Lavarse las manos, mantener la distancia

illot
a Arsenio Suárez Franceschi
En medio de la saturación informativa de esta postrera modernidad me animo a compartir lo que sigue en torno a la epidemia del coronavirus. No sin antes advertir que la expresión, un tanto irónica, de ‘postrera modernidad’ no pretende suplantar el término ‘posmodernidad’, ya desplazado, sino poner en justa perspectiva el desencantamiento con una fábula que comenzó hace ya más de dos mil años. (Tengo en cuenta en este contexto el Crepúsculo de los dioses de Nietzsche de 1888, en particular la sección titulada Historia de un error. Cómo el «mundo verdadero» acabó conviertiéndose en una fábula. Y también estas palabras de Octavio Paz de 1954, en un texto sobre el surrealismo: «Día a día se hace más patente que la casa construída por la civilización occidental se nos ha vuelto una prisión, laberinto sangriento, matadero colectivo. No es extraño, por tanto, que busquemos una salida. […] El mundo se ha convertido en una gigantesca máquina que gira en el vacío, alimentándose sin cesar de su detritus.»)La febril actividad económica mundial puesta en suspenso. La actividad social recluida, limitada a los espacios domésticos. Millones fuera de los puestos de trabajo, con grandes necesidades y el resurgir amenazante de la escasez y el hambre en lugares donde no se presentaba desde hacía más de seis décadas, y no sólo en las olvidadas poblaciones de África, Asia o América, abandonadas a su suerte; o a la buena fe de la filantropía, la «altanería de los poderosos» como la llamaba Pedro Albizu Campos. Estados de alarma, estados de excepción, toques de queda. ¿La Tercera Guerra Mundial? No (todavía). Se trata de la pandemia de un insignificante fenómeno microscópico, como tantos otros, pero cuyo contagio viral en las grandes potencias ha puesto en jaque el capitalismo a escala planetaria. En jaque, pero ni mucho menos en jaque mate, pues como bien se sabe, la lógica del capital, como el virus, no discrimina entre la gracia y la desgracia, a la hora de asegurar su reproducción. Todo parece un relato de ciencia ficción. ¿La ficción hecha realidad? Más bien la puesta en evidencia de la dimensión ficticia de la realidad. La ficción (fictio) no es una ilusión, por más que se alucinen sus efectos (fictum) en virtud de la percepción de los hechos (factum). La ficción es el correlato de la verdad. Lo que distingue a la poesía y a la experiencia artística es, precisamente, la puesto en juego del trasfondo abismal y alucinante de lo real.[1]
Así, de vez en cuando irrumpe lo real. Lo real que estando siempre ahí, se muestra de manera inadvertida, trastocando lo que se toma habitualmente como realidad. En el primero de los Cuatro cuartetos de T. S. Eliot, aparecen estos versos espléndidos: Go, go, go, said the bird: human kind / Cannot bear very much reality. Podríamos traducir así: «Pasa, pasa, pasa, dice el pájaro: la condición humana / no soporta lo real en demasía.» Hay una desmedida de lo real que sobrepasa lo humano, pero también sus representaciones de lo sobrehumano y lo divino. Lo real no está más allá ni más acá, está ahí, en la pura inmanencia de lo que está siendo. Este asunto ha sido fruto de una muy fecunda elaboración en la enseñanza de Jacques Lacan y, más recientemente, en las obras de Gilles Deleuze y Alain Badiou. De mi parte, también he pensando, a lo largo de muchos años, en la necesidad de distinguir lo real y la realidad, pero con matices distintos y otros derroteros. Pero también con el propósito de cuestionar el supuesto de que las apariencias encumbren el fondo esencial e inmutable de la realidad.
