Un inesperado encuentro con Fredric Jameson (1934-2024): dialéctica, cabras y revolución intelectual
La historia es lo que duele.
–The Political Unconscious (1981)
Un domingo, una tarde de verano, hace 10 años, recibí un correo electrónico que al principio pensé que era una broma de algún amigo. El remitente era ‘FR Jameson’, un autor a quien llevaba décadas leyendo y cuyos libros siempre he tenido a mano, pero a quien nunca había conocido personalmente hasta ese momento. Mi instinto inicial fue cerrar de inmediato la computadora (una laptop), con un poco de nerviosismo y luego pensar: ¿quién de mis sádicos amigos me estará jugando esta broma? Lentamente, volví a levantar la pantalla y al ver que venía de la universidad de Duke me di cuenta de que realmente era Fredric Jameson: el mensaje era muy corto, completamente en letras minúsculas, sin saludo o despedida. Simplemente decía que una amiga en común, Moira Fradinger, le había hecho llegar un manuscrito mío sobre su libro de 2009, Valences of the Dialectic y que a él le gustaría dialogar conmigo. El mensaje incluía su número de celular para que lo llamara y coordináramos vernos en Connecticut, en donde siempre pasaba sus veranos. Por segunda vez, cerré la computadora y llamé de inmediato a mi compañera, Jennifer, ya que en una semana teníamos planeada una vacación en Montauk. Sin embargo, ajustamos un poco las fechas, y así pude tomar un tren a New Haven, seguido de otro tren local. Allí, en la estación acordada, estaba Fred esperándome. A todo esto, no tenía la más mínima idea de cómo seria, o en qué consistiría, el encuentro. Nos saludamos amigablemente, me monté en su carro, paramos en un Deli, en donde compró sándwiches para los dos y luego llegamos a su casa.
Para mi sorpresa – pues me recordó mi niñez – era un lugar rústico, poblado de todo tipo de animales de granja, predominante gallinas y cabras. Con una sonrisa traviesa, Fred inmediatamente me dijo que las cabras viajaban con él y Susan, su compañera de vida – a quien yo acababa de conocer en ese mismo instante – de Carolina del Norte a Connecticut, ida y vuelta, todos los veranos. Brevemente hizo un gesto hacia una TV, la cual sobresalía como la punta de un iceberg que emerge de un océano de libros y papeles, y murmuró que uno de sus hijos le acaba de instalar Netflix lo cual le entusiasmaba mucho. Mientras Fred buscaba un vaso para servirme agua, noté que llevaba medias rotas, un detalle que subrayaba su total indiferencia hacia los protocolos profesorales que definen a muchas de las megaestrellas de la academia norteamericana. A la vez, yo solo pensaba en cómo a quien aún considero el diagnosticador y crítico más agudo de la posmodernidad, vivía en un entorno rural, rústico, completamente desvinculado de todo lo que uno asocia con la condición posmoderna. “¿Sería esto uno de los determinantes, quizás hasta precondición, de su suprema filigrana analítica?,” pensé, en una combinación de estupefacción, ternura, fascinación y desconcierto.
Lo que siguió desafió y sobrepasó cualquier idea o expectativa que yo hubiese tenido previo a nuestro encuentro. Nos sentamos con los sándwiches en mano. Fred colocó la copia impresa de mi texto sobre la mesa y, tras dejar su mano izquierda sobre los papeles, me dijo simplemente: ‘Well, people usually do one of two things with my work: they either trash me or write love letters. Neither one is helpful. But this is neither one of those things. It made me think. Let’s talk about the problems I’ve been dealing with.” (Bueno, la gente suele hacer una de dos cosas con mis textos: o me critican para echarme a la basura, o me escriben cartas de amor. Ninguna de las dos es útil. Pero esto no es ninguna de esas y me hizo pensar. Hablemos de los problemas en cuestión.). Por unos segundos, sentí un gran nerviosismo. Sin embargo, se disipó en cuanto me di cuenta de que Fred no tenía intención alguna de defenderse de mis críticas ni de corregirme en mis observaciones sobre su obra. Todo, lo contrario, las dos horas siguientes consistieron en un dialogo intelectual y político sobre los problemas que él estaba tratando de confrontar, las soluciones preliminares que él había dado (en la obra de Fred, toda formulación teórica combina una contundencia con un alto sentido de provisionalidad, incluso duda, lo cual siempre es una de las particularidades de su estilo único) de un calibre y seriedad que resultó ser una de las experiencias intelectuales más intensas, fructíferas y memorables que he tenido.
