No leer
En New York la gente está menos sola. Solo así me explico que sea tan difícil encontrar un sauna, un parque, un cine, algo. La gente me ha dicho que la culpa es de internet, que en Estados Unidos ya nadie necesita esconderse, reunirse en la oscuridad o buscar hoyos en las paredes. Pero yo prefiero mi teoría. No porque crea que es excelente, sino porque tengo la mala costumbre de habitar el mundo desde minúsculas tragedias.*Serie de textos del seminario sobre escritura literaria y teoría crítica del currículo del MFA de Escritura Creativa que dirige Rubén Ríos Ávila para New York University.
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A veces me pregunto para qué sirve leer. Y creo que me atrevo a hacer la pregunta solo porque estoy resguardado en este cuadrilátero de lejanía. ¿Se lee para saber más? ¿Se lee para escribir mejor? ¿Se lee para distinguir qué es la literatura de lo que no lo es? O como diría Eliot, ¿se lee para sentir con más intensidad?
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Siempre creí que ciudades como New York eran grandes paraísos de cruising. Que entre los rascacielos habría guaridas gigantes en donde la gente se amontonaba para tener sexo, y que en vez de cuerpos serían como muros de carne. Solía pensar que los saunas serían como templos griegos y los cines como laberintos brumosos. Que las plazas esconderían bosques entre el césped recién cortado y que ahí los hombres se detendrían para descansar como Ulises antes de llegar a su isla.
Esa, probablemente, fue la única idea que me hizo temblar antes del viaje. Y pese a que los preparativos siempre son a última hora, igual encontré el tiempo para fantasear sobre el futuro oscuro y desbordante de las metrópolis. Lo mismo me pasó hace un año atrás, cuando me mudé a Santiago y pasaba horas seducido por la inminencia de una noche que aún no conocía. Pero para mi sorpresa, la capital de Chile parecía tener muchas más cuevas que New York, y luego de innumerables búsquedas en internet, mi decepción fue tan grande al no encontrar nada, que lo sentí como un engaño. Que el mundo entero me había engañado. Lo único que me salvó, entonces, fue un libro.
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Pienso que soy mejor con las anécdotas que con las ideas. Asimismo, estoy casi convencido que soy mejor haciendo preguntas que dando explicaciones. Se me ocurre que quizás puedo articular la totalidad de este texto saltando de pregunta en pregunta, y que entre cada una, puedo revelar alguna anécdota que, aunque al final de cuentas no explique nada, sí puede deslizar distintas sonoridades del problema que me aqueja. Establezcámoslo: todo esto se trata de un problema. ¿Qué otra cosa si no moviliza un ensayo?
Al mismo tiempo, rehuso utilizar con demasiada maestría el arma de la cita. Las razones son prácticamente obvias. Esto daría la impresión de ser un lector, o al menos, un conocedor. Y este ensayo, o mejor dicho, este salto de pregunta en pregunta, trata justamente de lo contrario.
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Prosigo. Nunca fui tan bueno para leer y nunca leí tanto como la gente solía imaginar. Sin embargo, terminé el libro de Juan José Richards en pocos días. Como sabía que transcurría en Estados Unidos, le dije que leerlo aquí sería una mejor idea, pero seguramente lo hice porque estaba leyendo otra cosa y no puedo lidiar con dos libros al mismo tiempo. Eso sí, al final cumplí mi promesa y me gustó tanto que creí bastante tiempo que leer solo servía para encontrar nuevas cosas que pueden ponerme triste.
Adelanto la trama. En el libro aparece el propio Juan José, que también escribe y lee para esta misma maestría. Un día encuentra en la biblioteca (en esta misma biblioteca) el diario que dos hombres franceses mantienen durante la última semana del año 1999. Justo al borde del milenio, ellos planean terminar su relación, y para eso deciden viajar a Valparaíso, la que además es mi ciudad natal.
