La Ponce de León como metáfora
Hace un tiempo me propuse iniciar una lectura de San Juan desde la perspectiva del caminante. Aunque no nos percatemos de ello, las ciudades se leen. Se leen y se escriben como un texto con códigos propios. No como un ensayo, un poema o una novela detectivesca, pero con trama, drama y ritmo como aquellas. Se leen para usarlas, para manejar nuestros pasos dentro de sus laberintos, para sentirlas. Las leemos para conocer dónde estamos, establecer las estrategias de uso, los modos de entrar, estar o salir de allí, para entender nuestra relación con ellas y sus otros usuarios y para saber cómo comportarnos, es decir, saber qué códigos de conducta rigen su utilización. Se leen para poder apropiarlas, se escriben para hacerlas nuestras, para dejar marcas que delaten nuestro paso por ellas y plantar bandera que los reclame como nuestros o de nuestra tribu. Las leemos y escribimos en privado o como parte de un grupo. Las ciudades son como un archivo histórico, guardan la memoria de los procesos que las formaron, de las vidas que pasaron por allí. Podemos conocer a través de sus espacios y representaciones quiénes viven y vivieron, las maneras como se ejerció el poder, las inclusiones y las exclusiones, los miedos y las certezas, las grandes gestas, así como las cotidianidades.
Para garantizar una mirada amplia decidí comenzar el proyecto tomando como ruta de viaje una calle conectora, una vía que traspasara barrios e interconectara historias y que además pudiera ser caminada de principio a fin. En esto, ninguna resultó más sugerente para mí que la avenida Juan Ponce de León, a pesar de los silencios y abandono al que ha sido sometida desde hace ya más de medio siglo.
De manera muchas veces discreta y poco reconocida, la Ponce de León cuenta a su modo lo que ha sido el desarrollo de San Juan. Una lectura de sus espacios, usos, símbolos, arquitecturas y las culturas que quedan impregnadas aún en sus paredes puede ayudarnos a conocer cómo se escribieron en el espacio urbano los procesos, las gentes, los lugares, los sucesos, que formaron, transformaron y deformaron a San Juan de villa a urbe, de ciudad lineal adherida a esta vía como su principal sostén, a metrópolis desparramada por el territorio, de capital de un país rural a capital de un país urbano y de país urbano a suburbano. Una mirada a su historia nos permite contextualizar una primera lectura.
Eje de penetración colonial, vía de circulación esencial, fundadora de barrios, vértebra y cordón umbilical de la ciudad por siglos, la avenida fue en sus orígenes la Carretera Central, principal conector de la capital con la Isla. Por siglos circularon por allí los flujos de gente, ideas y mercancías que sirvieron de sostén al desarrollo de la capital y del país. Desde su surgimiento en el siglo XVI como un camino de tierra la ruta ha sufrido una infinidad de transformaciones. Hasta la segunda mitad del siglo XIX fue un camino prácticamente despoblado, de bordes exuberantes y de vegetación profusa en algunas de sus partes y un descampado en otras, que tuvo que ser reformado varias veces por la erosión y el desgaste. Toda la falda de la avenida en dirección al océano estuvo originalmente ocupada por bohíos y conucos. Todavía algunos caminos recuerdan a Cangrejos, uno de los asentamientos originales en la ruta.
Junto a su función conectora de territorios resulta indiscutible también la función militar. La ubicación en la parte alta de la isleta de San Juan permitía un control visual sobre el océano y la bahía. En la península de Cangrejos, conocida en la historia más reciente con el nombre de Santurce, el camino se trazó siguiendo la cresta de los montes que formando una cadena cruzan el territorio en toda su extensión hasta poco antes de llegar a Hato Rey. Como gibas de algún animal prehistórico los montículos resurgen a la superficie más adelante en la península de Cantera. La altura le otorga al camino una posición privilegiada, la convierte en hito, en atalaya. Desde allí se divisan además la Laguna del Condado, el océano y en el sur los canales del notorio Caño de Martín Peña, ruta de productos venidos desde Loíza y Piñones, territorio enmarañado, ideal para el clandestinaje y las actuaciones al margen de la ley, como fue la fabricación de ron caña, llamado también “lágrima de mangle”.
