Mar y Sol
“Esperan de 50 mil a 100 mil hippies en festival de rock en Vega Baja.”
Así leía un titular el 29 de octubre de 1971. El concierto fue en abril de 1972, pero los periódicos empezaron a advertir a sus lectores mucho antes. La noticia no era tanto el concierto como la congregación de lo que en Puerto Rico también llamaban “pelús”. “Festival para hippies”, “Festival de hippies”, “Invasión de hippies”. Rara vez llamaban al concierto por su nombre, Mar y Sol.
Desde la derecha se oponían a Mar y Sol los que hablaban de la influencia malsana de las drogas, de “afrentas a la moral pública”, del descaro de calendarizar el concierto en Semana Santa, de hippies izquierdistas, protestones y comunistas. Desde la izquierda, otros se pronunciaban contra el festival gringo que amenazaba nuestra identidad, y criticaban a los hippies por americanizados, indisciplinados y marihuaneros. Algunos de los críticos fueron al concierto: los derechistas armados con pistolas, los izquierdistas con panfletos. “Certain Puerto Rican nationalist groups” dijo una revista, “circulated through the crowd shooting Marxist diatribes and slogans at deaf ears…[accusing the concert] of ripping off Puerto Rican culture.”
Razón tenía uno de los periódicos cuando reportó, el 2 de abril, que “por la clientela que atrae y a la que está dirigido, el concierto resulta generalmente antipático.”
Las autoridades detuvieron el concierto, porque la policía de Puerto Rico había “obtenido evidencia de que allí se venderían marihuana y otras drogas.” La “evidencia” consistía del testimonio de un solo agente encubierto a quien un personaje estadounidense, ya instalado en los predios del concierto en Vega Baja, le había dicho que tendría drogas disponibles durante el concierto. Curiosamente, la presencia de este personaje—el récord noticioso, mejor que cualquier novela, nos ha dejado sólo su apodo, “Dave el Loco”— había sido notificada a la policía justamente por los organizadores del concierto, que lo conocían como un individuo problemático que solía aparecerse en todos los eventos de esta índole.
Algunos dicen que el gobernador Ferré intervino tras bastidores. En cualquier caso, el concierto sí ocurrió, aunque con una fuerte presencia policiaca. En las fotos del concierto aparecen, inconfundibles, los agentes: musculosos, bigotudos, serios, de pelo corto, con camisas de estampados hawaianos y grandes gafas oscuras, contrastan inevitablemente con los flacos, descamisados, melenudos y sonrientes cuerpos invasores.
El 27 de marzo había ya cerca de 5,000 hippies visitantes acampando en Vega Baja y escandalizando a los residentes. El día antes del concierto había cerca de 25,000. El segundo día había 50,000 personas. Abrieron el festival las bandas locales Rubber Band y Banda del Krajo, seguidas por músicos de Estados Unidos como B.B. King y Allman Brothers Band. El segundo día tocaron Emerson, Lake and Palmer, Alice Cooper, y un Billy Joel jovencito y casi desconocido que se quedó con la tarima, el corazón de la audiencia y la atención de Columbia Records: fue en Mar Y Sol que su carrera despegó verdaderamente.
No todo era música, paz y amor. Tres visitantes se ahogaron en la playa; otro fue asesinado, dentro de su caseta de campaña, por un sujeto que los testigos describieron como un joven local armado de machete y cuchillo. Múltiples mujeres, isleñas y norteñas, fueron atacadas o violadas.
“Festival de Sangre”, decía la portada del Nuevo Día el lunes posterior al concierto. “The festival that never should have been”, decía el titular en la revista norteamericana CREEM. Debajo del titular, una foto de cuatro jóvenes de piel oscura, tres de ellos con cabellos rizos, y la siguiente leyenda: “It was like an ugly slice of New York City against a postcard backdrop.”
Hubo muchas quejas locales sobre el comportamiento de los hippies. La más común era que “se esnuaban.” Se esnuaban y hacían el amor en la arena, se esnuaban y bailaban, se esnuaban y le daban malas ideas a los curiosos.
El sol, parte importante del atractivo de las taquillas vendidas en Estados Unidos, se convirtió en un problema: desacostumbrados, los pálidos visitantes pronto empezaron a sufrir insolación y quemaduras.
Todo pasó muy rápido: La idea del concierto, concebido como un segundo Woodstock pero a la postre prácticamente olvidado; Cooley, el promotor, despidiendo el concierto y alegando que había perdido dinero, huyendo de la isla a toda prisa, evadiendo el arresto iniciado por el IRS; El mensaje grabado de John Lennon, que no pudo asistir porque estaba bajo amenaza de deportación; El plantón de Black Sabbath, cuyos miembros se quedaron esperando en el hotel porque a última hora el tapón pudo más; El final anticlimático, la dispersión del jiperío, el revolú en el aeropuerto de San Juan, inundado de cientos y cientos de jóvenes rubios, quemados por el sol, picados por los mosquitos, que no encontraban cómo salir de Puerto Rico y regresar a su casa; Los vegabajeños que rechazaban la invasión de hippies aunque les costara la posibilidad de hacer negocio en sus tiendas; Los dueños de punto que sí aprovecharon la oportunidad para vender marihuana y pepas; Los jóvenes cocolos mirando con curiosidad a los rockeros; Los políticos denunciando la pocavergüenza o la americanización.
Y en medio de todos ellos, nuestros propios pelús, que fueron emocionados a Mar y Sol a comulgar con sus contrapartes norteamericanos y con la música, a ser parte (para variar) no de un pequeño margen sino de un gran colectivo, una era, un movimiento.