Otra manera de pensar

ICY and SOT
Entonces, se nos abre otro campo de atención que tiene que ver con el actuar humano, con sus inevitables padecimientos y con la condición de ser un humano. La noción de ética pide ser pensada en su propia virtud, con independencia de la pregunta por la moral. —Raúl de Pablos
A mi entender, sin embargo, el mayor revés de los derechos humanos es precisamente el triunfo del capitalismo en el planeta. Sin embargo, no se trata de una sola causa, sino de un efecto combinado de su influencia en el estado actual del mundo. Sostengo que el mundo actual es tan distinto al de 1948 que hoy sería imposible promulgar, mucho menos adoptar, la Declaración Universal de Derechos Humanos que conocemos. —Pedro Rivera
No puede dejarse en abstracto una idea de los derechos humanos derivada de una naturaleza individual si reconocemos que después de todo, los humanos somos en tanto pluralidad. —Érika Fontánez
Y puesto que la ley humana no es natural, los derechos de lo humano tampoco son naturales: son un legado, son una construcción cultural, una forma necesaria para la convivencia; y como toda institución, requieren seguirse afirmando, sosteniendo con palabras y actos que enlacen y reconozcan el valor de lo común y la singularidad de cada cual. —María de los Ángles Gómez
Sin interlocución ni reconocimiento previo a lo que una pueda decir no hay derechos que valgan; por más que en el discurso público no se hable de otra cosa. —Anayra Santori
El universo, la naturaleza, el Cielo y la Tierra, en definitiva, no tienen ‘derechos’ ni ‘leyes’. Tienen obligaciones, pues están coligadas en el enigmático juego cósmico de la necesidad, el azar y la contingencia. Desde ahí se conforman los límites que se abren a los confines de lo ilimitado, y que implican de la misma manera, aunque en los más variados niveles de intensidad, a todos los fenómenos, sean o no vivientes. Por lo tanto, no sólo el ‘hombre’ no es dueño de la Tierra, sino que tampoco lo serían ‘Dios’ ni los ‘dioses’. Todo lo que hay, es decir, todo lo que aparece y desaparece, puede considerarse como el fulgor de infinitas multiplicidades que acaecen en «un único sendero de luz y oscuridad por el que todo va y viene».[1]Desde esta perspectiva, la historia es un momento indefinido en la intemporalidad del tiempo y la condición humana una expresión más de esa inmensidad. La frase paradójica de la ‘intemporalidad del tiempo’ da a entender que la eternidad, bien entendida en su raíz etimológica de aeón, no es la negación del tiempo sino, por el contrario, su confirmación, pues el tiempo no tiene origen, fin ni otro propósito o finalidad que no sea el despliegue y repliegue de su propio devenir. Dos memorables sentencias de Heráclito recogen y contienen lo anterior: «Este cosmos, el mismo para todo, ni dios ni hombre lo ha creado, sino que siempre ha sido, es y será, fuego siempre vivo, que se enciende y apaga según medida», pues «El tiempo eterno (aeón) es un niño que juega a los dados. El reino es de un niño».[2]
Quizá un pensamiento semejante estaba presente en la exposición que Claude Lévi-Strauss hiciera en 1976 ante la Asamblea Nacional de Francia, reunida para discutir el asunto de las leyes, los derechos y las libertades. La ponencia es resumida por Catherine Clément con estas palabras: «En nombre de la extrema diversidad de las leyes entre los pueblos del mundo, Lévi-Strauss rechaza con vehemencia la idea de que el hombre sea, ante todo, un ser moral. Un único criterio sería válido: la cualidad de ser viviente».[3] Una cualidad, habría que añadir, que saca a relucir la experiencia radical de lo común que vincula a todos las poblaciones del planeta, y a la integridad del devenir. Una cualidad que es también la de un viviente hablante, un animal que habla. Cualidad que, en vez de dar privilegio alguno, hace de lo humano un fenómeno conflictivamente ligado al erotismo, el mal entendido, la ignorancia, la angustia y el deseo de entendimiento.