Buscando espacio para crecer, el recinto amurallado de San Juan sobrepasó sus límites para la segunda mitad del siglo XIX. Así surgieron los llamados barrios extramuros La Puntilla, y Puerta de Tierra, terrenos inmediatos a la ciudad. Cangrejos, asentamiento negro y centenario, fue invadido por españoles de la ciudad murada. Rápidamente surgieron quintas de veraneo, algunos hoteles y las residencias de comerciantes de la ciudad antigua en búsqueda de aire y espacio fuera de las limitaciones y sofocación de la muralla y las construcciones entre medianeras. La presencia de nuevas formas arquitectónicas y la ocupación sistematizada de los terrenos a lo largo de la mencionada vía de circulación fueron señales evidentes del cambio social y económico. Las verjas, muros, empalizadas y jardines fueron sustituyendo la vegetación salvaje, las siembras y los bohíos.
Tan fuerte llegó a ser la presencia española que lograron cambiar el nombre de Cangrejos por Santurce en honor a Pablo Ubarri, principal terrateniente y conde honorario de Santurzi, su pueblo natal en Vizcaya. Ubarri fue en 1880 promotor del tranvía que recorría la ruta entre San Juan y Río Piedras y por un tiempo la Carretera Central se le conoció como “la calle de Ubarri”.
Gran parte del desarrollo urbano de San Juan tomó como referencia este eje de circulación, creciendo desde allí hasta las bordes naturales como el agua, los terrenos agrícolas, o los no sujetos a desarrollo. Posteriormente la carretera fue convertida en avenida, bajo el nombre de Juan Ponce de León, una metáfora muy apropiada si se considera que ambos, la vía y el soldado abrieron caminos para la conquista de territorios y la fundación de poblados. Desde otro punto de vista, resulta insólito que la vía urbana principal de la capital y del país lleve el nombre de un invasor y esclavizador de indígenas y no de un o una patriota nacional o acontecimiento histórico como sucede en los demás países del mundo. ¿Por qué no llamarla por ejemplo avenida Dr. Gilberto Concepción de Gracia, uno de los legisladores que más defendió la ciudad y sus habitantes, o Dr. Pedro Albizu Campos?
La avenida es un espacio fragmentado. Nunca ha tenido una fisonomía ni un carácter uniforme. Su carácter y usos dominantes varían de sector en sector. Su riqueza está en el mestizaje de su arquitectura y las distintas maneras como se usan sus espacios. A lo largo de su recorrido observamos una exuberancia de estilos arquitectónicos, adaptados al trópico caribeño, buscando en sus diseños atrapar las brisas hacia los interiores y atraer la luz solar tamizando su fiereza para suavizarla y ablandar el calor. Algunos edificios son producto del mestizaje rondando en lo ecléctico, otros se acercan a la interpretación literal de los cánones estilísticos. La calle es un paisaje de modas, estilos, modos de representación, maneras de dialogar con la ciudad y formas de ser, y de habitarla.
En Puerta de Tierra predominan los gestos del resurgimiento español y el mozárabe, en una referencia distante e impregnada de licencia poética a la ciudad colonial. Ejemplos de lo anterior son edificios como el Ateneo Puertorriqueño, la Casa de España y la antigua Escuela de Medicina Tropical. Le acompañan algunas referencias francesas y neoclásicas. No podemos pasar por alto el afrancesamiento del antiguo Casino Español y los gestos neoclásicos del Capitolio y la antigua YMCA. En Santurce, centro del comercio y los lugares de diversión reinó el estilo art-decó y el modernista, una clara apuesta a lo moderno, al futuro, a una nueva ciudad. Esto sin abandonar del todo el revival español, el neoclásico y los edificios sin estilo que se asoman por ratos al paisaje, sirviendo de elemento de continuidad en la ahora silenciada y “encendida calle antillana”.
