Los derechos culturales: crisis, retos y resistencias
Me propongo examinar qué queremos decir cuando hablamos de derechos culturales, qué relación tienen con el disfrute de otros derechos y con la participación ciudadana, cómo quedan afectados por las crisis en las que estamos sumergidos y qué opciones tenemos para enfrentar los retos que surgen de la situación presente.
Los derechos culturales
La noción de derechos culturales nos permite mirar el fenómeno de la cultura desde la perspectiva de los derechos humanos. Por supuesto, hay otras miradas desde las cuales examinar la cultura, como la antropológica, la sociológica, la filosófica, la de la estética, entre otras, que han sido las más acostumbradas. Abordarla, sin embargo, desde el punto de vista de los derechos humanos nos facilita resaltar aspectos de la dimensión cultural de las sociedades y del mundo que de otra forma podrían permanecer invisibles. Nos provee, además, criterios de evaluación de las dinámicas de los grupos, los estados y la comunidad internacional en torno a las prácticas, relaciones y aspiraciones vinculadas a la actividad cultural y sus repercusiones. De ahí su importancia. Echemos una ojeada, pues, a los derechos culturales como derechos humanos.
En el ámbito internacional ha solido hablarse de varias generaciones de derechos humanos: los de la primera generación son los llamados derechos civiles y políticos (como la libertad de expresión o el derecho al voto); los de la segunda, son los calificados como derechos sociales, económicos y culturales (como el derecho a la educación y al trabajo); los de la tercera generación incluyen ciertos derechos colectivos, como el derecho a la paz, el derecho a un medioambiente sano y el derecho al desarrollo. Ya comienza a hablarse también de una cuarta generación que incluye los derechos relacionados con los asuntos de género y los atinentes a determinados grupos especialmente vulnerables como los niños y las niñas, los seres humanos con diversidad funcional, los pueblos autóctonos y las personas migrantes, entre otros.
A pesar de los esfuerzos de la UNESCO desde la década de 1970 de adelantar el reconocimiento efectivo de un derecho general a la cultura y de promover la adopción de políticas y legislación cultural adecuadas a través del mundo, hasta hace poco los derechos culturales habían sido tratados como los patitos feos – para hacer alusión a un famoso cuento — del grupo de derechos humanos de la segunda generación. Se ha dado mayor relevancia a los derechos civiles y políticos, por un lado, y a los económicos y sociales, por el otro. De hecho, tanto en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 como en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, de 1966, se hace reconocimiento expreso solo de un reducido número de derechos culturales. No es extraño, pues, que, como norma general, éstos recibieran menos atención de parte de los organismos internacionales y escasa elaboración teórica y doctrinal de parte de los expertos. Esta situación ha comenzado a cambiar en los albores del siglo XXI.
Debido a una intensa actividad de promoción se han aprobado diversos instrumentos internacionales que han ampliado sustancialmente el ámbito de los derechos culturales. Valga mencionar, entre otras, la Declaración Universal de la UNESCO sobre la Diversidad Cultural de 2001, la Convención sobre la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial de 2003, la Convención sobre la Protección y Promoción de la Diversidad de las Expresiones Culturales de 2005, el Artículo 30 de la Convención sobre la Protección de los Derechos de las Personas con Discapacidad de 2006 y la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas de 2007. Tres antecedentes valiosos a nivel internacional fueron la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Racial de 1965, la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer de 1979 y la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño y de la Niña de 1989, y otro, a nivel regional, la Carta Africana sobre los Derechos Humanos y de los Pueblos de 1981. Por otro lado, un buen número de constituciones recientes han incorporado en sus textos referencias específicas a los derechos culturales, como las constituciones de Bolivia, Ecuador y Colombia y la Carta de Derechos y Libertades de Canadá.