La irrupción de lo real genera siempre una extrañeza, un hueco, un vacío. Dado que el vacío es eso que nunca falta, para decirlo a la manera de Estragón en Esperando a Godot, se identifica con carencia o ausencia, y cada cual intenta llenarlo como puede en función de la disposición de su carácter. Ante el descalabro provocado por esta pandemia, cada pueblo o nación se las arregla según su idiosincrasia, condiciones geopolíticas, experiencia histórica y trasfondo cultural. Pero también cada época lidia con las pandemias según sus condiciones materiales o inmateriales. Como bien nos recuerda Mario Espinosa Pino en un agudo artículo: «Toda época es víctima de sus propias pandemias. Enfermedades que irrumpen de manera masiva, reventando los diques de lo previsible y las costuras de la normalidad. Su virulencia es tal, que cuando aparecen nos impiden escondernos, no nos dejan mirar para otro lado ni ponernos del todo a salvo.»[2] Sin embargo, a diferencia de otras épocas, desde la Antigüedad hasta la llamada «gripe española» de 1918, el contagio a gran escala del coronavirus (COVID-19) ocurre en los arbores de la primera civilización mundial o planetaria. La pandemia ha puesto en evidencia la enorme fragilidad sobre la que descansa la prepotencia de nuestra civilización. Son muy pocos los países o territorios que todavía, si alguno, están fuera de contagio. Más de 150,000 los muertos en el mundo en apenas dos meses, y serán miles más en las próximas semanas. Se ha generado un asficiante sufrimiento en el mundo. Este virus afecta lo más elemental y primordial que son las funciones del sistema respiratorio. Recuérdese que en latín spiro significa ‘respirar’, de ahí spiritus. Es precisamente el espíritu de una época el que está en juego. Y todo en un abrir y cerrar de ojos. Quién lo iba a decir.
El sistema sanitario en la ciudad de Nueva York, por ejemplo, ha colapsado. Se han mandado a construir hospitales en un área del Parque Central, mientras que en otros parques se planifica improvisar cementerios con fosas comunes. Al momento en que escribo, no se sabía qué hacer con la acumulación de cadáveres (como tampoco, dicho sea de paso, en la ciudad ecuatoriana de Guayaquil). Sin embargo, se sabe muy bien qué hacer con la acumulación del capital, para favorecer aún más, si cabe, la plutocracia imperante. Quizá no pueda encontrarse un país tan poderoso y rico, en pleno despliegue de sus avances tecnológicos y científicos como los EE.UU, pero con tan grande miseria intelectual y dramáticas desigualdades sociales muy bien disimuladas, hay que reconocerlo, con el escaparate de su pretendida democracia ejemplar. Si tomamos en cuenta el racismo inherente a esa nación, pero también el criterio estrictamente racial de su organización social y urbana, no hay que ser adivino ni experto estadístico para saber que la mayoría de los muertos pertenecen a las llamadas ‘minorías’ y los sectores o clase sociales discriminados y desfavorecidos por el predominio blanco, anglo-sajón, sea protestante, católico o ateo.
El individualismo a ultranza y la falsa consciencia del auto-engendramiento (self-made man, pero también self-made woman y self-made gender) son rasgos distintivos de un estilo de vida, el American Way of Life, que ha acaparado por desventura gran parte del planeta, en función de su poder hegemónico, consolidado luego del bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki. Se ha montado con perverso ardid un optimismo mágico, que se remonta a la consolidación del EE.UU. como imperio a raíz de la Guerra Hispanoamericana de 1898. Un imperio capitalista experto en la banalización ad nauseam de la cultura, empezando con la propia riqueza y extraordinaria fuerza cultural de esa nación. Un buen ejemplo son las caricaturas de Disney y el gremio de los superhéroes (percátemonos del preponderante uso del prefijo super, que nos llega del inglés americano), así como la superchería del pop psychology.[3] A este respecto, se nos dice que hay que vencer los «pensamientos negativos» y «tener una actitud positiva ante la vida.» Se nos invita a «manejar las emociones» como se colocan y ajustan unas pilas o baterias. Se trata, en definitiva, de no querer saber nada de la compleja y angustiosa vida afectiva de la condición humana, esa «raza que tiembla», como se la nombra en la tradición budista.
No cabe duda de que estamos ante la realización del genuino American dream: el vasto «diseño tecnológico de la cultura», según lo bautizara B. F. Skinner en Beyond Freedom and Dignity (1971) y su programa neo-conductista. Y qué duda cabe que todo ello ha redundado en el gran negocio de los psicofármacos y el vasto poderío de la renovada ingeniería social de las célebres, y celebradas, compañías de Syllicon Valley. Pero, también, en la probable reelección de un mediocre psicópata, pero billonario y vociferante, para seguir presidiendo la primera potencia del mundo, con la confianza en la divina providencia, el poder abrasador del dinero y una punzante máquina de guerra. No es casual que la pandemia haya disparado, literalmente, el gran negocio de las armas en los EE.UU. Sin embargo, aunque no sea reelecto, y llegue a la presidencia un demócrata de «buen corazón», cabe preguntar si hay lugar en ese país, en medio de su acelarado proceso de descomposición y desgarrado tejido social, para los profundos cambios reales que necesita su formalismo democrático, empezando por el propio marco anacrónico de una constitución patriarcal y teocrática.