La primera idea que cruzó mi cabeza cuando empecé a leer, fue que los franceses del libro eran más guapos que yo y que posiblemente se parecían mucho a Juan José. También pensé, cuando lo terminé, que me gustaría tener un diario, que me encantaría conocer Francia, que quiero publicar un libro y que necesito tener una caligrafía tan bonita como la que Juan José utilizó cuando le pedí que firmara mi edición. Sin embargo, del libro hubo tres cosas que robaron mi atención y que me atrevería a decir, nunca la devolvieron.
Primero: Que en mi parte favorita, los franceses buscan un bar clandestino en el puerto, y que el libro, sorprendentemente, da la dirección exacta: Calle blanco 26. Yo sé que ese edificio fue remodelado y que hace un par de años construyeron una serie de departamentos dentro, porque yo mismo viví mucho tiempo en uno.
Segundo: Que nunca recuerdo los número de la páginas en los que están mis párrafos predilectos, pero que siempre sé si están a la derecha o a la izquierda.
Tercero: Dentro del libro, Juan José visita el muelle de Christopher Street, junto al Hudson. Según él, hombres van a ese pequeño puerto desde los años setenta a buscar sexo, y hasta el día de hoy -es decir, hace unos tres o cuatro años atrás – ese borde sigue siendo como un haz de luz para polillas confundidas. Juan José escribe: “En el muelle percibe fugazmente las miradas de los que pasean por ahí. Como si con sus ojos trazaran una red. Matorrales se agitan tras la barrera metálica. Sombras se desplazan de un rincón a otro”.
Cuando leí ese fragmento anoté la dirección, y de pronto creí que los libros servían para conseguir sexo.
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Mucho tiempo viví con el miedo de ser mejor lector que escritor, en el sentido de estar condenado a sonar mucho más astuto cuando me tocaba hablar del trabajo de otros que cuando era el turno de escribir el mío. Esta si es una certeza: siempre he sido mejor pensando cosas que haciéndolas.
¿Es leer pensar o hacer? ¿Es la versión práctica o teórica de un acto? Recuerdo que de niño soñaba con escribir historias porque pensaba que en ello había un poder equivalente a torcer el destino en los puntos exactos en que yo creía debía doblarse. ¿Es escribir una consecuencia de leer?
Mi compañero de casa, para ayudarme con este ensayo, trajo al umbral de mi puerta “Continuación de ideas diversas” de César Aria. Dice que puede ayudarme y creo que estuvo cerca a tener la razón. En el libro, Aria dice que uno lee una cosa, pero escribe otra; eso pese a la creencia popular de que el escritor escribe aquello que le gusta leer. Sigo inspeccionando el libro y saco algunas otras frases que podría utilizar a medida que este cuadrilátero se transforma en un rectángulo mucho más alargado, pero no pienso en terminar el libro.
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Cuando leí la escena del muelle en “Las olas no son las mismas”, el libro de Juan José, sentí como si la vida se metiera en el libro como una cascada corriendo al revés. ¿Leer sirve para encontrar rincones en el mundo?
Esto sí es cierto: escribir luego de su libro me resultó difícil, y el efecto se repite con cada obra que me roba las palabras. Con Clarice Lispector, por ejemplo. ¿Qué hago escribiendo como escribo cuando podría estar escribiendo como otros? Otros que escriben lo que a mí me gustaría escribir.
Una de mis teorías es que leer sirve para tener nuevos puntos de comparación. En realidad, conocer nuevos nombres ante los cuales deprimirse, nuevas posibilidades del no ser, que siempre es más grande que el ser. Si yo no fuera nada más que un lector, el sentimiento sería más bien una admiración hambrienta, pero cuando se trata de alguien que pretende escribir, el hambre se convierte en deseo y el deseo se convierte en envidia. Luego acontece el remolino y al final nada más que una cabeza gacha y muchas páginas en blanco.
Si me preguntan a mí, yo diría que leer solo sirve para hacer más difícil escribir.
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Según César Aria, en otra de sus utilísimas páginas, leer sirve para pasar las penas, literal. Escribe: “No hay pena que se resista a una hora de lectura”.
