tierra. Si el capitalista ha tomado capital prestado, parte de esa ganancia y ese trabajo excedente se convierte en el interés pagado a los banqueros. Si el capitalista paga contribuciones, parte de esa ganancia, de ese trabajo, se convierte en los impuestos que el Estado recibe. Si el Estado toma dinero prestado a los banqueros o inversionistas, tendrá que extraer los fondos necesarios para pagar a los últimos mediante impuestos, ya sea a los trabajadores directamente o a la ganancia que los capitalistas han extraído a los trabajadores. Es decir, las ramificaciones son complejas, pero los capitales industriales, comerciales y bancarios, los dueños de la tierra y los edificios y el Estado, se nutren todos del trabajo excedente arrancado a los productores y que fluye por todos los circuitos, como sangre por las venas, de la economía capitalista. En ese sentido, la sociedad capitalista no se distingue de las sociedades de clase anteriores (como las sociedades esclavistas o feudales), a excepción del disfraz mucho más efectivo que esconde esa relación de explotación tras el espejismo de intercambios entre iguales. No se equivoca el movimiento Occupy al centrar su ataque en Wall Street: las actividades financieras en ese lugar (o la Milla de Oro), todas las transacciones que aquí se ejecutan, combinadas, no producen una onza de riqueza material: sin embargo, a los dueños y manejadores del capital bancario y del capital en acciones fluye un caudaloso río de intereses, dividendos y ganancias, que nos son otra cosa que el trabajo realizado por miles de seres humanos.
Hay que subrayar que las máquinas, la tecnología, que juegan un rol cada vez más destacado en la producción capitalista, tienen valor, como cualquier otra mercancía, pero no producen valor. El capitalista las compra y se asegura de incluir ese costo en el precio de venta de producto. De ese modo, recupera lo invertido. Es decir, el valor de la máquina pasa al producto. Pero la máquina no crea valor: el valor nuevo emana del empleo de la fuerza de trabajo. La ganancia no proviene de las máquinas, proviene de la explotación del trabajo. Sin embargo, como vimos, la competencia y el imperativo de reducir costos obligan a los capitalistas a un constante proceso de mecanización, es decir, de sustitución del trabajo por máquinas. Y aquí es que Marx descubría la contradicción en el centro mismo de capitalismo: la ganancia del capital es trabajo humano, y sin embargo, el capitalismo tiende a reemplazar el trabajo con los elementos del capital que no generan ganancia. Sin entrar en detalles, ya puede intuirse que ese proceso se traducirá en una tendencia a la reducción de la ganancia o de la tasa de ganancia: si la inversión se dirige cada vez más a tecnología que reduce costos, pero que no genera ganancia, y cada vez menos a fuerza de trabajo, el resultado será una tendencia a la caída de la tasa de ganancia. De ser así, el capitalismo, según la teoría de Marx, atravesaría por periodos de expansión. Esos periodos de expansión conllevarían una aceleración tecnológica y en algún momento conducirían a una caída de la tasa de ganancia, lo cual desembocaría en una crisis más o menos prolongada. La crisis se manifestaría, por lo general, como imposibilidad de vender los productos lanzados al mercado a la ganancia esperada. La crisis tomaría la forma de reducción de la inversión, desempleo, empobrecimiento… Esto es lo que se podría esperar a partir de la teoría de Marx. Y esto, como se sabe, es precisamente lo que observamos cuando miramos la historia del capitalismo, con su alternancia de expansiones, crisis y contracciones. Esto es precisamente lo que observamos si miramos el mundo en el momento actual. Como puede verse, Marx no niega el creciente rol de la tecnología, la ciencia o el conocimiento en la producción. Al contrario, Marx subraya y destaca cómo el capitalismo se caracteriza por un tendencia a la creciente mecanización. Lo que Marx sí añade es la constatación de que, dado que el capitalismo es un sistema de explotación del trabajo, su relación con la creciente “tecnologización” no será armónica, sino conflictiva. Esa relación contradictoria entre capitalismo y desarrollo tecnológico se traducirá, según la hipótesis de Marx, en crisis recurrentes.
Existe, claro está, una gran resistencia a reconocer la utilidad de la teoría de Marx, a pesar de que lo que puede esperarse a partir de esa teoría se ajusta admirablemente a la realidad del desarrollo capitalista y a la de sus crisis recurrentes. Me parece que la razón de esa resistencia es bastante evidente: admitir la teoría de Marx de las crisis recurrentes conlleva admitir su explicación del capitalismo como un sistema de explotación de los productores por el capital. Conlleva reconocer que, cuando se nos pide que nos sacrifiquemos para salir de las crisis, se nos está pidiendo que nos dejemos explotar un poco más para salvar de sus contradicciones a ese sistema que nos explota. De más está decir que los apologistas del capitalismo no pueden admitir tal cosa. En fin, quien no esté dispuesto a cuestionar el capitalismo se cierra igualmente en camino a la comprensión de las crisis del capitalismo.