Se le pregunta al filósofo Emilio Lledó en una reciente entrevista: «P. Estamos ante un vacío de sentido, ¿cierto? Como si viviéramos inmersos en una situación de irrealidad. R. Esa es la sensación. Yo de niño viví la Guerra Civil española, vi la violencia en toda su brutal realidad, pero precisamente era eso, real. He oído las bombas estallar, he visto caer a un piloto en paracaídas, he visto el fuego de un combate aéreo en los cielos y también he percibido el olor de la muerte; eso lo he vivido yo, era la guerra, y sabíamos lo que había que hacer, ¿pero esto, qué es esto, dónde está aquí la violencia, qué es esta tranquilidad silenciosa que nos amenaza, ese peligro que no se oye, dónde está ese virus inodoro, incoloro e insípido?»
El intercambio con el filósofo se ajusta perfectamente al concepto de lo siniestro, ominoso o, como prefiero de mi parte decir, «inhóspito» (Umheimlich) de Freud. También evoca la descripción que hace Briam Stocker del Nosferatu, con unas cuantas pinceladas, en su memorable novela: «…transparent, without substance, almost a phantom…» (transparente, sin substancia, casi un fantasma). Téngase en mente que un virus no está vivo, pero se nutre de las células vivas, es un parásito de la vida. Es interesante tener en cuenta también, en este contexto parasitario, la observación que hace Marx del vampirismo en el segundo volumen de El Capital: «El Capital es trabajo muerto que, como los vampiros, vive solamente succionando el trabajo vivo, y mientras más vive, más trabajo succiona.» A lo que Franco Moretti, en un magnífico ensayo sobre la novela Drácula, añade: «As everyone knows, the vampire is dead and yet not dead, he is an Un-Dead, a ‘dead’ person who yet manages to lives thanks to the blood he socks from the living. Their strength becomes his strength. The stronger the vampire becomes, the weaker the living become.: ‘the capitalist gets rich, not, like the miser, in proportion to his personal labour, and restricted consumption, but at the same rate as he squeezes out labour-power from others…’. Like capital, Dracula is impelled towards a continuous growth, an unlimited expansion of this domain: accumulation is inherent in his nature.»[4]
El capital, al igual que el Nosferatu, es un parásito, ni del todo vivo, ni muerto del todo, y que al igual que los virus se nutre de los vivos para perpetuar su reproducción sin límites. La impresionante capacidad de los virus para hacer una réplica de su información genética (ARN) nos recuerda que estamos ante los primordiales habitantes del planeta, quizá el umbral indiscernible de la no-vida y de la vida, de lo orgánico e inorgánico. No están vivos, pero como todo lo que aparece o llega a ser, «se esfuerza [conatur], en cuanto está en sí [quantum in se est], por perseverar en su ser», según reza la fundamental proposición VI de la parte tercera de la Ética de Spinoza. La cual remite a la última proposición (XXXVI) de la primera parte: «Nada existe de cuya naturaleza no se siga algún efecto.» Sin embargo, a diferencia del vampiro y del capital, los virus preceden por mucho la historia de la condición humana. Su esfuerzo se inscribe en la lógica de lo viviente que sobrepasa, con mucho, los artificios del animal que habla.
Hay que recordar junto a Spinoza (como también junto a la ciencia física y biológica, Heráclito y el Buddha), que todos los fenómenos del universo conforman un entramado de interacciones y mutuo condicionamiento. Nada ni nadie existe en sí ni por sí mismo. No importan cuán lejanas o cercanas sean las galaxias; cuán visible, oscura o invisible, conocida o desconocida, sean la materia y la energía del universo que se contrae y expande en función de las ondas gravitacionales y la curvatura espacio-temporal: todo ello constituye una misma y única actividad, un prodigioso energetismo del que también forman parte los virus y las bacterias. Siendo así, a un virus no se le declara la guerra ni se le deja en paz. Hay que esforzarse por descifrar su estructura y funcionamiento, para no quedar cautivos de sus excesos, de su deriva multiplicadora, de su conatus o esfuerzo de perseverar.