Hago una lista de los libros que yacen sobre mi escritorio sin que los lea. O en otras palabras, las horas de felicidad que he perdido. (1) “On mice and men”, de John Steinbeck. Lo compré en la calle con la intención de comenzar a leer en inglés. (2) “Winesburg Ohio”, de Sherwood Anderson. Me lo regaló el mismo hombre al que le compré el primer título, pero tengo severas dudas sobre mi real intención de leerlo. Le auguro una muerte lenta y triste. (3) “Jabalíes” de José Luis Rico. Regalo de mi compañero de maestría, es el único libro de poesía que tengo. (4) “Nancy”, de Bruno Lloret. Libro que debía devolver, pero que decidí raptar porque alguien, de mucha autoridad literaria, deslizó en mi itinerario el valor que tiene ese libro en el panorama chileno actual. (5) “Evita y otros relatos”, de Néstor Perlonguer. Luego de leerme, varias personas coincidieron que era un autor que debía estudiar. Pedí el libro en la biblioteca hace meses, pero su cuerpo aún está expuesto en la intemperie de los textos pendientes. (6) “Prosa Plebeya” de Néstor Perlonguer. Lo mismo. Tengo hasta febrero para devolver mis préstamos bibliotecarios. (7) “Bestiario”, de Julio Cortázar. Tercer libro de la biblioteca. Confesión: nunca he leído completo un libro de Cortázar. (8) “Acerca de Suárez”, de Francisco Ovando. Segundo regalo. No sé mucho de estas cosas, pero supongo que uno tiene la obligación de leer los libros de sus amigos. (9) “Leñador”, de Mike Wilson. Un ladrillo blanco que mi compañero de casa me obligó a revisar. El libro es tan grande que en vez de mirarlo yo, pienso que es él quien me mira a mí. (10) “Wicked”, de Gregory Maguire. El musical favorito de mi mejor amigo, está en inglés.
Una vida entera.
La situación es especialmente complicada. Cuando el mundo se entera de mi discapacidad, me recomienda libros. Los más aventurados me obligan a recibir alguno, como mi compañero de casa. Entonces la tragedia comienza, porque esto aumenta la lista de libros sobre mi escritorio, un historial de crímenes que ido cometiendo sin darme cuenta. Y con esto, mi situación empeora.
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Lo que más admiro de los lectores no es, justamente, el peso de todo aquello que leyeron. Lo que más envidio es su habilidad para citar, y lo que sospecho, una asombrosa capacidad para no olvidar los detalles. Incluso alguien como yo se da cuenta de la elegancia inherente en el acto de citar escenas con nombre y apellido o recitar una línea de Shakespeare. ¿Esas personas son solo lectores o también escriben?
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Siempre me pregunté si se podía escribir sin leer, si es posible convertirse en un escritor sin haber llegado hasta el final de los clásicos. ¿Es capaz el ojo ilustrado de atravesar la portada de un libro y encontrar esos vacíos culturales en la pluma que se esconde dentro?
Recuerdo haber abandonado la idea de estudiar literatura cuando me enteré que tendría que leer títulos y épocas que no me interesaban en lo más remoto. Hoy en día, claro está, creo que abandonar esa idea fue lo más apropiado y que jamás podría haber sobrevivido. Sincerémonos. ¿Es estrictamente necesario estudiar al Quijote para escribir?
Me pregunto si la compulsión de la lectura es justamente eso, una compulsión y no tanto un movimiento intelectual. ¿Tiene más relación con la pasión que con el intelecto? ¿Es más bien un espacio de libertad o de disciplina? Y si se trata de una pulsión semejante al hambre o al deseo sexual, ¿careceré yo de ese deseo? Si dejo de tener sexo anónimo… ¿comenzaré a leer más?
Intento excavar en mis dificultades. Primero pienso que la diferencia entre escribir y leer es que leer necesita de un grado de aislamiento mayor. Que es como un bosque. Pero luego me desdigo y recuerdo que parece ser una actividad mucho más flexible, que se amolda a los espacios vacíos con mayor facilidad. Pero me desdigo de nuevo. De pronto, si quitamos los viajes y las filas, leer sí parece requerir una pausa más profunda, un tipo de inmovilidad un tanto mortuoria, como si nos estuviéramos robando a nosotros mismo del tiempo. Leer es como robarse a sí mismo. Y si yo no puedo leer, significa que ya soy cautivo de otra cosa.
