Nueva crónica cotidiana
Mi hija está en el centro de un campo de batalla. Una cantidad considerable de habitantes de Nueva York abandonó la ciudad, mientras el número de infectados incrementa. Apartamentos amueblados, en barrios costosos, ya han bajado de precio. Donald Trump por fin concede la cuarentena, pero suelta la mano de los gobernadores que le piden respiradores, recursos y que comande la pandemia con un enfoque humanitario. Andrew Cuomo exige a los ciudadanos medidas extremas. En medio del pulseo, algunos vecinos no captan la gravedad de la emergencia y no guardan la distancia recomendada en lugares públicos. Cuando se entrecruzan los mensajes, todo se vuelve confuso.
En el diminuto apartamento en el que vive junto a su pareja, no hay espacio suficiente para estirarse, caminar, distraerse unos segundos, trabajar sin interrumpirse, ni almacenar provisiones. Las ventanas son pocas y la luz del sol más bien se presiente. Hoy pasan lista de los alimentos que todavía tienen y estiman el tiempo que pueden pasar encerrados sin hacer una nueva compra. Evalúan los riesgos entre salir o esperar unos días y optan por quedarse. Lo que les queda en la alacena les durará una semana.
Ayer me planteé por primera vez la posibilidad de que una de nosotras no sobreviva a un contagio. Nuestras conversaciones han sido muy crudas al respecto, pasamos de un argumento a otro y por todo tipo de emociones. Hoy la muerte está más cerca. Nos recuerda que no hay tiempo que perder, tenemos que pensar con claridad, considerar e imaginar opciones y escenarios.
Optamos por expresar todo lo que no nos habíamos dicho hasta ahora. Comparto con ella mis torpezas como madre, nos sinceramos y nos disculpamos de parte y parte. Sabemos qué decir cuando se presenta la oportunidad; ella recoge mi ánimo o yo el de ella como si pudiéramos hacerlo con las manos, y con delicadeza lustramos toda nuestra historia acumulada. Estamos bien, concluye. La interrumpo para hacer planes futuros, propongo que imaginemos proyectos; razones hay de sobra. Tenemos que vivir, tenemos que proponernos sobrevivir, insisto.
Paso de un recuerdo a otro. Su nacimiento a mis diecisiete años, su primera mirada, el extraordinario instinto animal que despierta la maternidad, su inconfundible olor entre otros bebés, la sorpresa al descubrir emociones nunca antes sentidas, la conexión a través de la teta y el apoyo recibido de una pequeña tribu compuesta por tías y otras madres con más experiencia, que me ayudaron en momentos clave. Todo lo llevo en mi cuerpo.
De repente, esta situación límite trae a mi memoria un accidente que creía olvidado. Lo sufrió mi hija en casa de sus abuelos cuando tenía siete años. En esa casa había un portón eléctrico cuyo control instalado en una pared, impedía ver hacia afuera a quien lo abriera o cerrara. Ese día me estacioné, como de costumbre, frente al portón en espera de que mi hija saliera. Cuando por fin se asomó, el portón se cerró repentinamente apretando su torso, asfixiándola. Habrían sido los gritos lo que logró que su abuela reaccionara a tiempo. El incidente por suerte duró apenas unos segundos. Mi hija se salvó, pero caigo en cuenta de que mi recuerdo fue guardado como si hubiera ocurrido en cámara lenta. Seguramente lo viví de esa manera, porque el shock inmovilizó mis piernas.
Los días pasan, resultan indistinguibles en este encierro. Vuelvo a hablar con mis hijos, acortamos las distancias a través de la pantalla de la computadora. Siempre estoy disponible. Cada uno, atrincherado en el lugar donde lo encontró la cuarentena, va y viene con la idea del aislamiento. Hacemos comentarios livianos, mi hijo comparte algunos videos, por momentos lo olvidamos todo y reímos.
Mañana comenzaremos de nuevo.