Puesto que tenemos un cuerpo en persistente interacción con otros cuerpos, perceptibles e imperceptibles, no es posible no padecer. Pero sí es posible clarificar la mente y los padecimientos. No sé si, como suele decirse, ‘otro mundo mejor es posible’, ni siquiera si es deseable. Pero no tengo dudas de que a mayor entendimiento, menos padecimiento. Tampoco tengo dudas de que el sufrimiento no tiene fin, pero que su fuente reside en la propia mente, y no en los designios de un pecado original. Tampoco tengo dudas de que hay un cese del sufrimiento, no en un más allá paradisíaco, sino aquí y ahora, en la medida en que la mente no quede sujeta o adherida a lo que padece. De esa experiencia, que es una milenaria práctica de la sabiduría brota, según la potencia del entendimiento de cada cual en un momento dado, un regocijo que es más verdadero e intenso que cualquier alegría o tristeza pasajera.
A pesar de tanto sufrimiento se insiste con vehemencia en la codicia, la aversión, la ofuscación. De ahí que a todos los niveles, empezando por los medios de información y comunicaciones, se impongan el miedo, el odio, la inadvertencia, sin que haya posibilidad, salvo a muy pequeña escala, de abrir paso a las condiciones de un recto entendimiento de lo que acaece. Colapsados los ideales emancipatorios y revolucionarios que inauguran y culminan la modernidad con la digna pero ultrajada idea del comunismo, se vive desde las últimas décadas del pasado siglo y las primeras del presente siglo XXI, lo que propongo llamar las sociedades de la intimidación, porque sus mecanismos se adentran en intimidad de cada cual en nombre precisamente del free choice, ese eufemismo liberal que connota una paupérrima idea de la libertad. Esos mecanismos no suplantan sino que complementan el patrón, vigente todavía, de la «sociedades disciplinarias» del siglo XIX, como nos enseñó Michel Foucault, y las sofisticadas tenazas informáticas de las «sociedades de control» propias del siglo XX, que elucidara Gilles Deleuze. Las sociedades de la intimidación son el terreno para que florezcan los regímenes autocráticos, en el seno mismo de las democracias liberales. La intimidación va de la mano del secuestro mediático de las poblaciones y el embelesamiento cibernético de los consumidores de información. ¡Vaya «trans-humanidad»!, para valerme de otro cultural marketing label en boga, nacido de las promesas salvíficas de la inteligencia artificial. Así, por ejemplo, reza un mensaje de Google y su grupo DeepMind (¿o MindSuckers?): «Solve intelligence and use it to solve everything else.»
A ver si la llamada ‘inteligencia artificial’, y lo que la psicoanalista María de los Angeles Gómez ha denominado como neuromanía, pueden resolver la angustia que va de la mano de una abigarrada sexualidad que ignora la poesía y el erotismo, azuzada por la impudicia pornográfica y la hipocresía puritana. Me permito definir el término neuromanía como la obsesión pseudo-científica de explicar la «conducta humana» estrictamente en función de la estructura neuronal del cerebro, sin para nada tener en cuenta la rica complejidad de la experiencia afectiva, la dimensión libidinal y erótica de la condición humana.[5]
Se ha desatado una vida afectiva repleta de ansiedades y ensimismamiento. Prevalece una alarmante debilidad de carácter o pusilanimidad, abrumada como si fuese poco, por la espantosa incapacidad de la mayoría de la clase política de hacer lo que hay que hacer: dirigir, gobernar y ejercer el poder que se les ha confiado. Una clase política que, con pocas excepciones (mayormente mujeres), se apertrecha en la demagogia y la grandilocuencia, sea en nombre de la derecha, centro o izquierda. Posiciones que, después de todo, no son más que maneras de asentarse en la repartición del poder y sus beneficios, para complacer a los suyos y a los intereses de su clientela. Desde la amenaza atómica, el terrorismo islámico, el cambio climático hasta la pandemia del coronavirus, se extiende un amplio arco que todavía no se ha cerrado, pero que no es, ni mucho menos, un arcoiris. No es el fin del mundo, es el desgaste de un mundo socavado por su propia inmundicia.
