Los ojos cerrados
“Le sommeil est plein de miracles!”, gritaba con tinta el poeta Charles Baudelaire en uno de los poemas de Las flores del mal (1857). Al subrayar la importancia en el acto de dormir –le sommeil– por encima de su resultado, el sueño –le rêve–, Baudelaire asimilaba la figura del poeta, y del artista en general, a la del durmiente. Dormir y trabajar debían ser una misma cosa: así se explica que otro poeta, Saint Pol-Roux, llevase al límite aquella declaración de principios colocando el letrero “el poeta está trabajando” sobre la puerta de su dormitorio.
Estos pensamientos venían a mi memoria paseando por las salas de la Fundación Mapfre en Madrid, donde se muestran en estos días las obras del francés Odilon Redon (1840-1916), artista marginado durante muchas décadas y de completa actualidad tras la colosal antológica organizada en el Grand Palais de París en 2011. En una época –la segunda mitad del siglo XIX– llena de luces y de sombras, de revolución industrial y de imperialismo colonial, de tensiones sociales y de la adopción de la ciencia como nueva religión, Redon formó parte de una legión de artistas que se alejó del materialismo y del positivismo reinantes para replegarse en el pasado –la tradición musical, artística y literaria– y en su propia vida interior –lo onírico, lo pulsional, lo oculto, lo espiritual en el sentido amplio de la palabra–, separándose con ello de las tendencias de la modernidad apuntaladas por el Realismo y por el impresionismo pictóricos. Todo esto empezaron a experimentarlo antes de que Sigmund Freud explorase con el lenguaje y los sueños el ignoto reino del inconsciente, pero su audacia solo obtuvo el silencio por respuesta. Debieron esperar algunas décadas hasta que André Breton los trajo a la actualidad como surrealistas avant la lettre, inspirando a su vez obras visuales algo tópicas:
Una de las obras donde Redon mejor describe los poderes del sommeil baudeleriano se titula Los ojos cerrados (1890, véase arriba). Si bien tomó como referente el rostro de su esposa –Camille Redon– para el motivo principal, evoca así mismo el Esclavo moribundo de Miguel Ángel, que siempre le fascinó por su actitud enigmática, ensoñadora y mortal. El rostro algo andrógino representa, sobre todo, un espejo en el que su autor se mira, a fin de mostrarnos cuál es su estado mental mientras componía unas imágenes habitadas por seres fantásticos, terroríficos, alienígenas. Todo ello sin alejarse, paradójicamente, de la observación de la naturaleza; según afirmaba en 1894, su misión había sido la de “hacer vivir humanamente seres inverosímiles, según las leyes de lo verosímil, poniendo, en la medida de lo posible, la lógica de lo visible al servicio de lo invisible”.
Resulta difícil establecer esta lógica al observar las obras inspiradas en el universo literario de Edgar Allan Poe, fértil semilla para la imaginación simbolista. Pero no nos llevemos a engaño: ese “visible” al que se refiere Redon está motivado por unos ojos que no miran a la luz exterior, sino al destello interior. Unos ojos que, además, no se contentan con observar el mundo tanto como alcanza la vista, sino que escudriñan el infinito de lo lejano con el telescopio y el infinito de lo cercano con el microscopio.Paraísos artificiales.
Desde mediados del siglo XIX, el mundo que podía alcanzarse a ver con los ojos no complacía a los individuos aquejados de hiperestesia, afección del espíritu basada en una sensibilidad excesiva combinada en ocasiones con una profunda tristeza por el tiempo perdido. En París, por ejemplo, Napoleón III y su prefecto Eugène Haussmann se estaban llevando por delante el entramado histórico de la ciudad: a diario se demolían decenas de inmuebles y se destruían una tras otra las calles que habían conformado el universo urbano descrito magistralmente por Honoré de Balzac y Victor Hugo. Además de borrar las huellas del pasado, por los anchos bulevares comenzaban a circular cada vez más deprisa los ómnibus con caballos y los trolebuses mecánicos; el humo que desprendían los vehículos de transporte y las fábricas tornaba el aire en un desagradable fluido grisáceo, y la propia vida en la ciudad resultaba alienante debido a la progresiva comodificación del tiempo laboral y del tiempo de ocio.
Todas estas transformaciones, unidas al gusto discutible de la burguesía en el poder, explican el repliegue de ciertos artistas y escritores hacia sí mismos, recluidos en sus domicilios como si fueran paraísos artificiales. Esto lo reflejó perfectamente el escritor Joris-Karl Huysmans en su novela Á rebours (1884), en la cual narra el aislamiento del protagonista, el decadente Jean des Eseintes, en su apartamento para materializar un microcosmos a la medida de sus gustos y deseos. Des Eseintes ocupa su tiempo leyendo las obras de sus autores favoritos –Petronio, Baudelaire, Verlaine, Villiers de l’Isle-Adam…– y experimentando en su invernadero con la creación de flores insólitas, enfermas, venenosas. Entre una actividad y otra, se recrea en las reproducciones de obras de arte, especialmente las de Odilon Redon, cuyas extrañas criaturas “penetran aún más profundamente en los terrores de los sueños provocados por la fiebre (…) y marcan el inicio de una categoría muy especial de lo fantástico, surgido de la enfermedad y del delirio”. Sueño y pesadilla, fiebre y delirio: los ojos cerrados.
