¿Otra partida… o cambiamos de juego?
“There’s class warfare, all right, but it’s my class, the rich class, that’s making war, and we’re winning”.
-Warren Buffett
Sería difícil encontrar un análisis de la crisis actual y un conjunto de propuestas mejor alineadas con el dogma neoliberal que los que encontramos en los escritos del respetado economista Elías Gutiérrez. Gutiérrez escribe bien, sabe presentar sus argumentos clara y elocuentemente. Todo eso hay que agradecerlo. Tampoco ponemos en duda su deseo de buscar soluciones a los problemas del país. Eso no quita que su análisis me parezca equivocado y sus propuestas muy objetables. Por eso quisiéramos comentarlas brevemente. Cuando se debate con posiciones es mejor partir de sus mejores exponentes, aunque eso haga el trabajo más difícil. Nos limitamos a un artículo publicado recientemente titulado «Se trancó el dominó» que no pocos lectores han elogiado como excelente y descrito como «lectura obligada». Pensamos que la discusión ayuda a aclarar puntos de vistas encontrados y facilita que los lectores y lectoras los evalúen y que formulen el suyo. Es bueno advertir que también comentamos ideas que no se mencionan en dicho artículo, pero que también son parte de los debates sobre la crisis y que no debemos ignorar.Gutiérrez parte de una reflexión general sobre la inversión, el ahorro y el consumo. Dicho en dos palabras: argumenta que la inversión, necesaria para el crecimiento económico, es producto del ahorro, y que el ahorro no es otra cosa que consumo diferido y el consumo diferido conlleva sacrificar la gratificación o el consumo inmediato. En lugar de consumir ahorramos, es decir, posponemos el consumo, nos sacrificamos, invertimos y así preparamos las condiciones para un consumo posterior acrecentado. En resumen, la inversión y, por tanto, el crecimiento, es producto del sacrificio. Sin sacrificio no hay ahorro, ni inversión, ni crecimiento.
Ese razonamiento, sobre el cual volveremos, se convierte entonces en la clave para entender la crisis de la economía de Puerto Rico: los puertorriqueños han perdido la capacidad de sacrificio, viven para la gratificación inmediata. Incapaces de posponer el consumo, son, por tanto, incapaces de ahorrar y, por lo mismo, son incapaces de invertir. Detrás de la falta de crecimiento económico está el rechazo de cualquier cosa que suene a sacrificio. El país no crece porque no invierte, no invierte porque no ahorra, no ahorra porque no pospone su consumo, no pospone su consumo porque es incapaz de sacrificarse para generar un mejor futuro.
Parte de esa cultura del consumo es la generalización entre los puertorriqueños de la idea de que la salud, la educación, y los elementos de un nivel de vida mínimo (alimentación, servicios básicos como agua potable, electricidad, vivienda, etc.) son derechos que el gobierno debe garantizar. «Amamantada» por el gobierno la gente considera que el estado lo debe «resolver todo», aunque, por supuesto, como parte de su rechazo de todo sacrificio, no están dispuestos a pagar impuestos. Los políticos «populistas» ceden y fomentan esa actitud: ninguno se atreve a exigir al pueblo los sacrificios necesarios. Con tal de proveer lo que ha llegado a concebirse como «derechos», han endeudado el país hasta el límite.
Para colmo de esta cultura del consumo y de la incapacidad de sacrificio, ahora que la deuda ha hecho crisis, algunos legisladores (suponemos que se refiere a Manuel Natal y Luis Vega Ramos) desatan el discurso de «lucha de clases» (suponemos que se refiere a que señalan las ganancias de megatiendas y empresas foráneas y la necesidad de que tributen más) a la vez que proponen no cumplir con las obligaciones del país (suponemos que se refiere a la idea de renegociar la deuda). Esto ha incrementado las dudas en los mercados financieros y ha «disparado» el costo de posibles créditos para Puerto Rico.
Resumen de este diagnóstico tan aplaudido por algunos comentaristas: el problema del país es la pérdida de la capacidad de sacrificio. De ahí se derivan los demás males: consumo excesivo e inmediato, demasiadas garantías y derechos sociales, políticos y partidos “populistas” que fomentan un gobierno sobreextendido y maternalista, (un nanny-state como gustan decir en Fox News, un estado “amamantador”).