Hay una carrera competitiva entre los Estados, las farmacéuticas y el rapaz capital financiero para aprovechar al máximo esta pandemia para cuando se vuelva a la ‘normalidad’. De tal manera que cuando las cosas van mal o muy mal, le puede ir bien y muy bien a un criterio axiomático de normalidad que depende de las acciones bursátiles y los dividendos de la plusvalía. Para no decir nada de la privatización, discriminada o indiscriminada, de los bienes públicos, en particular la educación y sanidad, cuyos efectos devastadores a penas se están empezando a ver en medio de la desolación y la catástrofe. Pienso, sin embargo, que lo que está en crisis no es solamente el capitalismo (que se suele cebar con sus ‘crisis’), sino la democracia, en todas sus vertientes ya de sobra experimentadas desde su gran invención en la Grecia antigua, su reafirmación con la Revolución francesa y las profundas transformaciones de las Revoluciones rusa, china y cubana. Hay que recordar que la palabra ‘crisis’ significa ruptura, pero también resolución, pues implica la capacidad de discernimiento. Se trata de no confundir el grano con la paja, y actuar con lucidez, perspicacia, ecuanimidad. Eso no es un ideal, es un imperativo poético, lúdico, ético y político.
Es justamente en la intimidad que lo inhóspito puede volverse habitual, incluso adictivo, como bien se sabe que sucede con las cavernas cibernéticas. Y es ahí que ha logrado enclavarse el capital para llevar a cabo su vampírica tarea. Se trata sin duda de una gran gesta usurpadora, pero estéril o infecunda, pues se nutre de la impotencia. No se puede dudar de la conveniencia y utilidad de las llamadas redes sociales, pero tampoco de la deslumbrante realidad que nos imponen sus seductoras convocatorias. Al respecto, dice Badiou: «… que las pretendidas “redes sociales” muestran una vez más que ellas son (además del hecho de que engordan a los multimillonarios del momento) un lugar de propagación de la parálisis mental fanfarrona, de los rumores fuera de control, del descubrimiento de las “novedades” antediluvianas, cuando no es más que simple oscurantismo fascista.»[6]
Hay que estar atentos con las llamadas a la normalidad, en particular cuando se habla, como se está empezando a hablar, particularmente en España, de una «nueva normalidad.» Por lo general, dicha «normalidad» no es otra que prolongación de la sistemática falsificación de lo real y la negación de las condiciones de la existencia. El nihilismo es inherente a la lógica del capital, como también lo es la corrupción estructural que engendra la plusvalía, la acumulación de capital, la institución crediticia y la privatización de lo común. El despliegue del capital consiste precisamente en hacer acopio de los deseos y subordinar a sus intereses el cúmulo de insatisfacciones que constituyen la demanda insaciable de satisfacción. Ese es el poderío del marketing. Se pretende reprimir o desalojar (uso a propósito el concepto freudiano: Verdrängung) el sufrimiento con las mil y una ofertas de burbujas analgésicas, entretenimiento y distracción. Todo el empeño parecería estar puesto en hacer perder la ocasión de reconocer lo ineludible del dolor, el malestar, la insatisfacción. Todo lo opuesto, por ejemplo, al Teatro en la antigüedad, sea en Grecia, la India, China o Japón, cuya función era, no sólo catártica, como enseña Aristóteles, sino propedéutica, es decir, una enseñanza preparatoria para lidiar con la dura prueba de la existencia. El capitalismo es una invención histórica, nacida de la pasión de la ignorancia, y no una mística emanación del egoísmo natural de los deseos.
