Las voces que nos hablan, las veces que nos oyen
Conversaba con mi papá hace unos días en la playa, como hace mucho no hacíamos. Estábamos en el agua, un elemento común a ambos. Mientras el sol doraba el agua en el atardecer, él decía que las grandes respuestas eran simples. Como toda esta investigación que se ha generado con aceleradores de partículas para buscar la partícula más elemental de la materia: que ya van por los bosones, el bosón de Higgs, algo más pequeño que los neutrones, mucho más pequeño que los átomos, que es lo más básico y lo más indeterminado a la vez. Fíjate, me dice, es como si fuera Dios.
Mi padre, que es un biólogo, un científico de profesión, cuando joven en sus caminatas al monte podía sentir la lluvia en los huesos minutos antes de que llegara; se le erizaban sus intuiciones de pájaro con suficiente tiempo como para llegar al primer techo con las primeras gotas del cielo. Cuando habla, parece un técnico; pero cuando agarra un pedazo de madera para darle forma en un torno o en un taladro de banco y exprimirle un bolígrafo, un señuelo de pescar o un tiple, es un artista y un mago. Ahí se convierte en el mediador entre la madera viva y sus fuerzas físicas; entre el alma del árbol (maga, yagrumo, caoba, cedro) y toda la ciencia y la técnica que hemos aprendido de ellos. Es cierto, dice después, quizás lo que yo digo que es simple es en realidad complejo. Lo que él separa con las palabras, lo junta después con las manos.
Si mi madre hubiese estado en aquella conversación, hubiera primero saboreado con sus pies de mariposa los caminos de la conversación para luego bailar entre los dos. Ella siente primero a las personas y después lo que dicen. Ella también es bióloga. Pero más que hacer ciencia de la vida, ella ama la pura conexión de la vida; y es eso lo que la hace tan sabia cuando enseña.
De estos dos seres aprendí que las posibilidades de la realidad son siempre más grandes que nosotros mismos. Y de sus sensibilidades aéreas de pájaro y mariposa aprendí lo que nunca aprendí ni de biólogos ni de filósofos: que una intuición puede ser tan sólida como la piedra y lo que convence a nuestros sentidos, tan frágil como la luz en el agua. Con ellos comencé a entender que la realidad no es algo que teorizamos, sino algo que nos atraviesa. Como el agua, que compone casi todo nuestro cuerpo y a la vez se nos escurre de las manos, mientras más allá, en el horizonte, sostiene cruceros a flote.
Esta liquidez elemental de las realidades que vivimos, tan fugaces y densas a la vez, tan insondablemente diversas como los seres y fuerzas que constituyen el mar, contrasta, a menudo, con la rigidez con que nos proponemos interpretarlas. Y después, enseñar a otros a interpretarla. Podemos ser muy fundamentalistas, aún en lo más elevado de nuestro quehacer intelectual. Podemos ser fundamentalistas porque nos abacora la genuina multidimensionalidad de la vida que vivimos, tantas voces que nos hablan; y entonces nos suscribimos a una “escuela de pensamiento”, a una tendencia, teoría o filosofía, que nos reduzca esta complejidad. Nos asusta que el mar de la realidad se nos escape de las manos. A veces, hasta nos convertimos en escépticos crónicos para simplificar el panorama, para que no nos asuste tanto.
En otras circunstancias de la historia humana, esto no ha presentado un problema. Que el mar de la realidad se nos escape de las manos, que sea más extenso que nuestras explicaciones, no nos asusta, porque no aspiramos a controlarla. Porque ha habido, y aún hay, momentos en los cuales el conocimiento y el saber no son asunto de propiedad ni de apropiación. Mucho menos era propiedad privada, ni patentable. No existía la ansiedad de que nos expropiaran nuestra pequeña parcela de realidad –ese dominio donde podemos explicarlo todo con convicción– porque la realidad no estaba aparcelada. Hubo, y aún hay, momentos donde la palabra no es una herramienta, sino el ejercicio verdadero de una conexión con lo complejo.