Algunos estados han aprobado políticas nacionales o leyes generales sobre la cultura y los derechos culturales, como son los casos de Costa Rica en 2014 y México en 2017. Otros no tienen leyes generales, pero sí abundante legislación sectorial dispersa que regula por separado aspectos como el patrimonio histórico, el sector del libro, las bibliotecas, los museos, los archivos, el sector del cine y audiovisual y las artes musicales y escénicas. Puerto Rico puede ubicarse en esta última categoría. En el 2009 el Consejo de Derechos Humanos de la ONU dio un paso muy significativo en este renglón al crear el cargo de “Experta independiente en la esfera de los derechos culturales”, a la que le fue conferida en 2012 el estatus de Relatora Especial sobre los derechos culturales. Las dos titulares sucesivas del mandato, la socióloga y feminista paquistaní Farida Shaheed y la profesora de Derecho de origen argelino Karima Bennoune, han rendido informes valiosos que han adelantado sustancialmente el entendido actual del carácter y alcance de los derechos culturales y su relación con los demás derechos humanos. De todas estas fuentes se nutre la caracterización sintética de esos derechos que formulo en esta conferencia.
Antes de proceder debo aclarar que los entendidos contemporáneos sobre los derechos culturales toman como punto de partida una concepción muy amplia de la cultura. No se le restringe a las actividades relacionadas con la producción artística o literaria, aunque las incluye, por supuesto. Así, por ejemplo, la Declaración de Friburgo de 2007 sobre los derechos culturales dispone:
El término «cultura» abarca los valores, las creencias, las convicciones, los idiomas, los saberes y las artes, las tradiciones, instituciones y modos de vida por medio de los cuales una persona o un grupo expresa su humanidad y los significados que da a su existencia y a su desarrollo.
En el Preámbulo de la Declaración Universal sobre la Diversidad Cultural se señala que se debe considerar por cultura:
el conjunto de los rasgos distintivos espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan a una sociedad o un grupo social y que abarca, además de las artes y las letras, los modos de vida, las maneras de vivir juntos, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias.
Y el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de la ONU advierte que, a los efectos del Pacto Internacional que recoge esos derechos, la cultura comprende, entre otras cosas, “las formas de vida, el lenguaje, la literatura escrita y oral, la música, las canciones, la comunicación no verbal, los sistemas de religión y de creencias, los ritos y las ceremonias, los deportes y juegos, los métodos de producción o la tecnología, el entorno natural y el producido por el ser humano, la comida, el vestido y la vivienda, así como las artes, costumbres y tradiciones, por los cuales individuos, grupos y comunidades expresan su humanidad y el sentido que dan a su existencia, y configuran una visión del mundo que representa su encuentro con las fuerzas externas que afectan sus vidas”.
Los derechos culturales se refieren a todo eso.
Al igual que todos los demás derechos humanos, en el discurso contemporáneo sobre ese amplio tema los derechos culturales guardan una conexión íntima con el concepto de la dignidad humana. Al decir de la citada Declaración de Friburgo, los derechos culturales son “expresión y exigencia de la dignidad humana”, o, dicho de otra forma, constituyen la manifestación del respeto a la dignidad de los seres humanos en la esfera de la cultura. Tienen también una relación profunda con las múltiples identidades que definen a las personas y a las colectividades.
Aquí conviene hacer una segunda aclaración. Las referencias a las llamadas generaciones de derechos humanos han ido perdiendo sentido. Tuvo mucho que ver con ello la Declaración y Programa de Acción de la Conferencia Mundial de Derechos Humanos celebrada en Viena en 1993, que se considera un hito de suma importancia en el movimiento de derechos humanos. Allí se proclamó que todos los derechos humanos son “indivisibles e interdependientes y se relacionan entre sí”. Varias convenciones posteriores han reafirmado este principio. Ello significa, en primer lugar, que todos los derechos humanos se relacionan entre sí y, en segundo lugar, que no se debe dar prioridad a unos derechos sobre otros, ni menoscabar unos por adelantar otros. No se deben preterir los derechos económicos, sociales y culturales en beneficio de los civiles y políticos. Ni se debe soslayar estos últimos, para preferir los primeros. Es decir, los llamados derechos culturales guardan estrecha relación con los demás derechos: con los civiles, políticos, económicos y sociales y también con los de cuño más reciente.