Con gran generosidad y sin un ápice de actitud defensiva, mucho menos condescendencia, este gran maestro y pensador, discutió conmigo los problemas fundamentales del pensamiento dialéctico. Fred había hecho una lista de los asuntos a discutir, la cual había momentáneamente traspapelado, pero pronto la encontró. Consistía en los siguientes: la dificultad de representar el pensamiento dialéctico, así como el problema de re-presentar (Darstellung) sus categorías; su constante preocupación por la reificación de las formas de pensar y como esa preocupación animaba lo que más yo criticaba – su práctica de transcoding – la cual para él era una de sus principales contribuciones; los dilemas de cómo representar el capitalismo; la centralidad de Lukács en su pensamiento; el problema de la mediación en figuras como Adorno y Sartre; cómo yo enfatizaba el sentido fuerte de vinculación y obligatoriedad (Verbindlichkeit) que la dialéctica negativa de Adorno representa y cuáles eran los términos alemanes en cuestión, y sus reservas ante mi planteamiento.
Después de dos horas, Susan se acercó a nosotros y nos indicó que pronto tendríamos que salir para no perder mi tren de regreso. Al despedirnos, Fred me agradeció la visita y ofreció su apoyo para mis modestos esfuerzos en asumir y transformar el legado dialéctico en el presente Una promesa que siempre fue inquebrantable, independientemente del tono crítico que ocasionalmente caracterizaba algunas de mis reflexiones sobre sus escritos. Este gran acto de generosidad intelectual, tan poco común en la academia, se ha quedado conmigo. Es una generosidad que intento emular, junto a todo lo demás que he aprendido de él y de su obra. Su apertura y generosidad son parte integral de su legado.
Jameson fue un maestro con un gran estilo literario y un gran talento para la provocación. Esa combinación es, para mí, la que mejor encapsula el ethos intelectual que definió su obra. Irritación y admiración, a veces simultáneamente, caracterizan la experiencia de muchos lectores – ese ciertamente es el caso de mi experiencia con sus textos – pero uno persiste siempre en la lectura, con un sentido de que algo apremiante está en juego, un sentido de aventura en cada libro y ensayo. Y, al final, siempre queda la satisfacción de haber aprendido muchísimo en el proceso. Sus provocaciones siempre me invitaron a aclarar y agudizar el pensamiento propio. Algunos lectores de su obra han confesado sólo haber leído los textos teóricos, o de corte explícitamente político, y no los de crítica literaria. Esto siempre me pareció un error. Pues muchas veces sus más agudas observaciones teóricas se encuentran en su crítica literaria.
¿Qué podría uno decir de una obra cuyo alcance y erudición son el producto de una educación que ya resulta imposible obtener, la cual desafía cualquier intento de resumirla? Para mí lo que sobresale, ante todo, es la combinación de originalidad, curiosidad, estilo y valentía política que por cinco décadas sus obras, junto a sus compromisos intelectuales y políticos, han representado. Reanimar la experiencia histórica, romper con el presentismo; pensar nuevamente sobre lo absoluto, con el cual en ocasiones Jameson coqueteaba al vincularlo con la utopía, esa gran idea siempre presente en sus reflexiones. Estas tareas hercúleas fueron asumidas con una rara combinación de ambición, aplomo y modestia.
Educado en la tradición francesa, con una tesis doctoral sobre las novelas de Sartre – la cual sirvió de base para su primer libro – el resto de su obra consistió en una curiosidad y compromiso constante con sistemas y tradiciones intelectuales, predominantemente francesas y alemanas, cuyo fruto inicial fueron dos estudios que al día de hoy merecen ser leídos y releídos: Marxism and Form (1971), libro que introdujo de un plumazo el marxismo occidental al mundo anglosajón, así como The Prison-House of Language hizo conocer el estructuralismo y el formalismo. Textos que en los años setenta ya presagiaban unos referentes teóricos y discusiones que solo ganarían ascendencia en la próxima década. En la conclusión de Marxism and Form ya se anunciaba y manifestaba un acercamiento interpretativo propio, luego depurado y expandido en los textos que lo hicieron famoso: The Political Unconscious (1981) y Postmodernism (1990).