Las soluciones a la crisis que pueden derivarse de tal análisis no son difíciles de imaginar: hace falta reducir el consumo y aumentar el ahorro, hay que recortar derechos y garantías sociales. Hay que acabar con «el amamantamiento». En lugar de los políticos “populistas”, se necesitan gobernantes capaces de imponer el sacrificio. ¿Cómo se supone que esto genere una recuperación económica? El sacrificio generará ahorro, el ahorro generará inversión, la inversión generará crecimiento. ¿Pero quién hará esa inversión? ¿En manos de quién estará ese ahorro generado por el sacrificio? En manos de la empresa privada, por supuesto. La fórmula entonces se dibuja más claramente: hay que imponer el sacrificio para que aumenten los recursos de las empresas que, a través de sus inversiones, sacarán la economía de la crisis.
No pensamos que haya que emplear mucha tinta o caracteres para explicar que tanto en el análisis como las propuestas estamos en pleno continente neoliberal: la culpa de las crisis la tienen servicios y protecciones sociales demasiado generosos (que, se nos dice, inhiben la productividad y el esfuerzo) y un gobierno sobreextendido, que ahoga la iniciativa privada. La solución, se plantea, está en eliminar derechos y garantías (que solo protegen a los vagos y free riders) y premiar el esfuerzo, privatizar y reducir el gobierno.
Lejos de ser una renuncia a la lucha de clases, este discurso es un llamado a la lucha de clases: lucha contra los derechos conquistados por los sectores desposeídos, empleados o desempleados, con tal de aumentar las ganancias del capital. Este es el discurso del capital en su lucha contra todo lo que se conoció alguna vez como el estado de bienestar. Lo curioso es que esto se ofrezca como análisis de la crisis de Puerto Rico o como novedad. Es la receta neoliberal genérica. Es, palabra por palabra, el discurso neoliberal que se puede escuchar desde hace tres décadas, en todo el mundo. Es la receta neoliberal, de Thatcher y Reagan para acá, en todo momento y rincón del planeta.
Tampoco se trata de una renuncia a la intervención del estado en la economía. Baste recordar lo ocurrido en 2008. Los que no tengan la memoria corta recordarán que en esa fecha los grandes bancos, casas financieras y aseguradoras de Wall Street, así como no pocas grandes empresas industriales se encontraron al borde del colapso (algunas colapsaron y desaparecieron, como Lehman Brothers) y estuvieron al borde de llevarse toda la economía global a una desarticulación con consecuencias impredecibles. ¿Qué se hizo en ese momento? ¿Se dijo que estos ejecutivos irresponsables debían enfrentar ahora las consecuencias de su irresponsabilidad? ¿Se dijo acaso que tenían que someterse ahora a la disciplina purificadora del mercado? Para nada: se organizó un masivo rescate con fondos públicos. Se les amamantó al son de miles de millones de dólares hasta que recuperaron su salud. Así que ya vemos la lógica de estas posiciones: no hay problema con atacar derechos o programas sociales que benefician a los desposeídos, pero si usted denuncia las ganancias de las grandes empresas, entonces usted es un populista y está azuzando la lucha de clases. No hay problema con que el estado rescate los grandes bancos y las grandes empresas del desastre que ellas se han labrado, esas son too big to fail, pero si usted defiende programas públicos que garantizan un mínimo de servicios a la gente, entonces usted es un fomentador del «amamantamiento» que no entiende la necesidad del sacrificio.
No hay entonces que llamarse a engaño: el análisis de la crisis no es un terreno neutral, es un terreno de intereses enfrentados. No hay duda que la economía de mercado, la economía capitalista, la economía global, como se le quiera llamar, ha vivido una profunda crisis de la cual aún no sale plenamente. Con regularidad y uniformidad que es muy fácil comprobar, los más grandes sectores empresariales, sus partidos, sus gobiernos y sus ideólogos pretenden pasarle la cuenta de esa crisis a los sectores desposeídos y más pobres: de ahí las políticas de austeridad, las prédicas de sacrificio, de reducción o eliminación de derechos, de privatización que observamos, no solo en Puerto Rico sino en todo el mundo. En todos lados se escucha lo mismo: «los pueblos han vivido por encima de sus medios», se han acomodado demasiado, se han acostumbrado a demasiados derechos y llegó la hora del ajuste. Se acabó la fiesta. Se trancó el dominó.
Del otro lado están, o debo decir, estamos, pues me ubico en el segundo grupo, los que insistimos que la causa de la crisis no es el consumo excesivo de la gente, o la falta de espíritu de sacrificio, o derechos sociales excesivos. Tampoco pensamos que la solución está en sacrificar a la gente en el altar de las ganancias. Pensamos que el culpable de la crisis, globalmente, y en Puerto Rico también, como parte que es del globo, no son los derechos sociales sino un sistema económico que pone la capacidad productiva de la humanidad al servicio de unos pocos y no de las mayorías (lo sé: esto es populismo) y que la solución a la crisis no está en golpear más al pueblo, sino en poner esa capacidad productiva al servicio del bienestar social y no de las ganancias privadas (aunque tal idea se considere el colmo del populismo).
