Medio año de guerras eslavas

Pero más allá de la destrucción que ha causado la “operación especial militar” de Vladimir Putin a su país vecino y la ola de refugiados ucranianos divagando por cuanta capital europea le haya abierto las puertas, están también los ciudadanos rusos; todavía inmersos en la incredulidad de otra debacle inesperada, también divagando por las únicas capitales que nunca les cerraron las puertas. Tashkent, en Uzbekistán, antigua república soviética conocida como la ciudad del pan, donde tantos huyeron durante las hambrunas de los años 30 desde Rusia y que albergó los intelectuales más importantes de la Unión Soviética en medio de la Segunda Guerra Mundial, hoy vuelve a convertirse en el hogar de muchos rusos buscando pan y salidas a este encierro económico que se avecina. Se avecina porque a pesar de que McDonald’s no sirva su Big Mac y no haya escritorios de IKEA, el ciudadano ruso promedio todavía no siente el cantazo de las sanciones, entre tantos otros cantazos que lleva recibiendo en los últimos años con la crisis salubrista que trajo el COVID y sus consecuencias en la economía.
Las antiguas repúblicas soviéticas de Asia Central, mal llamadas las “stan”, se han convertido en uno de los destinos favoritos de aquellos rusos buscando refugio temporero y un respiro de las sanciones económicas impuestas por Occidente a Rusia. El paquete turístico incluye pasaje de ida, no vuelta, y nueva cuenta bancaria en los bancos locales, quienes han flexibilizado algunas de sus reglamentaciones para aprovechar la desgracia ajena.
En el Cáucaso, la otrora república exsoviética de Armenia, ha visto un incremento en su actividad comercial gracias a la relocalización de muchas compañías con sede en Rusia, que han decidido establecer operaciones en su capital Yereván. El aumento en los costos de alquiler ya empieza hacer mella en el presupuesto de la población local, lo que trae a la mente el actual desplazamiento en Puerto Rico asociado a las leyes 20 y 22 (ley 60). Pero acá en las tierras de la estepa y entre las montañas de Ararat, la historia tiene muchos matices de legados imperialistas, que no olvidan los uzbekos, kazakos ni armenios, aunque aprovechen la situación. La lengua rusa sigue siendo lingua franca heredada de la época soviética, pero la lengua oficial es el armenio en Yereván, y en Kazakstán, ya no se siguen las reglas del Kremlin. El panorama es más complicado y aunque bienvenidos han sido todos, tendrán que aprender a manejarse en estos espacios postsoviéticos en lengua local.
Ucrania celebró su independencia este 24 de agosto con mayor fuerza y se declara un baluarte democrático para enfrentar el expansionismo neo-zarista de Moscú, a la vez que consolida una identidad fragmentada en este proceso. Un territorio que ha cambiado fronteras en muchas ocasiones desde su primera declaración de independencia un 22 de enero del 1918, ante la Rusia liderada por los Bolcheviques. Hoy sigue reclamando su derecho a existir y espacio propio en esta hermandad eslava, como ente político independiente. Entender esta lucha, es recordar el pueblo que en noviembre del 2004 salió a la calle también a protestar la inoportuna intervención rusa en los comicios electorales y los miles que, ante la corrupción rampante y la miseria, tomaron la plaza del Maidan en el 2013 para exigir la salida del entonces presidente y aliado de Putin, Viktor Yanukovych. Es este mismo pueblo el que ejerció su derecho al voto, alto y claro, en una elección democrática buscando un cambió de gobierno y plataformas, con el triunfo de Volodymyr Zelenskyy en el 2019.
Con sus muchos tropiezos, Ucrania representa el tortuoso camino a la soberanía. Los rusos hoy, en cambio desintegrados, sin nortes y ensimismados en ideologías decimonónicas que no resuelven los problemas del día a día, solo crean eslóganes, cargando con una fuga de cerebros que ya comienza a desmantelar al país. Rusia volverá a renacer como siempre nos maravilla entre sus fracasos, pero ese será un viaje largo, luego de esta guerra que no acabará pronto y que ya masacró lo más importante: una hermandad eslava que no era de eslóganes sino de familias, de canciones compartidas y una larga historia común de luchas, fracasos y glorias.