Monserrate, el taxidermista y Victor Frankl
La muerte solo puede causar pavor
a quien no sabe llenar el tiempo que le es dado para vivir.
– Viktor Frankl
Como he sido asiduo visitante a los oscuros recovecos de la depre, y no pocas veces he pensado en lanzarme al vacío como el Demián de Herman Hesse, entre otros dramáticos fines al Rollo A, sin ni considerar el Rollo B, no dejó de sacudirme ver que alguien, al menos físicamente inmediato, diera el paso que he evadido durante décadas. Aun lo pienso y la piel amenaza con engallinárseme. Miro el lugar de su caída y me parece que se trata de otra película que ya no recuerdo que vi en Netflix. Aprecio cada día más a mi compañera, a mis hijos naturales y postizos, esos amigos que casi ya no veo pero que habitan los recuerdos, a mi balcón y esta manía de escribir lo que pienso que a la mayoría de la gente no le importa ni le dedica suficiente tiempo para saber si le interesa.
Un mes y un par de días más tarde, sentado en el balcón veo un celaje que choca contra el cristal de la ventana del cuarto de mi hija postiza. Pienso que fue un zorzal de los muchos que intentan hacer nido dentro de las tormenteras, que ya de por sí me parece curioso. Lo busco en ese rincón del balcón que sirve solo para albergar el compresor del aire acondicionado. No encuentro nada. Miro por el muro (otra vez) y lo veo abajo: un (o una) guaraguao boca arriba al costado del contenedor rojo del reciclaje. Mueve la cabeza hacia los lados. Levanta la cola blanca como abanico de beata en la catedral. Le digo a Elga. Y, como había visto una noticia de un cazador polaco que se arrastró un cuarto de milla en un lodazal interminable para salvar un águila que había quedado atrapada, busqué unos guantes de invierno tipo esquiador, porque las aves aunque las estés salvando te muerden, y una toalla azul que no sé de dónde salió. Bajé a rescatar al «águila nacional» que se ha mudado a San Juan, como los buitres a La Habana, en búsqueda, presumo, de presas más fáciles para sus impresionantes garras de nácar negro y punzante.
Estaba muerta. La moví. Giré su cabeza. Sus ojos se habían resecado, las pupilas dilatadas, como si hubiera visto al dios de las aves de rapiña o hubiese descubierto que no hay dioses al otro lado de la muerte. La envolví en la toalla azul «royal», lo cual me pareció un sardónico guiño del destino: el guaraguao rige los cielos cuando no hay pitirres. Lo coloqué sobre la mesa del comedor. Le saqué fotos de la espalda, a la cabeza de frente, a las garras. Toqué a la puerta de una vecina que tiene dos hijos preadolescentes pues, si a mi avanzada edad nunca había visto uno de cerca, colegí que ellos tampoco y es algo que me hubiese gustado haber visto a su edad. Coloqué un llamado en Facebook para saber si alguien sabía de algún taxidermista pues colocarla en el recipiente de la basura me sonó a sacrilegio cultural y ornitológico.
Aunque las águilas siempre han sido el ave preferida para los estandartes de los imperios, y nosotros lo único que sabemos de imperios es la textura áspera de la suela de su bota, hay una majestuosidad en las aves de rapiña que nos hace olvidar que se alimentan de los más vulnerables y que tienen una mirada tan impasible y feroz como su instinto de supervivencia o de muerte.
Fue fácil pensar en las posibles alegorías incrustadas en una muerte súbita a unos quince pies de mí en un piso frente al cual no suelen volar estas aves. Nunca las he visto volar más abajo de los penthouses. Vivo en un sexto piso. ¿Por qué volaba tan bajo? Como símbolo de los imperios y, en su versión calva del norte, me resultó demasiado fácil vincularla al suicidio colectivo que experimenta esa nación por no poder superar el hecho de que ha sido construida sobre los cadáveres de millones de indoamericanos, mexicanos, negros y, más recientemente, judíos, musulmanes y asiáticos, y que prefiere regresar a la grandeza de un pasado en que dicho genocidio no era pecado.
