La trampa de Trump
El vocablo ‘trampa’, según el Diccionario Etimológico de Joan Corominas, se acuña en 1505, y significa ‘tabla que se abre en el suelo al pisarla’. Se trata de una especie de ardid con el que se busca un paso en falso, no para hacer evidente el engaño sino, por el contrario, para sostener la tramoya. En otras palabras: la trampa no tiene otro basamento que su carácter falaz. Imaginemos, pues, un mecanismo que funcione substituyendo una tabla por otra de manera automática. De esa manera el paso en falso contribuye a sostener la falacia del suelo y, con ello, a perpetuar los pasos, por más falsos que sean.
Por esta razón, más importante que Trump, es la persona que el apellido identifica en el contexto de su imagen, figura y confección. Recordemos que persona en latín significa máscara. El mismo término, de origen teatral, alude también a la voz que la máscara emite en el despliegue de su expresión. Esto en inglés se llama self-display. Por su parte, el apellido Trump evoca la palabra alemana Treppe, que tiene al parecer la misma raíz que trampa, y que significa ‘peldaño’, aludiendo así a la acción de ‘trepar’ y a la connotación del ‘trepador’. La misma palabra alemana está emparentada con el verbo trampeln, que significa ‘patalear’. Jugando con el apellido, si lo llevamos a la lengua francesa, obtendríamos trum/peur que significa, ‘tramposo’; pero donde peur significa además ‘miedo’. Todos este campo semántico es valioso para constatar en qué consiste la campaña del candidato republicano, cuyo eslogan Make America great again pone de manifiesto, una vez más, la falacia de la democracia estadounidense.
A tono con la anterior, la tramoya que se intenta perpetuar con la persona de Trump es la prédica del neo-liberalismo, en tanto que dogma de la economía política que sostiene la actual estructura mundial del capitalismo. La máscara triunfante del magnate es la del hombre de negocio que puede realizar plenamente el saneamiento de la administración pública con el manejo empresarial del Estado. Trump representa el aspecto tristemente más grandioso de la cultura estadounidense: un modo de vida anclado de manera predominante en la actividad del negocio o Business (téngase aquí en cuenta la expresión: Mind your own business).
Más allá del famoso eslogan The business of America is Business, está el hecho o, mejor dicho, el fenómeno histórico de que en dicha cultura la condición humana se define en función del individualismo a ultranza (y su corolario: la atomización y la segregación del tejido social: el ideal pseudo-democrático del self-made man); el fetichismo del dinero (y su corolario: la exaltación de la codicia, no ya como vicio sino como virtud: American greed!); y la obsesión con productividad (y su cororalio: la extensión de la plusvalía a todos los aspectos de la cultura y la conversión de la vida, incluyendo el ocio, en tiempo completo de trabajo: la excitante vida del o de la Workaholic). Muy atrás quedan las imposiciones totalitarias del fascismo, del nazismo y de la dictadura del proletariado. Ahora lo que importa es el creencia de que el capitalismo, como ya dijera Adam Smith (¡como si Marx nunca hubiera existido!) es la expresión natural de las apetencias humanas. En realidad, el neo-liberalismo es el reencuentro del capitalismo con su dimensión más orgánica, como le ha llamado Alaina Badiou en su lectura del importante libro de Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI (2013).1
Nada casualmente son los primeros teóricos del Marketing quienes, desde comienzos del pasado siglo XX, formulan de manera cruda aquellos principios básicos o axiomáticos de lo que eventualmente será la antropología de la mercadotecnia tal como se enseña en las Universidades: 1. El hombre emprendedor es un individualista que responde a su medioambiente sin ningún vínculo con otra gente (de hecho, el otro es un estorbo); 2. El hombre está primordialmente, sino exclusivamente, motivado por el dinero. Por lo tanto, la máxima productividad solo se logra si la paga se hace en función de la cantidad producida; 3. El aumento en la eficiencia depende del aumento en la especialización de los trabajadores y el personal gerencial; 4. Hay una gran creencia en la estandarización. Por lo tanto, hay que dar con la «única y mejor manera» (one best way) de hacer un trabajo, diseñarla, enseñarla y asegurarse de que ella se siga.2
La crudeza y simplonería de estos principios que ya son, de hecho, dogmas de fe, pueden pensarse mejor si los traducimos en términos filosóficos de acuerdo con tres conceptos que vale la pena considerar: uniformidad, unidimensionalidad y banalidad. La uniformidad saca a relucir la paradoja de que el individualismo a ultranza está real y efectivamente sostenido por la conversión de los ciudadanos en clientes y consumidores que necesitan ser satisfechos según la demanda confeccionada de sus deseos. De esa manera se liquida la acción política, se neutraliza el cuestionamiento, y se promueve el conformismo social y la autocomplacencia.