La influencia art decó resulta significativa en el edificio de la Autoridad de Comunicaciones y en otros como el edificio de apartamentos El Faro en Miramar, mientras el art moderne y el neoclásico se notan claramente en los teatros y cines como el Metro y el Paramount. Además, el resurgimiento español está muy dignamente representado por la antigua Escuela Superior Central diseñada por Pedro de Castro. El estilo modernista o internacional fue trabajado con maestría también en edificios comerciales como los de la New York y la International Department Store, por el arquitecto alemán Henry Klumb, figura clave en el desarrollo de la arquitectura moderna con conciencia tropical en Puerto Rico. Tanto Klumb como el checo Antonin Nechodoma, quien tropicalizó la casa de la pradera, de origen estadounidense, fueron, discípulo uno y seguidor el otro, del viejo Frank Lloyd Wright. Resulta interesante la influencia del gran arquitecto estadounidense sobre dos arquitectos paradigmáticos en el desarrollo de Santurce y de la avenida Ponce de León y a través de ellos su presencia indiscutible en una ciudad que nunca visitó. Entre los edificios ejecutados por Nechodoma están la casa Aboy, la Casa Korber, ahora la Sinagoga judía, la casa Benítez, frente al Colegio de Abogados, la casa Fernández y la iglesia protestante en la esquina de la calle Olimpo, todos en Miramar. La avenida fue vitrina de la capacidad económica de familias burguesas como Giorgetti, Látimer, Calaf y McCormick cuyas mansiones precedidas de jardines bien diseñados y cuidados le ganaron a la avenida, en un segmento de Santurce, el mote de “Pequeña Versalles”.
El desarrollo de la Ponce de León resulta interesante no solo por las obras canónicas como las mencionadas sino por toda la gama de construcciones realizadas por otros arquitectos o artesanos quienes a menor escala reinterpretaron los cánones formales de los estilos mencionados a las posibilidades de los de menor capacidad económica, o inventaron sus propios diseños a partir de sus propias síntesis. Quedan además como ejemplos de esta riqueza ecléctica la arquitectura de los barrios santurcinos materializadas particularmente en los balcones de Villa Palmeras. Allí los artesanos hicieron alardes de su genio haciendo a veces referencias a los estilos arquitectónicos de la avenida o mediante el juego creativo con los materiales y las formas. Esta riqueza visual, estos atrevimientos formales, esta creatividad iluminada por el mestizaje de estilos académicos y populares y el juego de luces y sombras que cada estilo aporta hacen de la arquitectura, como diría Hemingway, una gran fiesta.
Con la invasión estadounidense y el desarrollo de la capital como centro de comercio y distribución y como espacio de inversión inmobiliaria, la avenida entró en un proceso febril de construcción. La modernidad encontró terreno fértil en esta avenida deseosa de convertirse en boulevard de gran ciudad. La avenida fue escenario de la mirada utópica del país en plena modernización. La Ponce de León se convirtió más aún en pantalla del desarrollo, en centro comercial y de oficinas del país. En pocas décadas el paisaje se pobló de tiendas, oficinas, apartamentos, lugares para el ocio y la cultura y edificios gubernamentales que no encontraban espacio en la ciudad colonial. En esas décadas de frenesí constructivo Santurce se convirtió en el nuevo centro comercial de la capital y del país, Puerta de Tierra reforzó su carácter institucional. En Río Piedras se mezclaron continuamente. Hato Rey se desarrolló más tarde como resultado de otro intento de modernidad todavía inconcluso.