Es por ello que no se pueden analizar los derechos culturales de forma aislada sin vincularlos con temas como el derecho a la libertad de expresión, a la información, a la asociación, a la participación política, incluso a la vivienda, al trabajo, a la salud y al desarrollo y mucho menos sin conectarlos con el derecho a la igualdad y a no ser objeto de discriminación. Todos esos derechos están, de alguna forma, imbricados con los llamados derechos culturales. Por ejemplo, un derecho como el derecho a la educación, que solía tenerse como uno de los derechos sociales fundamentales, es también un derecho cultural en sí mismo por su vínculo con el desarrollo de capacidades necesarias para la creación cultural y el adelanto científico. Más aun, numerosos expertos han propuesto que todos los derechos humanos tienen una dimensión cultural que debe incluirse en los análisis del alcance de los derechos culturales propiamente dichos.
A la luz de los pactos, declaraciones, convenciones e informes de los organismos internacionales, de las opiniones de los expertos y de otra literatura pertinente, hoy podemos considerar derechos culturales reconocidos, entre otros, los siguientes (la lista no es exhaustiva). Los primeros cinco que mencionaré se encuentran dispuestos expresamente en el Artículo 27 de la Declaración Universal de Derechos Humanos y en el Artículo 15 del Pacto Internacional de Derechos Económicos Sociales y Culturales. El resto proviene de otras fuentes. Voy a ir enumerándolos.
El primero es el derecho a participar en la vida cultural. Éste, a su vez, se desdobla en tres principales componentes interrelacionados: (a) la participación en todos los aspectos de la vida cultural; (b) el acceso a ella y (c) la contribución a la cultura por diversos medios y formas. Este derecho incluye, además, el derecho a no participar. La decisión de participar o no en la vida cultural de la comunidad debe estar en manos del sujeto del derecho y no del estado. En el ámbito de este derecho a participar en la vida cultural de la comunidad cobran especial pertinencia los derechos a la educación, a la información, a la libertad de expresión y a la asociación. Pues sin ellos, la participación efectiva en la vida cultural sería poco menos que imposible.
El segundo es el derecho a gozar de las artes, que no necesita mayor explicación.
El tercero es el derecho a disfrutar de los beneficios del progreso científico y sus aplicaciones. Noten la inclusión del derecho a participar en el progreso científico entre los derechos culturales básicos, asunto que suele pasarse por alto en las discusiones sobre la cultura. Este derecho incluye el acceso a la tecnología como medio para desenvolverse adecuadamente en la vida política, económica, social y cultural y para satisfacer necesidades básicas de salud, educación, trabajo y entretenimiento. Como la ciencia y la tecnología afectan todos los aspectos de la vida personal y colectiva, este derecho tendrá tangencia con prácticamente todos los demás derechos humanos. Cobra aquí particular importancia la llamada brecha digital – por razones económicas o generacionales. El acceso al mundo virtual tiene que verse como otro escenario de reivindicaciones de los derechos culturales y del ejercicio pleno de la ciudadanía.
En cuarto lugar se ha reconocido el derecho de toda persona a la protección de los intereses morales y materiales que le correspondan por razón de las producciones científicas, literarias o artísticas de que sea autora. Se consagran, pues, los derechos de propiedad intelectual y los derechos morales de autor como derechos culturales.
Quinto: La libertad de investigación científica y de creación artística. Este derecho también tiene vínculos directos con las libertades de expresión y asociación y el derecho a la educación.
Sexto: El derecho a procurar, recibir e impartir información e ideas de todo tipo por cualquier medio que se elija.