La falacia del individualismo es que al individuo solo se reconoce como indicador estadístico y, más recientemente, como una cifra en el Big Data Base. Esto implica que su potencial como «individuo» solo se valora si, y solo sí, la ruptura de los vínculos sociales («el individualista que responde a su medioambiente sin ningún vínculo con otra gente») va acompañada de su capacidad de adaptación a la «única y mejor manera» de llevar a cabo su trabajo. En realidad, el self-made man, matriz del American Dream, que anima el individualismo a ultranza es la primer piso de una eficiente y eficaz tramoya. Sobre este ideal se levanta una sofisticada maquinaria de falsificación de la vida, como decía Guy Debord, basada en la unidimensionalidad y la banalidad.
En los años ’60, con la denuncia del hombre unidimensional, Herbert Marcuse da a entender algo fundamental que, sin embargo, no se destaca lo suficiente a lo largo de esa gran obra suya. En efecto, si bien lo unidimensional remite, sobre todo, al mundo llano, chato, insípido de la sociedad post-industrial, su aspecto más sórdido es la conformación, ya consolidada, de un mundo huérfano del aliento de la profundidad. No es esta la profundidad de las galeras sino, al decir de Paul Valèry, la profundidad de la piel, la que sale a la superficie, en virtud del punto de fuga de las más diversas perspectivas. Es la profundidad del caleidoscopio, y la alegre multiplicación de las miradas a la manera de la sublime danza de los Derviches. (Vale preguntar, a luz del caleidoscopio: «¿es lo mismo que se ve de muchas maneras o son las muchas maneras de ver lo que nunca es lo mismo?»)3
Contrario a esto, lo unidimensional tiene como consecuencia la banalización de todos los aspectos de la vida, sometidos al valor mercantil y al supuesto de que «el hombre está primordialmente, sino exclusivamente, motivado por el dinero». Money makes the world go round, se dice. Y así es. Pero no porque tenga que ser así sino porque así nos lo hacen creer. De hecho, el mundo de la omnipotencia del dinero es un mundo de fieles creyentes. Recuérdese una vez más el lema del dólar: In God we trust. La banalidad responde, en última instancia, a la extracción de las fuerzas vitales que el vampirismo del Capital realiza con el Goce y Beneplácito de sus víctimas.
La célebre «sociedad del espectáculo» no es nada más que el aspecto más evidente del poderoso algoritmo uniformador de la distracción y el entretenimiento. En este sentido, la maravilla del Internet, de sus aplicaciones y programas se consume, día a día, en lo que esta estupenda frase en inglés da a entender: amusing ourselves to death. La distracción es lo opuesto a la cabal atención, por más concentrado que se esté en lo que entretiene. (Para eso existe esa nueva y curiosa profesión neoliberal que lleva el deportivo nombre de coaching).
La persona o máscara de Trump es lo que su trampa encarna: la apoteosis del capitalismo y del American Way of Life. De esa manera, quedaría definitivamente consagrada la vida política como una prolongación del Show Business. Su contrincante, la Sra. Hillary Clinton, quien sería la primera mujer en acceder a la presidencia, no es tanto su rival como una cómplice estructural (como de ella lo fue, dicho sea de paso, el «revolucionario» venido a menos, Bernie Sanders).
De lo que se trata es de perpetuar el esplendor de una democracia falaz, que ha tenido, sin duda, la indiscutible astucia y capacidad para percibirse y ser percibida como el paradigma de las libertades y de los derechos humanos, sobre todo a partir de la auto-destrucción de Europa, luego de la II Guerra Mundial, el posterior colapso de la Unión Soviética y el triunfo sobre el supuesto «comunismo».