La otra cara de ese desarrollo vertiginoso la constituyeron los barrios populares que surgieron desde la primera década de siglo en las márgenes de los cuerpos de agua mansa en la bahía y el Caño de Martín Peña. Era el trasero de la ciudad, un mundo distante aunque demasiado cerca que debía ser eliminado para dar paso a la ciudad escaparate del país en plena gesta desarrollista, a la ciudad sin fisuras del nuevo Estado Libre Asociado. Su eliminación no solo “limpió” el paisaje urbano de la pobreza, también destruyó parte de la vitalidad de la ciudad al arrancar una parte de su gente y enviarlas a otros lugares. Para algunos, el viaje de partida terminó en Estados Unidos.
La esperanza de convertir la avenida, principalmente el área de Santurce, en el gran centro urbano de la capital no llegó a concretarse. Buscando espacios de inversión más rentables y con mayor libertad de acción que la ofrecida por una ciudad organizada en parcelas pequeñas, para la década de 1950 la capital comenzó un proceso tan extenso como acelerado de dispersión por todo su territorio rural y agrícola. La ciudad, es decir los nuevos barrios residenciales llamadas urbanizaciones y los centros comerciales, bautizados rápidamente como shopping centers, se movieron a otra parte. La rapidez de los cambios socioeconómicos, el ascenso de una clase media con acceso a préstamos garantizados por la Administración de Vivienda Federal (FHA) y la Administración de Veteranos (VA) resultó ser un reto para la nueva Junta de Planificación para lo cual no contaba con las herramientas adecuadas. Fue así como se convirtió desde muy temprano en una agencia facilitadora dejando el diseño de la ciudad a manos de los promotores y especuladores, llamados developers. Con el éxodo de residentes y consumidores, la gran avenida que creció con la ciudad y el país comenzó un proceso de decrecimiento, decaimiento y abandono que continúa hasta nuestros días.
La práctica de la planificación y el urbanismo de los últimos 50 años en Puerto Rico ha tenido como una de sus principales inquietudes corregir el efecto de las malas decisiones, las indecisiones y el dejar hacer, sobre el entorno natural y construido. Una serie de propuestas, valientes pero, ahora lo vemos así en la distancia, equivocadas, enfrentaron la erosión de la ciudad de distintas maneras. Destaco, entre muchas, el Plan Piloto de Santurce que proponía construir una ciudad moderna, eliminando todo vestigio de la anterior sustituyéndola por nuevas construcciones de multipisos rodeados de áreas verdes y estacionamientos. Una especie de borrón y cuenta nueva como había propuesto Le Corbusier para París en el Plan Voisin de 1925. Otros proyectos construidos para revitalizar la ciudad e insuflarle nuevos bríos no lograron los efectos deseados sino todo lo contrario. La construcción de autopistas lejos de facilitar el acceso rápido favorece el alejamiento de la avenida y de la actividad urbana al permitir “pasar de largo”. La intención de reforzar el carácter de centro comercial, cultural y laboral se logró solo muy parcialmente con la construcción de proyectos como el Centro de Bellas Artes y el Centro Gubernamental Minillas. A pesar del gran esfuerzo que representan, no lograron crear las sinergias para animar la ciudad y atraer actividades afines. Faltó la vivienda, ingrediente esencial para hacer ciudad, para devolverle la vida que se fue a la urbanización suburbana y a los proyectos de vivienda pública. Otro intento de poner al día y aprovechar el potencial que todavía representa la avenida lo constituye el Nuevo Centro de San Juan, espacio urbano planificado utilizando como referencia las tendencias urbanísticas europeas del momento, como el concepto de los new town in town. El proyecto incorpora el vecindario como apéndice, como ente aparte, sin lograr todavía revitalizar a profundidad la ciudad en proceso acelerado de erosión. Tampoco revitaliza la ciudad ni da nueva vida a la avenida la destrucción de las comunidades todavía vivas que no se sujetan a los modelos de ciudad moderna como el barrio de la calle Antonsanti, para atraer inversiones y construir proyectos para los que puedan pagar. Las ciudades son tan ricas como diversas. Pierden fuerza cuando dejan de ser de todos y todas.