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Para Susan Sontag (otra de las autoras que puedo mencionar sin falsear mi amauterismo) leer es una actividad mucho más natural que escribir. Cosa extraña. Mi relación con la lectura siempre ha estado marcada por la mentira. Cuando el profesor universitario del que era ayudante mencionaba autores que yo no había leído, yo siempre respondía con una mentira para defender mi honor. “Sí, pero hace un tiempo”. “No, no lo he leído, pero obvio que lo conozco”. E intentaba memorizar las decenas de nombres que me lanzaba como balas para que la próxima vez no me encontrara tan desprevenido. Al mismo tiempo, tengo tantos pecados mortales que ni siquiera me atrevo a confesarlos en esta habitación por miedo a ser expulsado de mi programa.
¿Por qué escribir me resulta, sin la menor duda, mucho más natural que leer? Si la escritura está suscitada por la lectura, ¿por qué tengo solo ganas de una parte? Pienso que quizás en la lectura hay un espacio vacío que solo puedo llenar escribiendo. Y recuerdo: quise escribir antes de querer leer. Recuerdo de nuevo: de niño, los adultos decían que me gustaba leer. Luego de escucharlos a ellos, comencé a repetir el mismo discurso y me convertí, efectivamente, en esa persona. En una persona a la que supuestamente le gusta leer.
Quizás ese espacio vacío sea, de hecho, narcicismo. Quizás la diferencia entre la lectura y la escritura está en el poder.
Las opiniones de Sontag me siguen sonando extrañas. Leer es una vocación, dice, un oficio en el que con la práctica, uno está destinado a ser cada vez más experto. Pero como escritor, lo que uno acumula son incertidumbres y ansiedades.
Pienso en mundos invertidos. En el cielo abajo y el mar arriba. En morir y flotar hacia el agua. Para mí, la lectura está llena de ansiedades, vacíos e imposibles. La escritura, en cambio, es como una isla.
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Me pregunto si en un mundo paralelo, sin internet por ejemplo, yo sería un mejor lector.
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Otra confesión. El título de este ensayo es robado. La editorial de la Universidad Diego Portales reunió un conjunto de pequeños ensayos de Alejandro Zambra y los tituló como “No Leer”. Es uno de los pocos libros que poseo y el chileno es el único autor que desfila en mi intento de librero con todas sus obras (excepto su libro de poemas que en mi imaginario no cuenta). Ahí dentro hay un ensayo titulado “De novela ni hablar”. Un texto tan bueno que duele, como todos los textos que me gustan. Allí Zambra escribe lo siguiente: “Se escribe para leer lo que queremos leer. Se escribe para leer cuando no queremos leer a los otros”. Y a continuación cita a Clarice Lispector y todo se convierte en una coincidencia demasiado sospechosa como para dejarla pasar. Y aunque en realidad el título y esa frase se traten de articulaciones tentadoras para decir finalmente que Zambra sí lee bastante y que sí piensa mucho más natural leer que escribir, me quedo con la cita como si fuera el consejo de mi mejor amigo.
Susan Sontag explica que escribe sobre lo que no es. Que en el espacio de la escritura somos más ingeniosos, porque podemos reescribirnos. Yo pienso: cuando leo, la sensación de que en realidad soy mucho menos astuto de lo que pensaba me persigue como el agua que sube por la arena.
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Lo que yo preguntaría a los grandes escritores si los tuviera al frente, bebiendo de mi mismo café, es si tengo salvación. Y salvación suena a vocación.
*Ensayo escrito como parte de una serie basada en el seminario de Rubén Ríos Ávila sobre la escritura literaria y la teoría crítica, que forma parte del currículo del MFA de Escritura Creativa que dirige para New York University. Los autores son jóvenes escritores de distintas partes del mundo hispánico.