Habría, en consecuencia, que cuidarse «de no extender a la humanidad entera no importa qué concepto», muy particularmente el de una abstracta ‘universalidad’ e idea de ‘libertad’, amparadas en la «Declaración universal de derechos humanos» de 1948, y que el gran etnólogo prefiere denominar «Declaración internacional». En efecto, dicha declaración fue el producto coyuntural de la recién constituida Organización de la Naciones Unidas, consignada luego de la terrible auto-destrucción de Europa en la II guerra mundial y, como si fuese poco, el genocida bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki.
No se trata de restarle importancia a esa Declaración. Se trata de no limitarse a ella ni conformarse con el carácter abstracto, retórico de su proclama. De la misma manera, tampoco basta con reclamar ‘igualdad de derechos’, ‘libertad de expresión’ o ‘gestas solidarias’. Tampoco es conveniente atrincherarse en reivindicaciones sectoriales, sean raciales, culturales, de género o transgénero. No hay que perder de vista de qué manera la lógica del capital, consolidada con el aparato cibernético, se las agencia para subordinar el clamor reivindicativo al engranaje de su insaciable reproducción, neutralizando de golpe, o con un banal toque digital, la posibilidad de una coherente y eficaz acción política, para dar paso a una sistemática falsificación de lo real en nombre, precisamente, de la ‘libertad’.
Hay que hacer un esfuerzo por pensar y ponderar lo que se reclama, y por poner atención a la acción de las palabras, al compromiso que ellas entrañan con los actos, con la voz y el silencio de los cuerpos. Así, por ejemplo, más que de ‘libertad de expresión’, hay que valerse de una expresión de la libertad (parrhesia) arraigada en la disposición de hacerse cargo de sí (autarkeia), estar a la altura de lo que toca vivir y, por lo tanto, de la potencia del entendimiento. Todo lo cual implica una noble y bella forma de vida que los antiguos griegos denominaron kalokagathía (de kalós, bello; y ágathos, nobleza o bondad).[4] Estamos, en definitiva, ante una práctica de la libertad llevada a cabo por quienes aspiran (a la manera de quien respira y no de quien anhela lo que no tiene), al cultivo y desarrollo de la mente, es decir, de la sensibilidad y de la inteligencia. Nos referimos, en una palabra, a la formación del espíritu, bien entendido éste como el conglomerado de fuerzas vitales que componen lo que aparece como ‘individuo’; y tomando en cuenta que ‘espíritu’ (spiro, en latín) nos refiere al acto de ‘soplar’, ‘respirar’. Por ello, quien vive, ‘inspira’ y quien muere, ‘expira’ porque ‘ser’ significa estar siendo y, por lo tanto, vivir y morir, es decir: existir.
Estamos ante una práctica de la libertad que no se conforma con la ‘igualdad de derechos’, con los ‘derechos humanos’, ni siquiera con ‘el derecho a tener derechos’. Se trata de una práctica que sólo puede realizarse desde el más fecundo sentido de los límites y el más elevado sentido de la responsabilidad. Una práctica en la que no cabe lo que Nietzsche denomina afectos reactivos (la culpa, el remordimiento, el rencor, la mala consciencia) sino la simple alegría de vivir y el reconocimiento visceral de la pura inocencia del devenir. Solamente desde ahí se hacen evidente los confines de lo ilimitado, pues entre el Cielo y la Tierra está el horizonte, literalmente el vislumbre de lo que está siendo, infinitamente, sea en los mares o en los desiertos, en los valles o en las montañas, en el bullicio o en la soledad.