La ciudad tiene también recovecos, pasadizos, escondrijos, albergues para los cuerpos desprovistos, los seres con rumbo pero sin nada que los reciba, los de mirada esquiva y oblicua. Detrás de las fachadas y los caminos trillados habitan “los otros” de la ciudad, los desposeídos de lugar fijo, los que no tienen punto de llegada y su vida es siempre un azar. Los que se las inventan cada día y se esconden de las miradas de los demás. Su ciudad es una red de lugares donde se apertrechan, duermen, se protegen y encuentran seguridad. Su caminar es una constante búsqueda de las grietas donde penetrar y esconderse, caminos que para los demás no dirigen a ninguna parte.
Vivo a una milla de nuestro principal centro docente, a tres del centro bancario de Hato Rey, a seis del Colegio de Abogados y a nueve de la ciudad histórica de San Juan. Ese dato, del cual me hice consciente cuando comencé a caminar rutinariamente la avenida Juan Ponce de León, me sorprendió. Contrario a mi apreciación desde el automóvil, San Juan es una ciudad pequeña y totalmente capaz de ser disfrutada a pié. Sin embargo no es caminable. Ha sido rediseñada en contra del peatón y en contra del transporte público. Ni sus aceras, ni su paisaje han sido pensados para la mirada sosegada. Todo lo contrario. La nuestra es una ciudad para la mirada furtiva y fugaz desde un vehículo en movimiento. Es una ciudad motorizada, pensada principalmente para el auto privado, planificada desde hace décadas para ir de un lugar a otro sin detenerse, para facilitar el tránsito de gente, mercancías e información de manera rápida, según las urgencias y necesidades del Capital. La planificación moderna ha priorizado la eficiencia (dudosamente lograda) a costa de la experiencia de habitar, en contra del ciudadano que se desarrolla en su interacción con y en la ciudad.
Confieso que la experiencia de caminar la ruta desde Río Piedras a San Juan, lejos de resultar placentera, me ha parecido en muchos momentos tediosa. Hay poco que mirar. Pocas cosas llaman mi atención curiosa ni tienen la capacidad de emocionarme, mucho menos de asombrarme. Hay tantos silencios, vacíos, desencanto, desentendimiento de los ciudadanos y abandonos que opacan los gestos amables. Muchos sectores y edificios que sugieren posibles glorias pasadas, de risas y gritos, yacen ahora asordinados por el olvido, por la violencia como el clima del trópico se ensaña contra los espacios cerrados, contra los edificios abandonados. Me perturba mirar la ciudad perdida, invadida por la obsolescencia, la dejadez y el ninguneo cuando no se ajusta a los designios, a las corrientes de la moda, al concepto de lo rentable.
No puedo negar que la avenida tiene para mí algunos acentos agradables, como el sector entre la parada 24 hasta la 18 y algunas partes de Miramar y Puerta de Tierra. A la Ponce de León la salva las calles que desembocan hacia ella, como la De Diego, Dos hermanos y Ribot. Son tributarias de la vida tras bastidores que aún sostiene los restos de ciudad. La vida que no cesa, la de los que viven y trabajan, muchos de ellos “nacidos y criados” allí, se gesta en esas calles, callejuelas y callejones, en los barrios de arquitectura considerada ‘insignificante’ y de vecindarios dispensables, listos para la próxima ”renovación urbana” que los convierta en vecindarios de otros.