Me fue imposible no vincularla al suicidio de un mes antes. Si los guaraguaos no vuelan tan bajo, ¿por qué estrellarse contra una ventana en un sexto piso a media tarde, cuando el sol está al otro lado del edificio y, por lo tanto, el engañoso celaje de algún espejismo rebotando en la ventana no la lanzó tras una presa de plumaje resplandeciente, como el diente de Pedro Navaja?
¿Sería que se suicidó?
Gracias al reportaje que me envió un amigo de Facebook, supe de un taxidermista de Tortuguero que se especializa en caimanes. Me comuniqué y su esposa me indicó cómo envolverlo, congelarlo y llegar hasta su residencia y taller frente al “Hotel” Molino Rojo. Don Miguel me dijo que a veces estas aves se estrellan contra los postes, lo cual me hizo reafirmarme en que no había sido un accidente.
He visto fotos en que lucen mucho más grandes que el espécimen que me escogió para que le inmortalizara convirtiéndolo en una especie de estatua de cartón-piedra, como la novia homónima de la canción de Serrat. Esto me hizo pensar que tal vez era hembra, suponiendo que las hembras suelen ser más pequeñas que los machos. Estaba equivocado, en las aves de rapiña, las hembras suelen ser más grandes. También se aparejan de por vida. La posibilidad de que fuera varón me hizo pensar en ese sentido de soledad que suele acompañarnos en las grandes urbes. ¿Habría perdido su alma gemela? ¿Vino a la gran ciudad en búsqueda de una nueva vida, llena de oportunidades y solo encontró la dureza del hormigón, la escasez que se hace más patente donde abunda la abundancia; el horizonte tan diferente al que vio la primera vez que alzó vuelo; esta jungla de herrajes y cemento armado donde los robles florecen asfixiados entre cables engomados, y los húcares, los flamboyanes y las ceibas se aíslan, ensordecidos por los motores del progreso?
¿Se moriría de pesar porque se buscó y no se encontró entre tantas luces y tantos sonidos y tantos lugares a donde ir, pero tan pocos se sienten como propios? ¿Sentiría que los changos se han quedado con el paisaje desplazando los zorzales, las calandrias, los sanpedritos? ¿Se entusiasmaría con las bandadas de tórtolas que también han migrado a la metrópolis y se disputan los grumos y las migajas con las gallinas “del país” y los gallos manilos que pavonean con tres o cuatro gallinitas adolescentes, que crían para pisarlas como buenos machos que son? (Curioso que los verdaderos macharranes de los cielos solo tienen una hembra…)
Don Miguel me prometió que me avisará cuando embalsame a Monserrate, como se me ha antojado bautizar a mi mensajero de la muerte, pues es uno de esos nombres con que se bautizan a ambas proles, y porque así se llama la Virgen de mi pueblo de Hormigueros y uno nunca se debe desvincular de sus raíces por más que el hormigón y el bitumul las cubran capa sobre capa sobre capa de calcinada urbanidad.
Le dije que la puede vender para pagar por su necesario oficio de cristalizar el último momento de la vida en una especie en estatua perecedera, como una impresión 3-D de sí misma con plumaje y garras y mirada original depredadora. Me regaló una libra de carne de caimán en pago que no logré rechazar. La miro en el congelador donde estuvo Monserrate y me pregunto si el Universo me compensó con carne de otra criatura “exótica”, como una especie de presente, de propina por un gesto de preservación ambientalista y patriótica.
No le temo a la muerte. He vivido lo suficiente para cargar el baúl de equipaje y volver a recorrer el camino, preferiblemente con la mirada esclarecida por ese yo superior que me advierta sobre las piedras del viaje recorrido, permitiéndome tropezar con otras, nuevas, de camino a la luz si es que existe, comprometido o condenado a saber llenar el tiempo que me sea brindado, otra vez, para vivir, como dijo el psiquiatra y sobreviviente de los campos de concentración nazi, Viktor Frankl.
Pienso en lo que vio Monserrate en los segundos que siguieron a su choque contra el cristal de una ventana por la cual solo se puede mirar hacia afuera y me pregunto si vio al dios de los guaraguaos o se dejó morir, una vez más, porque no había ninguno.