Escribe Freud en ese magno libro de la sabiduría que es El malestar en la cultura: «El sufrimiento nos amenaza por tres lados: desde el propio cuerpo que, condenado a la decadencia y a la aniquilación, ni siquiera puede prescindir de los signos de alarma que representa el dolor y la angustia; del mundo exterior, capaz de encarnizarse en nosotros con fuerzas destructoras omnipotentes e implacables; de las relaciones con otros seres humanos.» Reconocer esa elemental noble verdad, como la nombra el Buddha, no implica desanimarse ni ser pesimista. Muy por el contrario: conduce al fortalecimiento del carácter, a la compenetración con las condiciones de la existencia: nacer, enfermar, envejecer, morir; pero también vivir, amar, crear, entender, despertar. El sufrimiento no tiene fin, decíamos, pero tampoco tiene principio ni algún oscuro o críptico origen primordial. La existencia no es la condena ni salvación por parte de un supremo poder omnipotente que reparte castigos y recompensas. Esas creencias son los restos de una pueril e inculta superstición, todavía preponderante por mucho entre la gente. Si hay un cese del sufrimiento, como también decíamos, es porque la mente está en condiciones de compenetrarse con las adherencias que la conducen a recrearse, incluso, en sus propios padecimientos. Es posible constatar o comprobar, cada cual por sí mismo, que la potencia del entendimiento es infinita, pues en nada difiere de la entereza del universo. La mente se forma con el cuerpo, siendo tan insondable y luminosa como la materia que mueve a su investigación.
Le preguntan a un médico de Wuhan: «¿Cuándo se volverá a la normalidad?» Y responde: «No hay fecha para la normalidad.» La respuesta es ambigua, pero oportuna. La normalidad, tal como normalmente se entiende, valga la redundancia, es lo que se nos impone como realidad, insisto. Pero lo real no se impone, se expone, como la poesía, al decir de Paul Celan. Cada día es una perla que hay que aprender a pulir, y cada momento la oportunidad de así hacerlo. No hay tiempo que perder, pero tampoco tiempo que ganar. Contraviniendo de manera radical a la lógica del capital, pero también a la teología de la culpa y de la deuda, todo está ahí, en plenitud y abundancia, sin pérdidas ni ganancias, como el gran vacío del cielo, vacío incluso de su propia vaciedad. El tiempo no es dinero, el tiempo es la fugacidad de todo lo que llega a ser y está siendo, sin antes, durante ni después. Siendo así, «sólo por el tiempo es el tiempo conquistado» (only throught time time is conquered). «La paciencia todo lo alcanza», dice la santa de Ávila. En efecto, pero ese alcance es justamente lo que hay en la inmensidad de cada momento de vida, en cada hálito vital de la respiración. Lavarse las manos, no una sola vez como Pilatos, sino cuántas veces haga falta para purificar la mente, pues la cárcel de la mente no es el cuerpo, son los propios pensamientos. Y mantener la distancia, no sólo para no contagiarse, sino para entender lo real de lo que se experimenta, y no sólo la realidad que se alucina.
____________
[1] He desarrollado este asunto en el primer volumen de la Estética del pensamiento, El drama de la escritura filosófica (1998/2019) y, en el contexto de la creación poética, en ensayos ya publicados sobre Luis Palés Matos, Francisco Matos Paoli y José María Lima, así como en el libro La significación del lenguaje poético (2012).
[2] https://lavoragine.net/covid19-virus-era-neoliberal/
[3]Véase https://elpais.com/cultura/2017/09/27/.
[4] Cito de la edición de Dracula en Norton Critical Edition. New York/London: 1997. He abundado en este asunto en la segunda parte del libro La danza en el laberinto. Madrid, Editorial Fundamentos, 2003.
[5] Sobre el punto de la oscura complicidad del puritanismo y la pornografía se ha expresado con lucidez Elisabeth Roudinesco. Véase la destacada obra El psicoanálisis, una experiencia por venir (María de los Angeles Gómez/Wanda E. Ramoso Baquero, coordinadoras). Madrid, Editorial Fundamentos, 2015. En cuanto a la neuromanía, se trata de un aspecto de lo que puede pensarse como el acelerado desgaste de función simbólica del lenguaje y de la genérica des-erotización de los lazos sociales que lleva a cabo el discurso capitalista, como también sostiene la Dra. Gómez, siguiendo la enseñanza de Lacan (Rostros de la perversión en tiempos del capitalismo; “Sexualidad ¿es?. Actas de los Coloquio XLII y XLIII del Taller del Discurso Analítico, San Juan de Puerto Rico, 2019).
[6] Sopa-de-Wuhan-ASPO. Pensamiento contemporáneo en tiempos de pandemia (2020), pág. 78.