Este último, más invocado que leído en muchos círculos postmarxistas de los años noventa, ofreció una teorización global de la posmodernidad, vinculando este fenómeno a una etapa específica del modo de producción capitalista. Se trata de una vinculación, no una reducción, dentro de una totalidad diferenciada, cuyos distintos niveles siempre permanecen irreducibles entre sí, incluida la esfera económica. Este énfasis en la vinculación y mediación de distintos niveles de la totalidad social constituye a mi entender uno de los elementos más valiosos de su obra, el cual continuó siendo elaborado en textos posteriores, especialmente en su reivindicación de la alegoría como estrategia fundamental para la crítica en Allegory and Ideology (2019).
Jameson mostró gran independencia intelectual y coraje político al ir contracorriente frente al anti-Marxismo; inevitable corolario de la caída del bloque del Este y el final de la guerra fría. Lucidez, valentía y alto grado de educación política que también manifestó frente al 11 de septiembre de 2001, primero en el London Review of Books y luego en uno de sus ensayos más importantes, pero menos leídos: “The Dialectics of Disaster” (2002). A contracorriente con muchas posturas, incluyendo quimeras como “el apoyo crítico” a la guerra contra el terror como si la hegemonía imperial americana fuera a la carte, Jameson sobriamente resistió esa lógica, contrapuso los moralismos políticos en juego y procedió a registrar, y explicar, las fantasías colectivas e hiperbólicas que las justificaciones y reacciones ante el ataque suscitaron. Aquí reside otro aspecto de suma importancia para mi propia formación: el rechazo a la moralización de la política, tema recurrente en sus escritos, especialmente durante sus últimas dos décadas de vida.
Tomará tiempo ganar la perspectiva necesaria para tener un juicio certero de una obra tan amplia como fecunda. Tal vez, la mejor manera de resumir la obra de Jameson radica en valorar y entender el impulso modernista que opera en sus escritos, no como la ideología diseccionada en A Singular Modernity (2002), sino en las formas en que se despliega la vocación mallarmeana que a mi juicio operaba en el temperamento intelectual de Jameson: “la ética y la política son ‘ciencias’ superficiales”, ha señalado, y es por eso en una entrevista señaló que “Mallarmé tenía razón al oponerlas a la economía política y la estética, cada una de las cuales está profundamente marcada por el drama del contenido y la experiencia de los límites, de la imposibilidad de las formas y las restricciones del desarrollo histórico”. En su cálculo, sólo la estética y la economía política proporcionan los vectores para cartografiar la totalidad. Ahí radicaba nuestro mayor desacuerdo y sujeto de mayor disputa: la forma desdeñosa con la que Jameson se refería a la teoría política y a la política misma entendida en su sentido más clásico; un espacio de acción con su lógica y principios propios, un nivel legítimo de la totalidad en cual siempre he insistido goza de un módico de autonomía frente a la economía, y demanda ser teorizado como tal.
Esta convicción modernista también acompaña la escritura de Jameson, visibles en la sintaxis de sus oraciones. Se trata de un modernismo perdurable que impregna su obra: desde el énfasis en “la ruptura” en sus reflexiones sobre la utopía, y la postura aporética sobre ella y la situacionalidad, hasta su infatigable búsqueda por representar el Absoluto irrepresentable, aun cuando criticaba la más filosófica de sus representaciones, la de Hegel. En su memorable libro, Brecht and Method, mi favorito dentro de su corpus, Brecht es interpretado como un marxista modernista cuya “combinación de la celebración del Novum y el deleite por aprender” constituye una de sus más importantes contribuciones. En su obra siempre estuvo en juego, pues, una reformulación modernista del legado marxista: innovación, ruptura y autonomización, todo en aras de un futuro revolucionario más allá de lo existente, de lo que es. Jameson siempre destacó, principalmente en sus textos literario, la importancia de “aprehender lo absoluto” en el modernismo, y la centralidad de las innovaciones, de “hacerlo nuevo,” ese lema de Ezra Pound que muchas veces repitió: “make it new.” Con la cadencia literaria característica de su escritura, en Valences of the Dialectic reflexionó sobre “un modernismo más antiguo,” para el cual “lo irrepresentable era todavía un objeto a ser conquistado y dominado, articulado y modelado, expresado y revelado o divulgado, mediante la invención de lenguajes completamente nuevos, el desarrollo de un equipo teórico y representacional hasta entonces inexistente, el abandono despiadado de las viejas tradiciones y sus hábitos y terminologías, y la confianza en la capacidad de innovación y el Novum para acercarse al menos asintomáticamente al Absoluto.”