Al llegar al final de la caminata, luego de traspasar la presencia fantasmagórica de la antigua Puerta de Santiago y entrar al recinto amurallado, el caminar se hace melaza sensual subiendo y bajando colinas que de alguna manera siempre parecen morir hacia el mar. Los muros de piedra, el juego de balcones y sombras, los lugares escondidos, los monumentos, los espacios públicos, los sonidos y vistas al paisaje constituyen una delicia sensorial inigualable. Lamentablemente esos momentos de alumbramiento son las excepciones en la otra ciudad, la llamada extramuros. Si bien la ciudad colonial es una ciudad de sorpresas, la otra San Juan es una ciudad predecible y por ratos imposible. Es una ciudad sin sombras que tamicen la luz imprudente de nuestro trópico inclemente. Es una ciudad que perdió muchos de sus relatos en la trama interrumpida por las ausencias y la falta de presencia humana. Las ciudades son más ricas cuanto más formas de habitarla sugieren y alientan, cuantas más formas de interpretarla y leerla tienen, cuanta más diversidad social sostengan. Si las ciudades son textos, la que discurre por la Ponce de León es una ciudad de silencios, de cacofonías repetidas, de sumas sin ton ni son, con algunos momentos de sinfonía armoniosa. Esta falta de habitabilidad es retada continuamente por los migrantes que ocupan los edificios de baja renta, cambian las áreas deterioradas en zonas animadas, en espacios residenciales y comerciales, que aunque limitadas muestran una gran vitalidad. En gran medida los migrantes sostienen la ciudad.
La avenida Ponce de León es una vía que no se detiene. No tiene espacios públicos, ni monumentos, ni plazas, ni parques para detener la marcha. Solo los puntos terminales, Río Piedras y San Juan Antiguo tienen plazas. De día sostiene una vida limitada a algunos enclaves comerciales y de oficinas como la Milla de Oro. De noche se convierte en lugar tenebroso, un espacio de nadie y de los que se arriesgan a ocuparla. De noche las sombras, la ausencia de actividad y la poca presencia de gente la hacen ver impenetrable, insegura, hostil. Poca gente la habita permanentemente. Por allí se pasa por necesidad, de prisa. Muchos de sus edificios, vacíos y sin uso son ahora fantasmas que viven de glorias pasadas. Fueron hermosos cuando útiles. Hay segmentos de edificios clausurados que protegen la nada, que vigilan pacientemente la muerte de la ciudad. En la actualidad la avenida es el remanente de lo que no llegó a ser. Queda su modernidad tronchada, metáfora de la ciudad y del país en bancarrota en busca de una nueva modernidad, un nuevo modelo de desarrollo, una ciudad más inclusiva y seductora.
La Ponce de León espera la gente y las gestas cotidianas que le devuelvan la vida, que ayuden a crear lugares donde hoy solo hay flujos de gente, vehículos y mercancías. Todos los gestos institucionales de gran escala para recuperar a Santurce y devolverle su vida de centro urbano han resultado fallidos. Esto debido en gran medida a que constituyen gestos puntuales, es decir, enclaves, lugares autosuficientes que poco o nada interactúan con el medio, con la ciudad y las comunidades que le insuflan vida. El futuro de la ciudad no está en la eliminación de todo resquicio de ciudad que no pueda ajustarse a los designios del capital sino todo lo contrario. Tampoco está en la construcción de grandes edificios exclusivos ni de gestos heroicos aislados sino en los proyectos de pequeña escala que con alegría estamos viendo surgir. Está en el diálogo creativo entre lo nuevo y lo viejo, entre los ciudadanos y grupos que asuman la ciudad creativamente y se aventuren a apropiarla como lugar de todas y para todos.
Así, como el futuro del país está en manos de los grupos e individuos que en el día a día lo reconstruyen desde sus proyectos innovadores que nos llevan a repensar las maneras de gobernarnos, educar, hacer cultura y producir riqueza para el bien de todas y todos, el futuro de la ciudad está principalmente en el mestizaje creativo, en la mezcla, en los pequeños gestos y gestas. Está sin duda en las acciones que germinen en proyectos colectivos que ahoguen los miedos de estar y ser en la ciudad, de estar y ser en el mundo. De estar y ser sin permiso. De ahí a cambiarle el nombre a la avenida y al país es un tramo corto. Como un paso de bolero.
* Esta es una versión revisada de un artículo publicado en En Rojo, Claridad, en octubre de 2012.