Séptimo: El derecho a la educación. Como he dicho ya, en otros momentos este derecho se contaba conceptualmente entre los derechos sociales. Pero ya varios instrumentos internacionales lo colocan directamente entre los derechos culturales.
En lo que se refiere al género, se ha reconocido el derecho de las mujeres y de las personas de orientaciones sexuales e identidades de género diversas a rechazar determinadas prácticas culturales que las oprimen y a participar en la redefinición y transformación de esas y otras prácticas tradicionales. También debe respetarse el derecho de las mujeres a representar a sus comunidades y a la igualdad en la contribución a la vida cultural libres de prejuicios, estereotipos y otras formas de discriminación. Estos derechos parten de la premisa de que las culturas pueden tener y tienen aspectos opresivos a los que es legítimo oponerse y tratar de superarlos. En otras palabras, no debe llegarse a una idealización tal de la cultura que la convierta en esfera intocable exenta de críticas y esfuerzos de transformación.
Tampoco debe equipararse la noción de derechos culturales con un cierto relativismo cultural que utiliza la cultura como excusa para todo tipo de prácticas excluyentes y opresivas. No puedo dejar de pensar en aquellos políticos puertorriqueños de principios del siglo 20 que les negaban a las mujeres el derecho al voto basándose en el argumento de que eso sería contrario a la cultura puertorriqueña. Ni en los intentos, en pleno siglo 21, de reprimir la expresión de orientaciones sexuales e identidades de género diversas basándose en alegados valores culturales. Ni en el proyecto para un nuevo Código Civil que hoy se discute en el país que incluye propuestas como la de permitir que maridos, familiares, ministros y otras personas interesadas soliciten la declaración de incapacidad de aquellas mujeres embarazadas que consuman drogas, tabaco o alcohol, basándose en visiones sobre las mujeres como meros vehículos reproductores. Esos son solo algunos ejemplos. En este sentido los derechos culturales deben concebirse como instrumentos de crítica que operen al interior de las propias culturas. De ahí su potencial transformador.
En el ámbito de las industrias culturales, en su informe más reciente, de marzo de 2018, la Relatora Especial ha llamado la atención al derecho de las personas, especialmente de las mujeres, a vivir libres del acoso y la violencia sexual de todo tipo en sus ambientes laborales, asunto que, como sabemos, ha adquirido prominencia mundial luego de revelados los escándalos de Hollywood y otros espacios en el mundo del entretenimiento y la producción cultural. Lo mismo puede decirse del ámbito educativo, como atestiguan las marchas y ocupaciones de instalaciones educativas de las estudiantes chilenas para protestar por el acoso sexual del que son objeto en sus planteles ante la indiferencia de las autoridades correspondientes. Puerto Rico, por supuesto, no es la excepción a estos fenómenos globales.
En noveno lugar, se ha reconocido la relación entre los derechos culturales y el derecho al ocio y al descanso consagrado en el Artículo 24 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Observando la importancia del tiempo disponible para que toda persona pueda participar en la vida cultural, la Relatora Especial de la ONU considera que esa disposición merece atención particular. En este sentido, las reformas laborales que pretenden acortar el tiempo libre de los trabajadores y trabajadoras pueden constituir un obstáculo al disfrute de los derechos culturales.
Décimo: El derecho de acceso al patrimonio cultural material e inmaterial sin distinción de personas. Debe señalarse aquí que la Convención de la UNESCO sobre la protección y la promoción de la diversidad de las expresiones culturales proclama en su Preámbulo que las actividades y servicios culturales tienen valor tanto económico como cultural y que, por lo tanto, no debe tratárseles solo como un valor comercial. Esto tiene particular importancia en los tiempos de crisis económica. En su artículo I, la Convención subraya, además, el vínculo entre la cultura y el desarrollo. No se puede concebir el desarrollo sin la incorporación de las consideraciones culturales de rigor.