Siempre conviene regresar al momento fundacional de las políticas neoliberales: el llamado Volcker Schock de 1979. En ese momento Paul Volcker, entonces presidente de la Junta de la Reserva Federal de Estados Unidos, decretó un aumento repentino y sin precedentes de las tasas de interés. La acción tuvo el efecto casi inmediato de provocar una profunda recesión (en Puerto Rico tuvo un efecto devastador: la tasa de desempleo sobrepasó el 20%). Volcker explicó abiertamente el objetivo de esta política: había que frenar las exigencias y expectativas salariales de la clase trabajadora y eso se lograba tolerando o incluso provocando niveles de desempleo que no se observaban desde hacía décadas. Pero Volcker lo decía claramente en 1979: «the American standard of living must decline». Su sucesor, Alan Greenspan, celebraría en 1997 que los trabajadores de Estados Unidos tenían un «heightened sense of job insecurity» que, a diferencia del pasado, les impedía acentuar sus exigencias salariales en momentos de expansión.
Por otro lado, la amenaza del desempleo tan solo funciona en la medida que la situación de los desempleados se hace más precaria, insegura y lamentable. Por tanto, la política indicada se acompañó de la campaña de desmantelamiento de programas sociales, de apoyo o de welfare, que continúa hasta el presente, combinada con la constante machaca de que esos programas fomentan la vagancia y permiten que la gente «viva sin trabajar». El problema no es un sistema que no genera empleo, sino que la gente no quiere trabajar. Se elabora incluso la teoría de que el desempleo es resultado de las leyes de salario mínimo y las ayudas a los desempleados: si no existieran esas leyes y programas la gente encontraría empleo con los salarios que el mercado puede sostener. Aquí se ve claramente la lógica de estas posiciones: eliminar todos los derechos laborales o programas sociales para que la gente “pueda” trabajar por salarios y en condiciones no importa cuán miserables sean. A veces se dice incluso que se quiere «liberar» a los desempleados de la opresión que representan las leyes de salario mínimo. Lo grande es que todo esto se defienda a nombre de pasar a una economía del siglo XXI cuando en realidad se trataría de regresar a la economía del siglo XIX. Nada más fácil, por supuesto, que tratar de movilizar a los trabajadores empleados que pagan impuestos contra los desempleados que reciben alguna compensación. Dividir a empleados contra desempleados, a los «contribuyentes» contra «los que cogen cupones»: ese es uno de los ejes del populismo neoliberal. Razón por la cual es tan importante que entendamos y expliquemos que cualquier empeoramiento de la situación de los pobres y desempleados es un martillo para erosionar más aún los niveles de vida de los que tienen empleo.
Los otros elementos de esa política fueron: reducir los impuestos al gran capital, privatizar parte del antiguo sector público, desreglamentar el sector privado, reducir las protecciones laborales. El resultado fue una explosión de la desigualdad, de la deuda pública y privada, de sucesivas burbujas especulativas, proceso que culminó en la gran recesión de 2008. Pero ahora, en el mundo, y en Puerto Rico, como parte del mundo, se nos recetan como solución a la crisis las mismas políticas neoliberales que condujeron a la crisis.1
¿Cuáles son los lugares más comunes de sus argumentos? El primero es el llamado «gigantismo gubernamental», idea que se repite mucho sin examinarla con el debido cuidado. El gobierno de Puerto Rico es «insostenible» ha planteado Gutiérrez en varios artículos y no es el único que lo señala. Sin embargo, podemos comparar la cantidad de empleados públicos en Puerto Rico con su población y encontraremos que hay menos que en más de veintiún estados de Estados Unidos, para no hablar de otros países. Además, durante los últimos cinco o seis años el empleo público se ha reducido cerca de 20% con la eliminación de alrededor de 50 mil empleos (vía despidos, congelación de plazas o attrition). El gobierno de Puerto Rico no es demasiado grande ni tampoco ha estado creciendo en años recientes. Se ha estado encogiendo.
