La pobreza y el ambiente se fueron al campo un día…
Como antesala al 17 de octubre, Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza, este domingo se celebrará la tercera edición de la marcha “Cero Desalojos”. La actividad, convocada por la Coalición Cero Desalojos, es merecidamente dedicada a tres comunidades: Mainé, La Boca y La Perla, todas representativas de distintas etapas de la lucha de la gente pobre por permanecer en sus hogares y por participar activamente en la elaboración de política pública en todos los asuntos que inciden sobre su desarrollo.
Mainé fue expropiada luego de casi un siglo de existencia y una década de resistencia. La expropiación se dio como resultado de que sus tierras se convirtieran en prime real estate, es decir, en tierras no aptas para pobres, al tener de vecinos a al Expreso Martínez Nadal, la Avenida Las Cumbres, el Centro de Bellas Artes de Guaynabo y el Coliseo Mario ‘Quijote’ Morales, entre otros. La Perla por su parte, enfrenta el peligro incierto pero constante del desalojo, manifestado en esta ocasión a través del San Juan Walkable City y contextualizado por la sospechosa criminalización de su liderato y la ocupación federal de varias viviendas en la comunidad. Por último, La Boca, en Barceloneta, actualmente enfrenta su proceso de expropiación en el Tribunal, producto no de un esfuerzo abierto y ponderado de planificación en el Municipio, sino por razón de que la comunidad le manifestara su oposición a sus planes de desarrollo, según declaró el propio alcalde a varios medios en el 2009. Su sed de venganza llevó al alcalde a demoler, sin más permiso o autorización que su capricho, varias residencias de la comunidad y una pescadería, utilizada por varios residentes como única fuente de sustento.
Como si los casos anteriores no fueran suficientes para convocarnos a marchar junto a la Coalición este domingo, el Estado nos ha provisto de un contexto adicional para la marcha: la presentación de peticiones de expropiación a las comunidades que residen en los terrenos por los cuales se construirá el gasoducto. Dichas órdenes se presentan sin que el proyecto cuente con todos los permisos necesarios para su construcción, y mientras la Autoridad de Energía Eléctrica insiste en que los residentes de estas comunidades no tienen capacidad para cuestionar la aprobación de los permisos en los tribunales. De acuerdo a esta visión, por un lado, las personas que se exponen a perder sus viviendas por la construcción del gasoducto no pueden demostrar que tienen suficiente interés en oponerse a la construcción del tubo y, por otro, no pueden hacer nada, al menos dentro de las esferas institucionales, para evitar ser desalojadas.
La retórica ambiental ante la pobreza en Puerto Rico
Más allá de servir de aliciente perverso para la actividad, los eventos recientes sirven de punto de partida para reflexionar sobre la relación entre las luchas ambientales y comunitarias en Puerto Rico. De una parte, y quizás a diferencia de los Estados Unidos, el desarrollo del movimiento ambiental moderno en Puerto Rico fluyó desde las comunidades, así como de organizaciones cuyos propósitos incluían la organización y apoderamiento de las comunidades en lucha. Ello continúa palpable en las causas ambientales de nuestros tiempos. Fue interesante ver, por ejemplo, cómo organizaciones ambientales y comunitarias compartieron la dirección de la manifestación del pasado 6 de octubre frente a la Autoridad de Energía Eléctrica.