¿Cómo una manera de vivir – o, mejor, de sobrevivir y de desvivirse (remember the Workaholics) –, tan mediocre y de tal miseria espiritual ha terminado por encantar (e incautar) a la mayoría de la población del planeta? (incluyendo los países del este de Europa, Rusia, China, Vietnam y más recientemente, Cuba: «¡Extra! ¡Extra! Los Reality Shows acaban de llegar a la televisión cubana») ¿Cómo es que el país más desarrollado científica y tecnológicamente sea también partícipe del más atávico puritanismo religioso y de las más vulgares supersticiones? ¿Cómo es que en la patria de tan extraordinarios artistas, músicos, poetas y pensadores, se destaque por mucho el odio racial, el consumo de estupefacientes y psicofármacos, el gran negocio de las armas y las poderosa industria pornográfica? ¿Cómo es que un país tan poderoso pueda ser tan ignorante de su propia historia, y tan ajeno a la experiencia histórica de los pueblos del mundo? ¿Cómo es que el interés por el valor abstracto, metafísico y cuasi teológico del dinero ha venido a sellar, a la manera de un sepulcro afectivo, la ternura de las relaciones humanas?
Estas preguntas no tienen unas respuestas simples. Sin embargo, ellas remiten a la construcción histórica de los EE.UU. Sobre todo hay que tener en cuenta que este país no es un Estado multinacional (como Rusia o España), ni multicultural y plurilingüe (como México). Se trata de un Estado-Nación que se independiza del imperio británico y se convierte en el primer imperio americano que, por esas mismas razones históricas, no se declara a sí mismo ni se reconoce abiertamente como tal. Esto explica que por más regia que sea su voluntad imperial (lo ha sido y lo sigue siendo), este país considera la imposición de su predominio como una empresa – en el sentido más económico y militar del término –, benefactora y liberadora; la gran heredera de los ideales democráticos europeos.
De lo anterior se desgaja un rasgo psicológico sobresaliente: el talante doblemente hipócrita. En efecto, podrán ser hipócritas (¿qué imperio no necesita serlo), pero además disimulan que lo son, incluso entre ellos mismos. No hay duda de que esto implica no solo talante sino también astucia y talento. Este rasgo explica, a su vez, la pasión cultural estadounidense por los superhéroes. Así por ejemplo, si la persona o máscara de Trump ha llegado a ser insoportable para un sector importante de la plutocracia que domina ese país, es porque recuerda demasiado a esa dimensión caricaturesca. (Recordemos aquí a Rico Mac Pato, el tío rico del Pato Donald).
Finalmente, digamos que las anteriores preguntas también apuntan a los rasgos más perversos de la ley PROMESA (las propias siglas los hacen evidentes) y la supuesta Junta Fiscal que habrá de hacerse cargo del «empobrecido y corrupto territorio de Puerto Rico». La propia creación de la ley pone en evidencia, una vez más, que la falaz democracia que nos gobierna, y de cuya tramoya el Estado Libre Asociado no es más que apéndice, o mejor, un pequeño piso en falso, pone también evidencia, no ya solo la «tiranía de la mayoría», como bien decía Alexis de Tocqueville, ya en el siglo XIX, sino la tiranía de la ignorancia. Aludo con esta frase a la profunda ignorancia de los EE.UU. de sí mismo; pero también de esa pequeña, pero desconocida, posesión suya que es la isla de Puerto Rico. Pero sobre todo la patética ignorancia de los puertorriqueños, no ya solo de sus verdades históricas, que las hay4, sino de su singular experiencia histórica y, con ello, de sus propias fuerzas.
*Este escrito está en sintonía con otros tres del mismo autor aparecidos publicados también en 80grados: El supuesto de la democracia (2011), La corrupción es estructural (2013) y Breve recuento de la imbecilidad (2012).
- Véase la interesante entrevista al economista y al filósofo: https://www.youtube.com/watch?
v=6cNxXg8XEGk [↩] - 1. Industrial man is, an individualist, reacting to his environment as an individual and without regard to any ties with other people. 2. Man is primarily, if not exclusively, motivated by money; therefore, maximum productivity comes if pay is based on the amount produced. 3. Increases in efficiency depend upon increasing the specialization of workers and managerial personnel. 4. There is a great belief in standardization; therefore, seek the «one best way» to do a job, design it, teach it, and see that it is followed. Esta información está tomada del Journal of Marketing, Vol. 31 (January, 1969, pp. 9-13). [↩]
- La pregunta es de Dogen Zenji (1200-1253) y aparece en su Sutra de las montañas y de las aguas, un facsículo de su Shobogenzo. [↩]
- Véase al respecto la entrevista con el distinguido historiador Gervasio Luis García en 80grados. [↩]