¿Qué salidas tiene la crisis? Para el capitalismo, la crisis es una especie de limpieza interna: una purga dolorosa, pero necesaria. Esa purga permite poner la máquina en movimiento por medio de una eventual recuperación de la tasa de ganancia. Pero, esto quiere decir que parte de la salida capitalista de la crisis es una ofensiva brutal contra los niveles de vida de las clases trabajadoras y todos los sectores desposeídos. Ese es el hilo que conecta diversas políticas que se mueven todas en esa dirección: despidos, congelación o reducción de salarios, congelación o reducción de aportaciones patronales a planes de salud, pensiones, etc., reducción de programas sociales o de apoyo a desempleados, “flexibilización” favorable a los patronos de legislación laboral, suspensión de convenios colectivos, aumento del costo de servicios públicos, de la educación universitaria pública, etc. Ese es el precio que el capitalismo nos impone para abrirle paso a una nueva expansión… hasta la próxima crisis. Cada crisis, y la que se inicia en 2008 no es la excepción, nos coloca ante la misma disyuntiva: ¿hasta cuándo vamos a seguir pagando por la crisis de este sistema? ¿Debemos pagar por la crisis del sistema o debemos, al contrario, cambiar de sistema? Pero, ¿qué alternativa podemos proponer?
En términos generales, me parece que la alternativa es bastante evidente y de completo sentido común: convertir los grandes medios de producción de propiedad de grandes empresas privadas en propiedad pública y administrar esos medios y recursos planificada y democráticamente de acuerdo con tres criterios fundamentales. Esos tres criterios serían: (1) satisfacer las necesidades fundamentales de todos y todas reduciendo cada vez más la desigualdad de ingresos, (2) reducir el impacto de la producción y el consumo en el medio ambiente (implementando, por ejemplo, las medidas drásticas necesarias para hacer frente a la amenaza del cambio climático), y (3) reducir la jornada de trabajo, es decir, aumentar el tiempo libre de todos y todas. Cómo combinar esos objetivos es un tema complicado y habrá más de una propuesta sobre cómo lograrlo: lejos de ser un libreto escrito, la creación de ese sistema será un terreno de grandes debates y competencia entre diversos proyectos. Yo me refiero a ese proyecto con el término socialismo, pero el nombre no es lo importante. Lo importante es el contenido.
Sin embargo, si bien es necesario, no basta con plantear una alternativa general: hay que formular propuestas concretas que desde el presente nos encaminen en esa dirección. Sobre esto me limito, a manera de conclusión, a decir lo siguiente.
Podemos y debemos denunciar la hipocresía descarada de nuestros gobernantes: desde 1980, es decir, desde el inicio de la era neoliberal, nos han predicado la necesidad de acatar las reglas del mercado y de la “mano invisible” de la competencia. Es necesario, afirman, remover la interferencia nociva del Estado que impide que la economía de mercado encuentre sus equilibrios naturales. Con esta lógica se privatizó, se achicó el sector público, se eliminaron políticas de redistribución del ingreso. Pero, ¿qué ocurre cuando la crisis, como ocurrió en 2008, amenaza con arrasar a las más grandes empresas industriales (como General Motors) o los más grandes bancos y casas de Wall Street? En ese momento, como se sabe, se echa por la borda sin mucha ceremonia todo aquel fundamentalismo de mercado para dar paso a una masiva operación de rescate por el Estado: ahora resulta que el capitalismo no puede salvarse sin esa intervención, sin esa mano visible del Estado que los neoliberales tanto habían criticado. Ahora resulta que no se puede permitir que la disciplina del mercado alcance a todo el mundo. Ahora resulta que algunas empresas “son demasiado grandes para fracasar o, como se dice en inglés, son “too big to fail”. Su colapso arrastraría consigo a toda la economía capitalista, con consecuencias impredecibles. De ahí el rescate billonario organizado por las administraciones de Bush, en primer lugar, y de Obama, después. Nosotros, por supuesto, no pretendemos provocar una crisis aun más aguda, pero debemos aprovechar la ocasión para insistir en que si el “rescate”, lo que en inglés llaman “bailout”, es necesario, entonces debe ser un rescate del 99%, no del 1%. Si el Estado va a salvar a los bancos y grandes empresas, entonces esas empresas deben ser propiedad pública. Si se van a socializar las pérdidas, que se socialicen los beneficios. Si una empresa es “too big to fail”, entonces hay que reconocer que es demasiado grande para ser propiedad de particulares. Si su evolución tiene un impacto social tan extendido, entonces debe ser propiedad social. De otro modo, como ocurre en el presente, la sociedad entera se convierte en rehén de estos intereses. Yo creo que el movimiento Occupy ya ha dado tres pasos fundamentales: ha proclamado que no estamos dispuestos a pagar por la crisis del capitalismo; ha identificado el enemigo, que no es otro que el gran capital, y ha sacado a miles a la calle a protestar contra los privilegios del sector más parasitario del gran capital. Pero, no podemos evadir el hecho de que necesitamos un programa: una propuesta nuestra para salir de crisis. Sin embargo, la discusión de tal propuesta sería tema para otra charla.