Sin embargo, aun desde sus orígenes durante la década del ‘60, cuando el megaproyecto del Estado era la minería del cobre, podían identificarse distintos matices dentro del movimiento ambiental. De una parte, organizaciones como Vanguardia Popular se nutrían de profesionales y académicos para articular un discurso ambiental fundamentado en la ciencia y el conservacionismo. De otra, organizaciones como Misión Industrial partían de la premisa que el sujeto principal en estos casos eran las comunidades. Igual debe decirse que, al menos en esta etapa, los movimientos independentista y socialista en Puerto Rico articulaban un discurso nacionalista, ejemplificado por aquel lema de “Minas puertorriqueñas o no minas”.1
Quizás responda a consideraciones de estrategia política, pero parecería que con el paso de las décadas, el eje conservacionista antes descrito ha asumido las riendas del movimiento ambiental puertorriqueño y se ha alejado de sus raíces comunitarias. Ello ha llevado al extremo de que, amparadas en estrictas nociones de igualdad ante la ley, algunas voces del movimiento validen posturas anticomunitarias como el desalojo de los pobres de la costa, de zonas inundables, o de terrenos de alto valor ecológico. Igualmente, en tiempos en que el País busca alternativas para reducir el costo de la electricidad que no sean el gasoducto o el aumento en la quema de azufre, se ha planteado la eliminación de los subsidios a los residentes en residenciales públicos, argumentando que ello no sólo fomenta el mantengo,2sino que también invita al consumo desmedido de electricidad. Por último, parte del ambientalismo ha abandonado su activismo en temas que implican al ambiente social, como las luchas contra los desalojos. Pregunto, ¿cuántas organizaciones ambientales caminaron junto a las comunidades durante las primeras dos marchas contra los desalojos?
Dentro de este contexto, no debe extrañar que, al intervenir con comunidades pobres, el Estado haga eco del discurso conservacionista como justificación para actuar. En el caso de La Boca, por ejemplo, el Alcalde de Barceloneta se ha denominado el “defensor de la zona marítimo terrestre”, descansando en su propuesta de construir un paseo tablado en dicha zona para justificar la demolición de estructuras y la expropiación de la comunidad. De manera similar, durante el desahucio contra Villas del Sol, en Toa Baja, se pretendió justificar el corte de agua y electricidad a la comunidad, así como su desalojo, expresando que los terrenos eran inundables y, por ello, inseguros. Al parecer, la intervención del Estado con comunidades pobres despierta su sensibilidad ambiental.
Algo debe decirse de las inconsistencias del Estado en todas estas instancias. Ya la amiga y colega Verónica González Rodríguez ha señalado que “[c]uando proyectistas desean construir en terrenos inundables, el Gobierno acude a la tecnología, habilita la tierra y aprueba la construcción. Pero . . . cuando los beneficiarios son personas pobres, la situación parece ser diferente”. Por su parte, el ‘defensor de la zona marítimo terrestre en Barceloneta’ aparentemente no ha reparado en que, un poco al Oeste de la comunidad Boca, su Municipio endosó, y el Estado aprobó, sendas consultas de ubicación para desarrollo de proyectos en la misma zona que dice proteger. Finalmente, pese a que el Estado ha pretendido justificar la expropiación de comunidades de escasos recursos para la construcción del Gasoducto con el discurso de reducción de dependencia en el petróleo, no hubo reparo en alterar el diseño del proyecto para evitar la expropiación o el impacto a terrenos en los que Empresas Fonalledas, y Cleofe Rubí, planifican otros desarrollos.
El movimiento ambiental, por supuesto, no padece de estas inconsistencias. Sin embargo, al articular un discurso ambiental de igualdad formalista, el movimiento no sólo se muestra insensible a la desigualdad rampante que impera en el País, sino que contribuye a recrudecerla. Los casos de desalojos ayudan a demostrar este efecto.
Como apreciación inicial, es más fácil desalojar a la comunidad pobre que a la de considerables recursos económicos. La segunda puede escoger y contratar a su abogado, la primera depende de que las instituciones que prestan servicios legales gratuitos, la mismas a las que les están quitando fondos, puedan representarla. Además, como demuestra el caso del gasoducto, la segunda puede acceder a esferas de poder que la primera no puede accesar. Igualmente, y como surge del reciente informe del Departamento de Justicia federal, la segunda no está expuesta al discrimen que experimenta la primera en sus interacciones con la Policía. Después de todo, mientras a la comunidad de Villas del Sol la aislaron mediante barricadas y le cortaron el agua y la electricidad para que abandonaran los terrenos rescatados, a Palmas del Mar le buscaron, y encontraron, soluciones.