Se han articulado también una serie de derechos relacionados con la protección de la diversidad cultural, a la que se concibe como patrimonio cultural de la humanidad. Se considera patrimonio cultural de la humanidad el hecho de que haya diversidad cultural. En la Declaración Universal sobre la Diversidad Cultural de 2001, la UNESCO proclama que la diversidad cultural es inseparable del respeto a la dignidad de la persona humana. De ahí que varios instrumentos reconozcan los derechos de las minorías nacionales, raciales, étnicas, religiosas y lingüísticas, de los pueblos autóctonos y de las y los trabajadores migrantes en relación con una gran variedad de asuntos tales como la identidad, el idioma, los sistemas de creencias, tradiciones y costumbres, la participación en la vida cultural, la educación y el patrimonio cultural. Los derechos culturales, afirma la UNESCO, son necesarios para mantener la diversidad cultural en el mundo así como al interior de las propias comunidades nacionales y regionales.
La Declaración mencionada hace referencia, en este sentido, a los derechos a expresarse, crear y difundir obras en la lengua que se desee y en particular en la lengua materna; a tener acceso a una educación de calidad que respete plenamente la identidad cultural de las personas; a participar en la vida cultural que se elija; y a conformarse a las prácticas de la propia cultura, si ese es el deseo de la persona concernida. Por respeto a la diversidad cultural se debe promover la libre circulación de ideas mediante la palabra y la imagen; permitir que todas las culturas se expresen y se den a conocer; proteger la lengua propia a la vez que se auspicia la diversidad lingüística; propiciar la “alfabetización digital”; apreciar los conocimientos tradicionales y garantizar el derecho público de acceso a la cultura conciliándolo con los derechos de autor.
De particular interés resulta lo dispuesto en el Artículo 30 de la Convención sobre los derechos de las personas con diversidad funcional. Ahí se insta a los estados parte a promover el que esas personas puedan participar en la vida cultural adoptando, entre otras, medidas para que tengan acceso a material cultural así como a programas de televisión, películas, teatro y otras actividades culturales en formatos accesibles y acceso a lugares en donde se ofrezcan representaciones o servicios culturales, como museos, cines, bibliotecas, monumentos y otros. También deben procurar los estados que las personas con diversidad funcional puedan desarrollar su potencial creativo; que las leyes de propiedad intelectual no constituyan una barrera excesiva o discriminatoria para su acceso a materiales culturales; que obtengan el reconocimiento y el apoyo de su identidad cultural y lingüística específica, incluidas la lengua de señas y la cultura de los sordos; y que puedan participar adecuadamente en actividades turísticas, recreativas, deportivas y de esparcimiento.
Los derechos culturales no pueden percibirse solamente como derechos individuales. Son también derechos colectivos. Ello lo atestigua el énfasis reciente en los derechos de los pueblos indígenas y de las minorías raciales, étnicas, lingüísticas y religiosas. Pero ya desde sus comienzos, en la segunda posguerra del siglo pasado, hacía su aparición en el discurso contemporáneo de los derechos humanos la noción de los derechos culturales como derechos colectivos.
El ejemplo más sobresaliente es el derecho a la autodeterminación de los pueblos. No es casualidad que tanto el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos como el Pacto Internacional de Derechos Sociales, Económicos y Culturales comiencen con una referencia expresa a ese derecho. Así, el artículo 1 de ambos pactos internacionales reza:
Todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación. En virtud de este derecho establecen libremente su condición política y proveen asimismo a su desarrollo económico, social y cultural.
Es decir, todos los pueblos tienen derecho a determinar libremente su desarrollo cultural. Según la normativa internacional pertinente, este es un derecho que no se extingue. Su ejercicio es de naturaleza continua. Ha de ejercerse todos los días.