Es difícil imaginar una caracterización más acertada de la propia obra de Jameson. Esta búsqueda incansable de lo Absoluto es la firma magistral, su titánica búsqueda para descifrar las semillas del tiempo, una búsqueda implacablemente perseguida con el celo infatigable de un sacerdote modernista. O como escribió en su deslumbrante ensayo sobre Mallarmé en The Modernist Papers (2007), el poeta “debe aferrarse apasionadamente a la convicción de que lo Nuevo es posible y que el Novum es inminente, ya preparado por la crisis de la modernidad y el propio ‘Vers’”. Mutatis mutandis, ese fue el deseo utópico de Jameson, el impulso en su disección de las formas, de las oraciones mismas, que ha reelaborado brillantemente en un concepto dialéctico. En este relato modernista de la dialéctica, Mallarmé se encuentra con Shakespeare (flanqueado por Lukács y Sartre): por medio del brío del primero, se emprende poéticamente la esperanza de descifrar el código elusivo de “las semillas del tiempo” para un futuro post-capitalista.
En Divagaciones, Mallarmé escribió el conjunto de pasajes que, junto con el propio poeta, han acompañado durante mucho tiempo a Jameson. Un fragmento de uno de ellos es uno de los epígrafes de Marxism and Form: “Puesto que sólo hay dos caminos abiertos a la investigación mental, donde nuestra necesidad se bifurca —la estética, por un lado, la economía política, por el otro: es de esta última, principalmente, de la que la alquimia fue el precursor glorioso, apresurado y poco claro”—, pero otra viñeta de Divagaciones, que junto con ella también ha llamado la atención de Jameson en otros lugares, resulta pertinente aquí y a la hora de rememorar su obra resulta conmovedor. En ella también está presente la fascinación de Mallarmé por la alquimia. Y así es su ambición modernista por la totalidad inasible pero siempre presente:
… Siempre he soñado y he intentado algo más, con la paciencia del alquimista, dispuesto a satisfacer toda vanidad y toda satisfacción, como se quemaban los muebles y las vigas del techo, para atizar el fuego de la Gran Obra. ¿Qué sería? Es difícil decirlo: un libro, simplemente, en varios volúmenes, un libro que fuera un libro verdadero, arquitectónico y premeditado, y no una colección de inspiraciones casuales, por maravillosas que sean… Diría incluso más y diría que el libro, convencido como estoy de que, en última instancia, sólo hay uno, intentado sin saberlo por todos los que escriben, incluso los Genios.
He aquí, pues, la confesión de mi vicio, al desnudo, querido amigo, que he rechazado muchas veces, mi espíritu quebrantado; pero estoy poseído por él y tal vez logre hacerlo, no en su totalidad (¡habría que ser no sé quién para eso!), sino en mostrar un fragmento completamente ejecutado, haciendo que su gloriosa autenticidad brille desde un rincón y señalando el resto, para lo cual no bastaría una vida entera. Demostrar, mediante estas piezas terminadas, que este libro existe, que yo sabía lo que era, no lo pude lograr.
Estos fragmentos podrían fácilmente ser un lema para el enigmático e inacabado proyecto de Jameson, The Poetics of Social Forms, una alegoría literaria de la transcodificación que se lleva a cabo en el amplio intelecto de Jameson, en el que cuerpos alternativos de trabajo, incluso articulaciones alternativas del legado dialéctico se subsumen en su edificio teórico.
La reformulación de la dialéctica por parte de Jameson es un formidable legado de la ambición de Mallarmé y un tributo a ésta. En este caso, una inteligencia olímpica se ocupa de mostrar no sólo que la totalidad existe, sino que debe ser cartografiada cognitivamente y aprehendida críticamente, mediante una explicación dialéctica de la narrativa adecuadamente reestructurada para esta tarea, a fin de captar la historia y vislumbrar un futuro más allá del capitalismo, en el que la Historia aparecería una vez más, trascendiendo así “ese debilitamiento del sentido de la historia y de la imaginación de la diferencia histórica que caracteriza a la posmodernidad”. Sólo entonces, después de trascender inmanentemente lo que es, la Historia se transformaría por fin en sí misma.
Hoy, ya pasadas dos décadas del siglo XXI, no está del todo claro si tal transformación está al alcance en un futuro inmediato. Sin embargo, lo que sí resulta para mí muy evidente es que ningún otro pensador, marxista hegeliano o no, ha estado a la altura de esta vocación modernista con la originalidad, el ímpetu intelectual, inteligencia estética y agudeza política de Jameson. Para mí, Fred ejemplificó la apertura y generosidad de un verdadero intelectual; la obra de Jameson, por su parte, encarnó una vocación intelectual, originalidad, valentía política y estilo que siempre serán una fuente de inspiración.