La aparición de la adormidera en varias imágenes de Redon –como la inquietante Ojo con adormidera (1892, arriba)– incide en la inducción artificial del acto de dormir bajo el patrocinio del dios griego Hipnos, cuyos atributos eran la amapola y el cuerno de opio. La recurrencia de esta iconografía en el arte simbolista es obvia: su representación más literal, a mi juicio, puede ser la flor y el busto de la divinidad coronando certeramente el canvas del simbolista belga Fernand Khnopff, I Lock My Door Upon Myself (1891), de título tan enigmático como la mirada azul de la joven protagonista del cuadro. La popularidad de estos simbolismos fue tal que se trasladó a la cultura popular del cambio de siglo. Dorothy, la protagonista del libro de L. Frank Baum The Wonderful Wizard of Oz (1900), corre el peligro de caer en el “sueño eterno” sobre un campo de amapolas previamente emponzoñado por la Wicked Witch of the West. Que estas mismas flores adornasen las estelas funerarias en la antigua Grecia justifica, de nuevo, la continuidad temporal de una misma metáfora.
A este tipo de flores se refiere Charles Baudelaire en el título de su poemario más célebre, Las flores del mal. Y para que no quedase duda, se las ofrece agradecido en la dedicatoria del libro a su amigo poeta, Théophile Gautier, debidamente calificadas como “enfermizas”. Porque el decadentismo y el simbolismo artísticos se entregaron al mortal abrazo de las sustancias tóxicas para huir de la realidad y, de paso, para engrosar las filas del modo de vida alternativo que dio en llamarse bohemia.
Los ejemplos son muchos, pero baste recordar la adicción al opio por parte de la bande à Picasso, una práctica que habría traído graves problemas al artista español si no la hubiera abandonado algún tiempo después, conmocionado al descubrir el suicidio de su joven amigo, el alemán Wiegels, tras haber haber ingerido una alta dosis de narcóticos. Según cuenta Fernande Olivier en sus memorias, Pablo y ella invitaban al Bateau Lavoir a sus amigos más próximos –entre los cuales casi siempre se encontraban los poetas Max Jacob y Guillaume Apollinaire– para entregarse durante veladas enteras a los vapores malignos, que les hacían adoptar una actitud sonámbula similar a la de los cuadros de arlequines, mendigos, colombinas y saltimbanquis apilados en las paredes del taller. Uno de ellos, Muchacho con pipa (1905), con su mirada soñolienta, el utensilio de fumar en la mano izquierda, la guirnalda de flores sobre las sienes y los bouquets flotando caprichosos en el fondo, representa en mi opinión la actualización iconográfica del Hipnos griego por parte de Picasso.
Lo absoluto.
Flores similares a las que flotan en Muchacho con pipa sirven para enmarcar, acompañadas de vivos colores, los bustos o los cuerpos enteros de muchos personajes de composiciones de Redon. Resulta interesante comprobar cómo de forma intuitiva o inducida, este pintor y algunos otros próximos al simbolismo –como Gustav Klimt, por ejemplo– estaban anticipando la abstracción algo antes de que Vasily Kandinsky la inaugurara oficialmente en la década de 1910.
La capacidad mesmérica de las manchas informes y brillantes atrapan nuestra mirada, empleando un método similar al de los hipnotizadores de las populares ferias ambulantes. Con ello, nos aproximamos a lo insondable, a lo espiritual, por medio de un trance que, como el éxtasis en todas sus variantes, puede conducirnos a nuestra propia aniquilación. La materia se une con el espíritu, y Redon supo aprovechar todo ese caudal de referencias gracias a sus conexiones con el panteísmo, con la teosofía, con el círculo ocultista de Edmond Bailly e incluso con las religiones orientales: su magistral pastel Buda (1905-1910) está ahí para demostrarlo, mediante la comunión espiritual entre la armonía del ser divino y de la naturaleza circundante.
Dormir y soñar.
Esta comunión entre ser y naturaleza me obliga a referirme otra vez a la obra de Redon que abría este texto. La mayor parte de los especialistas afirman que el busto de Camille parece surgir triunfante desde el horizonte marino, como si fuera el sol matinal. Pero por más que pienso en esta interpretación, más se me antoja que limita su polisemia. Si la viramos idealmente unos noventa grados, se revelará, de nuevo, el interés del artista por combinar lo lejano con lo cercano, lo grande con lo pequeño. Entonces la cabeza de Camille reposará sobre un cielo que también es la almohada de su lecho; su desnudez estará arropada por un horizonte que es así mismo la sábana cobertora. Y sus ojos cerrados no estarán surcando el laberinto de su cerebro, sino que se habrán dado de bruces con todo el universo.