Esos momentos, en la historia de la humanidad o en la historia de nuestras vidas, son aquellos, por ejemplo, en que nos entregamos con confianza a la gracia de un buen relato, de algún cuento mágico donde las cosas a la vez son y no son lo que parecen ser. Esos momentos en que aceptamos que la densidad de la existencia y la interconexión entre sus formas es tanta que lo que llamamos fantasía se convierte en la mejor descripción de la realidad. La imaginación, lejos de ser una falsedad, es la materia misma de nuestros vínculos. Nos recuerda que estamos emparentados con toda la existencia, como en las antiguas y nuevas fábulas en donde somos hijos de aves, peces o soles. Todo lo que compone la realidad es una fuerza viva; la verdad no es una, para ser confirmada o negada. Las verdades son muchas, diversas y sincrónicas, y nadie existe fuera de ellas, como para administrarlas.
Estas formas de “oralidad”, como se designa a formas de expresión humana no determinadas por la lógica verificadora de la palabra escrita, no son meramente la forma de comunicación que precede a la escritura: son una manera profundamente distinta de entender, acoger y participar del mundo.1 Así las verdades no tienen autor, humano o divino, sino trovadores, humanos y no-humanos, que la hilvanan respondiendo al coro heterogéneo de voces que le comunican, momento a momento, el estado de la existencia. En esta forma de conocer, la sabiduría no es una medida de cuánto se posee, sino de cuánto se puede escuchar. La firme convicción tampoco es un parámetro de sabiduría. Muy distinto a la tradición letrada de la demostración, en esta forma de ser y conocer, la sorpresa y el asombro son los principales catalíticos del saber. La magia o la “fantasía” son justamente el portal hacia el entendimiento complejo. El conocimiento no es una medida de nuestra capacidad de mantener una distancia (objetiva o escéptica) frente a lo que vivimos, sino precisamente de nuestra capacidad de sumergirnos en ello y evolucionar en sus corrientes. A estas formas de ser, saber y hacer le han llamado también “metamórficas”;2 las formas de ser, saber y hacer que corresponden a la conciencia de habitar un mundo más que humano.
Pero en algún momento nos comenzamos a ensimismar, para pensar que el conocimiento es sólo patrimonio humano (y por supuesto, como tiende a suceder, de sólo algunos humanos), y así también las palabras comenzaron a cambiar de valor. Menos que el ejercicio de conectarnos con una existencia que nos excede en formas, contenidos y dimensiones, las palabras comenzaron a ser valoradas por sí mismas. Se convirtieron en tecnologías, más que en una expresión de vida.
Esto sucede en unas coyunturas históricas y materiales muy concretas: en los momentos, distintos para cada región y distribuidos ampliamente a lo largo de la historia, en que los humanos nos apretamos en núcleos urbanos. Con la densificación de la población humana, se abrevió el espacio de la ecología plural de seres y voces que componían nuestros universos cotidianos. Una de las manifestaciones más obvias fue la reducción física de los espacios que (luego) llamamos “naturales”. Y una de las consecuencias más sutiles fue el establecimiento de una cosmovisión en la cual “naturaleza” y “cultura” designan reinos mutuamente excluyentes. En estos universos reducidos, de humanidad comprimida, pudieron crecer nuevas generaciones comprometidas con visiones antropogénicas y antropocéntricas de la realidad.
El costo humano de estas transformaciones ha sido y continúa siendo muy significativo. El establecimiento de esa separación, física e ideal, entre lo “social” y lo “natural”, estuvo acompañado por una ruptura de orden espiritual en nuestros padres, abuelos, bisabuelos y tatarabuelos que dejaron el campo para no volver; y quienes tuvieron que ceder muchos de los elementos de su visión de mundo –elementos de un mundo mucho más que humano, que les permitían predecir la lluvia, o morir en el momento justo en que se los llevaban para siempre de la tierra que cultivaron con sus manos– para entrar en un universo donde el ser humano es propietario de todo entendimiento.
Estos momentos históricos de condensación urbana, por supuesto, coinciden con grandes avances tecnológicos e industriales. Las fuerzas productivas del aire, del sol, la tierra y el agua, deben ser suplementados para sostener esa distribución desigual de las fuerzas vivas de nuestro planeta. El manejo de la pura cantidad de seres humanos, sin la asistencia de las fuerzas que de otra manera le daban orden, se convierte en un asunto de gran preocupación y mucha filosofía. La velocidad que exige sustentar la vida en las ciudades y núcleos urbanos, hace que las cantidades se hagan más importantes que las calidades; y las palabras, que necesitan de otras fuerzas del mundo para resonar, se apagan. Desenraizadas, ya no presentan una realidad vivida, sino que representan.