En el caso de Puerto Rico, las implicaciones son evidentes. Pero hay una que quiero recalcar en el día de hoy. Me refiero a la insistencia sostenida del gobierno de los Estados Unidos de vedarle al pueblo de Puerto Rico su participación efectiva en importantes organismos internacionales de promoción de la educación, la ciencia y la cultura, como es la UNESCO, por ejemplo. En el contexto particular de nuestro país, ello constituye la violación de un derecho cultural colectivo fundamental con irradiaciones políticas de gran envergadura. Se trata del cercenamiento de nuestra capacidad para el pleno ejercicio de nuestra ciudadanía regional y global.
Los derechos culturales han adquirido también una dimensión transnacional. De ahí que la Conferencia General de la UNESCO, en su 33a reunión, celebrada en París en octubre de 2005, incluyera en la Convención sobre la protección y la promoción de la diversidad de las expresiones culturales, aprobada en esa ocasión, un artículo en el que insta a los estados parte a tomar medidas para que sus poblaciones puedan disfrutar de acceso equitativo a las diversas expresiones culturales procedentes de su territorio y de los demás países del mundo. Ello sugiere, pues, la existencia de un sujeto transnacional que tiene derecho a participar en los procesos de producción, transformación, circulación y disfrute de los productos culturales que rebasan las fronteras nacionales. Según la UNESCO, hay, pues, un derecho a gozar de la cultura que se produce en otros lugares del mundo.
Esta relación de derechos culturales no es exhaustiva. Por otro lado, los instrumentos existentes y las interpretaciones autorizadas de los diversos organismos internacionales conciben los derechos culturales como expectativas o aspiraciones dinámicas, en constante flujo, sujetas a desarrollos posteriores al calor de las luchas y los reclamos de los diversos grupos y comunidades locales, nacionales, regionales y globales. Los derechos culturales son, pues, un proyecto en construcción continua.
Derechos culturales y ciudadanía
Ya que he mencionado el tema de la ciudadanía, quisiera decir algo sobre su relación con los derechos culturales. Al referirme a la ciudadanía, distingo entre el concepto que se utiliza para aludir a la condición jurídica de una persona como miembro de una determinada colectividad política, en contraposición con la condición de extranjero – por ejemplo, cuando se dice que alguien es ciudadano estadounidense o argentino o colombiano – y la categoría más amplia que se utiliza en las ciencias políticas, la sociología y los estudios culturales para nombrar el conjunto de condiciones materiales, institucionales y culturales que hacen posible la participación plena y efectiva de una persona –independientemente de su origen– en una determinada comunidad. Entendida la ciudadanía de esta forma más expansiva, es fácil ver que hay una relación recíproca entre ciudadanía y derechos culturales.
En primer lugar, la condición de ciudadana o ciudadano pleno implica el reconocimiento de los derechos culturales para todos y todas, de la misma forma que exige el reconocimiento de los derechos civiles, políticos, sociales y económicos. No puede considerarse ciudadana plena quien se ve excluida de su participación en esa dimensión de la vida colectiva que es la cultura. En segundo lugar, el pleno disfrute de los derechos culturales hace posible la participación efectiva en los asuntos de la colectividad, es decir, el pleno ejercicio de la ciudadanía. Para entender esto hay que comprender lo que el acceso a la cultura hace posible. Entre sus beneficios se encuentran: un mejor entendimiento del mundo y de los problemas humanos; el desarrollo de capacidades críticas; el estímulo del espíritu creativo y la iniciativa propia; una mayor conciencia del valor de las creaciones ajenas; el desarrollo de la sensibilidad; mayores y mejores destrezas de comunicación; un aporte importante al desarrollo sostenible, en la medida en que las creaciones culturales tienen valor económico; y, por último, la oportunidad para forjar y expresar identidades, valores y significados. Todas esas son condiciones propicias para el ejercicio de los derechos y deberes ciudadanos. En otras palabras, la participación en la vida cultural es otro modo de fortalecer la actuación cívica y política.