Por otra parte, la comunidad pobre no supera el desalojo con la misma facilidad que la de considerables recursos económicos. Esta última tiene recursos para hacerse de nuevos espacios de vivienda; la comunidad pobre no. En el caso de la expropiación de la comunidad Mainé, por ejemplo, el Estado fijó, como pago por “justa compensación” cantidades que fluctuaban entre $5,000 y $20,000 por estructura, pese a que, como señalé, la comunidad se encontraba en terrenos de gran valor económico. ¿Se venderán los apartamentos del proyecto de vivienda que alegadamente el Municipio de Guaynabo construirá allí a menos $20,000? ¿Se conseguirá vivienda adecuada en Puerto Rico a esos precios? Entre otras cosas, quizás a esto se refería Papo Christian cuando, al discutir el caso de las comunidades dentro del Residencial Manuel A. Pérez señaló que “[l]os que vivimos en el caserío Manuel A. Pérez somos el resultado de los desalojos en las comunidades como El Monte y Tokío”. Dicho de otra forma, los expropiados de hoy serán los residentes de residenciales o rescatistas de mañana.
Las voces ambientales a favor de la eliminación de los subsidios en el pago de electricidad a los residentes de residenciales también me parecen problemáticas. De entrada, el ejemplo del residente que tiene su acondicionador de aire encendido todo el día, amén de ser una apreciación sumamente prejuiciada y generalizada de la realidad en estas comunidades, no se ve afectado por los subsidios, dado que estos vienen acompañados por límites al consumo energético. Así, de superar los límites al consumo, que varía según el número de residentes en cada apartamento, se aplican las tarifas regulares a tales excedentes.
Sin embargo, aunque no existieran tales límites al consumo subsidiado, estaría opuesto a su eliminación. Estos subsidios sirven un fin social, a saber, dar un alivio económico al sector de la sociedad que más lo necesita. En este sentido, imponer a estas comunidades pobres un estándar de responsabilidad ambiental mayor que el que se le exige al resto de la sociedad no sólo da al traste con el principio justiciero que encarna los subsidios, sino que conlleva requerir del pobre un comportamiento moral muy superior al que se le exige al resto del País. Sobre temas similares, y con mucha más elocuencia, nos dice Rima Brusi:
Y es que parecería que socialmente, le exigimos a las víctimas de la injusticia y la opresión unas cualidades que no le exigimos a actores más grandes. Le exigimos a las víctimas cosas como cordura, racionalidad, limpieza, gratitud, interés educativo e intelectual, un manejo razonable de sus magras finanzas, buenas decisiones nutricionales y sentimentales. Les exigimos que sean responsables de sus vidas.
Esa exigencia, esa pregunta, ese cuestionamiento, siempre están dirigidos al marginado. Hablamos críticamente de su “falta de interés”, de la importancia de que “esa gente” desarrolle responsabilidad social…Lo interesante es que rara vez le dirigimos la pregunta del interés y el reclamo de responsabilidad social a las instituciones.3
Hacia un ambientalismo comunitario
Frente al ambientalismo liberal y exclusivamente conservacionista, propongo que rescatemos el ambientalismo comunitario que caracterizó los comienzos de este movimiento en Puerto Rico. Esta modalidad, que lleva la Justicia Ambiental como Norte, parte de la premisa necesaria de que la articulación de un proyecto ambiental de País tiene que llevar como presupuesto la erradicación de la pobreza.4
Lo anterior no implica que el ambientalismo deba abandonar el discurso de la ciencia y la conservación del ambiente, pero sí que estos recursos retóricos, al igual que el del Derecho, estén al servicio del comunitario. Ello requiere, también, que trascendamos la visión limitada de “lo ambiental”, usualmente utilizada cuando se impacta lo que llamamos ambiente físico o biológico, y que veamos la lucha contra la pobreza como parte del proyecto verde.
Ello me lleva a otra reflexión. En otra ocasión señalé que los abogados y las abogadas que se prestan al servicio de las comunidades deben, ante todo, evitar interceder en los procesos deliberativos de las comunidades y asumir roles protagónicos en su proyección, particularmente ante los medios. Lo mismo puede decirse del rol de los y las profesionales y académicos que interceden en las luchas ambientales.