Tenemos los humanos un mismo cerebro. ¡Pero cuán múltiple y diversa son las maneras de experimentar, momento a momento, eso mismo que se tiene unas cien mil millones de neuronas ligadas entre sí en virtud de diez mil zonas de contactos o sinapsis por cada una de esas células![5] Estas astronómica cifras, que atañen tanto a lo común como a lo singular, justifica que se piense en términos de las ‘humanidades’, de las variadas maneras de ser o, mejor, llegar a ser humano, y no ya del supuesto universal de una ‘naturaleza humana’. Escribe Lévi-Strauss: «En efecto, se sabe que la noción de Humanidad que engloba sin distinción de raza o de civilización, todas las formas de la especie humana, es de aparición muy tardía y de expansión limitada. Incluso allí donde parece haber alcanzado su más alto desarrollo, no hay en absoluto certeza —la historia reciente lo prueba— de que esté establecida al amparo de equívocos y regresiones».[6]
Una tal idea de ‘Humanidad’ se arraiga en Europa a partir del siglo XVIII, tomando el relevo laico del universalismo religioso del cristianismo, es decir, el ‘catolicismo’ (del griego katholikós, ‘general’, ‘universal’), consolidado a partir de la cristianización del imperio romano que se remonta a los finales del siglo IV, con la conversión del emperador Constantino. Cabe preguntarse: ¿acaso no es el capitalismo o, mejor dicho, la lógica del capital, lo que ha tomado el relevo de esa vocación universal en nombre de una abstracta y estadística Humanidad, subordinados a los criterios de la ingeniería social del marketing? ¿Acaso no son esos los mismos criterios, basados en el artificio de demanda, la captura del deseo y la diversificación de la oferta, los que impulsan el aumento sin límites de la ganancia (profit)? ¿No es eso mismo lo que ha dado lugar, por ejemplo, entre tantos otros, a la nueva profesión neo-liberal y altamente lucrativa del Coaching (coaching ‘empresarial’, ‘emocional’, ‘educativo’, incluso ¡‘ontológico’!)? ¿Acaso no son esos los criterios que sostienen la plutocracia filantrópica de Sylicon Valley y la hipocresía puritana de sus ‘comunidades cibernéticas’? ¿No es esa la nueva religio del Capital que gravita en torno a las delirantes ‘acciones’ y ‘valores’ en las grandes capitales, pero en particular en el santuario bursátil de Wall Street?
Para ilustrar lo anterior, basta con constatar el autoritarismo que hoy en día se impone y propaga en las llamadas democracias liberales, junto al retorno de las viejas nostalgias imperiales (Rusia, Turquía, Irán, …); las cerriles políticas de ‘izquierda’ que no parecen entender nada, salvo muy raras excepciones, de las implicaciones del colapso de la Unión Soviética, la caída del Muro de Berlín, el desplome de lo que se consideró una vía ejemplar del socialismo, como que fue la Rumanía de Ceausescu, el eurocomunismo de Berlinguer en Italia, el desgarramiento de Yugoeslavia de Tito, el todavía vigente, y despótico, régimen de la República Popular Democrática de Corea, las transformaciones de la República Popular China; para no decir nada de la actual trágica situación de Venezuela, o de la indigente condición de la Revolución cubana que tanto ha significado para nuestra América, al decir de Martí.
Hay que reconocer que el capitalismo ha logrado ensordecer las luchas sociales, convirtiendo, en el sentido más religioso de la palabra, a todas las clases, sectores de clase e incluso desclasados y marginados sociales, a la sórdida violencia de la plusvalía, el fetichismo del dinero y de la mercancía, como el genio de Karl Marx nunca pudo haber imaginado. Lo que llamamos ‘democracia’ es, en realidad, una antigua experiencia política que hay que volver a pensar radicalmente en virtud de lo más elemental: la afirmación de una noble forma de vida, capaz de poner en justa perspectiva el ancestral legado de la sabiduría y el experimento de la condición humana con sus propias fuerzas, creando las condiciones para sobrepasar las limitaciones de la robusta y vociferante ignorancia que explota, allana y avasalla el planeta y la atmósfera de nuestra respiración.
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[1] La frase está tomada de una célebre historia china en la tradición Chan’g o Zen, titulada El buey y el boyero que se remota a los siglos XIII y XIV. Las imágenes pictóricas que las representan son parte del patrimonio artístico del monasterio Shōkotu-ji de Kioto, dedicado a la práctica de Rinzai Zen.
[2] La traducción del griego es nuestra.
[3] Claude Lévi-Strauss (2002). Paris: P.U.F.
[4] Remito a dos libros importantes: Los cínicos (1997) de R. Bracht Branham y M.-O. Goulet-Caze (Eds). Madrid: Seix Barral y Elogio de la infelicidad (2013) de Emilio Lledó. Vallalodid: Cuatro Ediciones.
[5] Consúltese al respecto el libro del neurocientífico Jean-Pierre Changeaux y el matemático Alain Connes, Materia de reflexión (1993, en francés, Matière a pensée, 1989). Barcelona: Tusquets.
[6] Raza y cultura (1999). Madrid: Cátedra.