Debe recordarse, en tercer lugar, que las creaciones culturales pueden ser en sí mismas medios de participación política. En el caso de Puerto Rico, basta recordar la pléyade de obras artísticas, en la literatura, la música, el baile, el cine, las artes visuales (incluido el graffitti), la escultura y la artesanía que han sido parte de los torrentes de activismo relacionados con los reclamos de descolonización del país, la lucha de Vieques, el movimiento contra las minas, los derechos de la mujer, las causas ambientales, los derechos de las personas de orientaciones sexuales e identidades de género diversas y la liberación de presos políticos, por mencionar algunos. Globalmente, hay que destacar el sinnúmero de eventos musicales y de otra índole dirigidos a llamar la atención contra el Apartheid en Sud-‐África, los estragos del SIDA y las más diversas crisis humanitarias. Debe añadirse la creación de organizaciones como Músicos Sin Fronteras o el uso del arte por organismos como Amnistía Internacional para apoyar sus causas regionales y mundiales. Se trata en todos esos casos del ejercicio de la ciudadanía local, nacional, regional y global a través de la cultura. Estamos, en otras palabras, ante la creación y difusión cultural como una dimensión de la lucha social y política. Todo eso es parte de lo que la idea de los derechos culturales pretende cobijar.
Obstáculos, retos y resistencias
A pesar del impresionante desarrollo normativo descrito, especialmente en el ámbito del derecho internacional, la efectividad de los derechos culturales enfrenta numerosos obstáculos y retos a nivel global, regional, nacional y local. Entre ellos se encuentran la persistencia del colonialismo en sus diversas formas y los recurrentes conflictos bélicos que conducen a la destrucción masiva del patrimonio cultural, las limpiezas étnicas y religiosas y la migración forzada de comunidades y pueblos enteros. También constituyen retos los gobiernos dictatoriales y autoritarios, las crisis económicas y los desastres naturales que expulsan a cientos de miles de personas de sus países de origen para lanzarlos a contextos culturales diferentes y, en muchos casos, hostiles. Igualmente lo son las ideologías de supremacía racial, étnica o cultural; el integrismo religioso en todas sus modalidades; la xenofobia y las políticas inmigratorias restrictivas y abusivas; y las estructuras, prácticas, prejuicios y estereotipos basados en el género o en la identidad sexual. Obstáculos son además la excesiva mercantilización de los bienes y servicios culturales, que unida a los altos niveles de desigualdad y pobreza prevalecientes en el mundo excluyen de los beneficios de la educación, la ciencia y la actividad artística a millones de personas; así como otros fenómenos estructurales e históricos que reproducen la marginación y la vulnerabilidad social, que, a su vez, repercuten en la cultura.
Puerto Rico, al igual que otros lugares del mundo, se ve afectado por una buena dosis de esos fenómenos mundiales. Pero también ha padecido sus propios obstáculos y retos. Además, las carencias y problemas que hemos arrastrado históricamente se han agudizado con la crisis económica y fiscal que nos abruma desde hace más de una década, la creación de la Junta de Control Fiscal, las medidas de austeridad que nos han impuesto y pretenden seguir imponiéndonos y los efectos de los huracanes Irma y María, desarrollos todos que han añadido nuevas dimensiones a las dificultades que enfrentamos en el reclamo y disfrute de nuestros derechos culturales.
Mencionemos algunos ejemplos, sin agotar la lista.
Nuestra falta de soberanía nos impide adherirnos a los múltiples tratados y convenios de derechos humanos, incluidos los referentes a los derechos culturales. Dependemos de que Estados Unidos decida adoptarlos. Pero, como sabemos, ese país ha rehusado acceder a la mayor parte de los tratados internacionales de derechos humanos. Siete particularmente pertinentes a nuestro tema, que EEUU no ha ratificado, son el Pacto Internacional de Derechos Sociales, Económicos y Culturales, la Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural e Inmaterial, la Convención sobre la Protección y la Promoción de la Diversidad de las Expresiones Culturales, la Convención para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Contra la Mujer, la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad y la Convención Internacional de los Derechos del Niño y de la Niña. Esta última, la de los derechos de los niños y niñas, que contiene importantes referencias a temas culturales, no ha sido ratificada por solo tres países en el mundo: Somalia, Sudán del Sur y Estados Unidos de América.