El lenguaje verbal, tecnología humana, se establece entonces como el estándar del conocimiento. Quien sabe es quien habla y sabe escribir en lenguajes humanos. Por eso el analfabetismo se convirtió en un problema y en un estigma. Por eso hemos terminado por hacerlo casi equivalente a la ignorancia. Las palabras, que antes eran sostenidas por la ecología entera de un mundo (por eso podía uno “darle la palabra” a alguien sin necesidad de comprobación), ahora tienen que ser sostenidas por la página escrita. Pero como el papel no habla por sí solo, hubo entonces que hacer que el papel resonara. Desarrollamos aparatos interpretativos con los cuales aspiramos a inyectarle vida al nuevo mundo de relaciones humanizadas: las constituciones y todos los sistemas de interpretación legal. Notablemente, estos sistemas interpretan el mundo desde una perspectiva exclusivamente humana –en su manifestación más amplia se ocupan con derechos humanos. (Importante excepción es la constitución ecuatoriana, que en el 2008 validó los “Derechos de la Naturaleza”, estableciendo un precedente a nivel mundial. Esto sucede, no por casualidad, en un país con una significativa proporción de población indígena.) Humanizadas, desnaturalizadas, las palabras se convierten en formalidad burocrática. Lo que en otros momentos era la expresión del vínculo profundo con un mundo vivo, se convierte en fuerza desvinculadora, paralizadora. No en balde en las ciudades se ha proverbialmente “perdido la palabra” o la capacidad de “mantener la palabra”.
Éste ha sido uno de los impactos más fundamentales de esta transformación en las formas en que producimos nuestro conocimiento: se compuso la enorme arquitectura de las universidades, instituciones de educación superior y de instrucción general, dividiendo el conocimiento para compensar por la diversidad perdida. Ya no existe el asombro, sino las disciplinas. Sin otras voces, no humanas, que comentaran y complementaran nuestros saberes, sometimos a los mundos libres del saber a procesos de especialización, segmentándolos para crear muchas voces dentro de nuestro propio ensimismamiento, y tener con quién hablar, si no es ya con el sol de la tarde o la luna al amanecer. Construimos universidades ventrílocuas, para hablar con y entre nosotros mismos, y asumir lo humano como el eje del universo. Por eso también, la educación cambió de ser la experiencia viva entre maestros y aprendices en un taller, a ser la instrucción de la palabra escrita, probablemente la única forma de expresión auténticamente humana. La palabra escrita, además, es disciplinada y disciplinable porque se conserva; no está expuesta a los elementos que la cambian y la transforman, desde el clima hasta el ánimo. Con razón se convirtió en el medio por excelencia de estabilización social en las urbanidades que vivimos, donde todo acuerdo debe ser “puesto en papel”.
En el extremo de los humanismos letrados, llega a proponer que toda realidad es construcción humana. Un verdadero grito de soledad magnificado desde el pronunciamiento cartesiano de “pienso, luego existo” (y de todas las variantes que hemos alcanzado a inventarle). La pura soledad de haber descartado al mundo, de haberle pedido que nos deje solos.
Pero de muchas formas estamos evolucionando. El mundo no ha dejado de verborrear y, con nuestra participación, sus realidades adquieren nuevas cualidades – orales, escritas o virtuales. Y alguna ventaja ha tenido ese tiempo de divorcio entre las palabras y los mundos vividos: ha permitido que nos sigamos moviendo a pesar de nuestros discursos. Conectándonos de nuevas maneras, sin decirlo; escuchando a otras voces, sin revelarlo. Visitando el Yunque los fines de semana y yendo a la playa para hablar con el mar. Soñando que volamos, o que pintamos bajo el mar. Sembrando para curarnos de una enfermedad, hablándole a las plantas. Pidiéndole a alguien que nos enseñe un atardecer por skype. Mandando un mensaje de texto cuando nos llega una corazonada. Viajando. Regresando. Preguntándonos por qué si el agua se nos escurre de las manos, puede aguantar a un crucero, en el horizonte.
Creo que nosotros estamos bastante bien. Los que están atrás son nuestros discursos. Pero como son tan reales, tenemos que transformarlos para que el resto de la existencia quiera acompañarnos. Y en cuanto a estas palabras, quiero devolvérselas al mar que escribiendo esto, me quitó un catarro.
- Esta idea la elaboran desde perspectivas distintas, por ejemplo, el ecólogo cultural David Abram y el filósofo y estudioso de filosofías africanas Jacob Emmanuel Mabe. [↩]
- D. Abram, Becoming Animal: An Earthly Cosmology, 2010. [↩]