Lamentablemente, salvo honrosas excepciones, las caras de la lucha ambiental en el País son las de profesores universitarios, planificadores, biólogos, científicos ambientales, y no las de líderes comunitarios. Es posible que, como ocurre con el abogado o la abogada, esto responda a la creencia de que el País está más dispuesto a escuchar a un profesional dentro de alguna disciplina científica. Sin embargo, ello tiene el efecto de perpetuar, y reproducir, varias de las mismas jerarquías elitistas de poder que sirven para subordinar “lo comunitario”. Además, en el contexto ambiental, la priorización del discurso científico sobre el comunitario se presta para validar también las premisas del “conocimiento especializado” de las agencias de Gobierno con cuyas decisiones el movimiento usualmente riñe. Ello tiene, a su vez, el efecto de excluir a las comunidades de los procedimientos ante estas agencias, bajo la premisa de que éstos son foros en los que los científicos y abogados del movimiento ambiental postulan frente a sus homólogos del sector desarrollista y del Estado.5
La reivindicación del componente comunitario del movimiento ambiental es tarea espinosa pero necesaria. Sobre este particular, la lucha contra el gasoducto, que quizás provee la mejor oportunidad en nuestros tiempos para poner en marcha este trabajo, permite mirar el panorama con cierto optimismo. Allí se ha partido del reconocimiento de que en los procesos deliberativos sobre las estrategias de lucha deben figurar prominentemente las comunidades que se verán directamente afectadas por el gasoducto. Ello ha permitido, por ejemplo, que el tema de las expropiaciones sea integrado dentro del ideario argumentativo del movimiento, y que incluso, estas comunidades hagan suyo el reclamo del resto de las comunidades en Puerto Rico que luchan por permanecer en sus tierras. Ahora sólo resta que las demás vertientes del movimiento ambiental marchen a la par de esta visión comunitaria del ambientalismo. Podemos comenzar, junto a la Coalición Cero Desalojos y todas las comunidades en riesgo de desalojo, en la Plaza Colón este domingo 17 de octubre a la 1:00 pm.
- Véase, en general, Carmen M. Concepción, The Origins of Modern Environmental Activism in Puerto Rico in the 1960’s, 19 Intl. J. of Urban and Regional Research 112 (1995); Wilfredo López Montañez & Marianne Meyn, Modelo de desarrollo capitalista y destrucción ambiental, en La situación ambiental en Centroamérica y el Caribe (Ingemar Hedstrom, ed., 1989). [↩]
- El tema del llamado mantengo amerita una columna para sí. Sin embargo, para una excelente discusión la retórica del mantengo, su impacto marcadamente sobrestimado, y los prejuicios que ello revela contra la pobreza, véase Linda I. Colón Reyes, Sobrevivencia, pobreza y “mantengo”. La política asistencialista estadounidense en Puerto Rico: El PAN y el TANF (2011); Myrta Morales Cruz, La experiencia de enseñar un curso de Derecho y Pobreza en Puerto Rico: Ensayo sobre el discrimen contra las personas de escasos recursos económicos, 79 Rev. Jur. UPR 1267 (2010). [↩]
- Véase también Rima Brusi-Gil de Lamadrid, Mi tecato favorito y otras crónicas de la cotidianidad puertorriqueña (2011). [↩]
- Esta visión se nutre, por supuesto, del Principio 5, Declaración de Rio de Janerio sobre Ambiente y Desarrollo de 1992. Igualmente, el tema de la erradicación de la pobreza como componente fundamental del desarrollo sustentable y la Justicia Ambiental fue quizás el entendido más importante de la Declaración de Johannesburgo sobre Desarrollo Sustentable en el 2002. [↩]
- Para una excelente discusión sobre estos temas, utilizando como estudio de caso la controversia de la Quebrada Chiclana, en Caimito, véase Érika Fontánez Torres, El derecho a participar: Notas para una concreción, 68 Rev. Jur. Col. Abog. 631 (2007). [↩]