En cuanto a las crisis recientes, uno de los impactos más brutales lo ha recibido la Universidad de Puerto Rico. El recorte de cientos de millones de dólares a su presupuesto, los aumentos a los costos de matrícula y las medidas tomadas para absorber la austeridad impuesta, con sus efectos sobre la docencia, la investigación y el servicio a la comunidad, empieza a debilitar el proyecto cultural de mayor envergadura emprendido por el pueblo de Puerto Rico en el pasado siglo. Están por verse, además, los efectos en la educación pre-universitaria de los cierres masivos de escuelas y las reformas propuestas al sistema por el presente gobierno. Los recortes fiscales han tocado ya a otras instituciones culturales clave como el Instituto de Cultura, el Centro de Bellas Artes, el Conservatorio de Música, la Escuela de Artes Plásticas y la Corporación de Puerto Rico para la Difusión Pública. Los planes de reorganización sugeridos para estos organismos llevaron hace unos meses al Director de la Academia Puertorriqueña de la Lengua Española, el Dr. José Luis Vega, a preguntarse: “¿qué sucederá con el patrimonio cultural tangible e intangible del pueblo puertorriqueño: los edificios emblemáticos, hoy en ruinas, o cerrados; los teatros utilizados a medias, la invaluable colección de arte del ICP, hoy guardada; la memoria histórica atesorada en el archivo histórico, hoy en riesgo? ¿Se privatizarán estos bienes, se transferirán a entidades o privadas o cuasi privadas?” Por su parte, los alcaldes han denunciado la eliminación de donativos a los municipios para actividades culturales y deportivas. Los artesanos han lamentado la devastación sufrida en sus talleres y materiales de trabajo a causa del Huracán María. En fin, la actividad cultural del país se ve amenazada tanto por problemas endémicos como por las crisis actuales.
Habrá que ver también la relevancia que tomen las reivindicaciones de derechos culturales por parte de la creciente diáspora puertorriqueña en los Estados Unidos. ¿Hasta dónde se protegerá su lengua materna, sus tradiciones, sus costumbres, sus producciones culturales? Por ejemplo, en días recientes la prensa ha informado que grupos de la comunidad puertorriqueña en Florida han tenido que acudir a los tribunales para que se les provea el material electoral de ese estado en el idioma español. Es previsible que si Puerto Rico se convirtiera en un estado más de Estados Unidos o permaneciera de otra forma vinculado a ese país, las demandas de derechos culturales de nuestra población se agudizarán y adquirirán nuevas dimensiones.
A pesar de ello, y quizás por todo ello, propongo que la noción de los derechos culturales constituye un instrumento poderoso para formular exigencias y requerir transformaciones. Algunos de esos requerimientos quizás se articulaban de otro modo en el pasado. Otros han de responder a las circunstancias producidas por los nuevos intercambios globales, la proliferación de tecnologías hasta ahora inéditas, los cambios demográficos en nuestro país y en el exterior, las exigencias de las prácticas y relaciones emergidas de condiciones nuevas y la impostergable necesidad de tomar decisiones sobre nuestro futuro político, económico, social y cultural y sobre nuestro lugar en el mundo. Los reclamos de derechos culturales, con todos sus retos y obstáculos, además de contribuir a la conservación de valores importantes, constituyen también un modo de organizar resistencias, exigir cambios y forjar las comunidades en las que queremos vivir.
** Nota del autor: Felicito a la Cátedra UNESCO de Educación para la Paz en la celebración de su vigésimo (y ya casi su vigésimo primer) aniversario y le agradezco su gentil invitación a dictar esta conferencia como parte de sus actos conmemorativos.