Igualmente interesante es constatar cuántos empleados en el sector privado tiene Puerto Rico comparado con su población: en ese renglón Puerto Rico está último entre todos los estados y territorios de Estados Unidos. Es decir, Puerto Rico no padece de gigantismo gubernamental, padece de raquitismo empresarial. Algunos dicen que ese raquitismo empresarial se debe a que el gobierno lo acapara todo, apropiándose de recursos que debieran ir al sector privado. El problema con el argumento es que tampoco se corresponde con los hechos. El mismo estudio de la empresa KPMG, comisionado por el gobierno para estudiar la reforma contributiva, compara los recaudos del gobierno de Puerto Rico con el PNB y el PIB del país y señala que es una porción menor que en otros países con los cuales se compara el caso de Puerto Rico. Además el por ciento de esos recaudos son del PIB o PNB ha ido reduciéndose al menos desde el 2000 para acá. El mismo resultado se obtiene si se comparan los recaudos por concepto de impuestos a corporaciones con el PNB y el PIB. Es decir, el gobierno puede que use mal muchos recursos, no lo dudamos, pero no acapara una cantidad ni desmedida ni creciente de recursos.
Esto nos debe poner en guardia ante la idea de que el crecimiento económico exige una reducción de la carga contributiva de las más grandes empresas que, «liberadas» de un gobierno supuestamente acaparador, desatarán una ola de inversiones productivas.
En fin: el raquitismo empresarial no se debe al inexistente gigantismo gubernamental. Al contrario si se insiste en pelear con ese fantasma es porque no se quieren discutir ni enfrentar las limitaciones que aquejan y los privilegios que anidan en el sector privado. Para el dogma neoliberal los problemas siempre provienen, por definición, del sector público, jamás del funcionamiento de la economía privada, o de las reglas del mercado o de la ganancia privada como rectora del movimiento de la economía.
¿Será entonces que los puertorriqueños impiden la inversión con su excesivo consumo y falta de espíritu de sacrificio? Uno se pregunta cuál es el exceso de consumo al que tiene acceso la mayor parte de la población de un país en el que, según el mismo estudio de KPMG, la mayoría de las familias (familias, repito, no individuos) tienen un ingreso anual menor de $20 mil. Un país en que más del 40% de la población vive bajo el nivel oficial de pobreza. Uno se pregunta, ¿cuál parte de esa miseria es la que se supone que se ahorre para generar inversión? La mitología neoliberal, que en esto llega a su apoteosis, tiene una respuesta para esto: lo pobres han caído en su miseria pues no han sabido ahorrar. Están como están debido a su irresponsabilidad: los otros han ahorrado y prosperado. Y los que más han ahorrado son los que más han prosperado. Recuérdese que según esta concepción la inversión viene del ahorro, el capital viene del ahorro y los que carecen de capital es porque no han sabido ahorrar: los pobres a quien único deben culpar de su pobreza es a sí mismos. La denuncia de los ricos no es más que un malsano resentimiento de los irresponsables, azuzados por los políticos populistas. Pero el fundamento mismo de la sociedad capitalista es la existencia de una mayoría desposeída y el monopolio de las fuentes de riqueza por unos pocos, el famoso 1%, como denunciaba el movimiento Occupy: esa división de clases no solo se reproduce desde que el sistema existe sino que la brecha de ingreso entre unos y otros en la época neoliberal se ha ido incrementando, como bien han denunciado economistas para nada radicales como Joseph Stiglitz o Paul Krugman, para mencionar dos de los más destacados.2 El ataque a la supuesta falta de capacidad de sacrificio no se debe a un exceso de consumo de los asalariados o desempleados, forma parte, más bien, del intento de salir de la crisis a costa del nivel de vida de los que ya tienen un nivel de vida limitado y en algunos casos bajísimo. Es parte de una clara y abierta lucha de clases… contra los desposeídos. Otro recurso reciente es atacar como «populista» a todo el que denuncia esas políticas.
Pero ¿cómo explicar la deuda exorbitante del gobierno de Puerto Rico y el estancamiento crónico de nuestra economía, si no es partir de nuestra falta de sacrificio y consumo desenfrenado? Para comenzar a contestar estas preguntas sin las gríngolas neoliberales habría que empezar por examinar el eje de la política económica del gobierno desde hace seis décadas y media: la política de exención contributiva. Varias cosas pueden decirse sobre esta política. Lo primero es que, si funcionó alguna vez, ya no funciona. La economía de Puerto Rico no crece hace una década. El empleo total se reduce. Desde 1996 se han perdido mitad de los empleos en la manufactura. En segundo lugar, las empresas que operan a su amparo generan o declaran grandes ganancias en Puerto Rico: ganancias que equivalen a más de un tercio del PIB, ganancias que salen del país y que tributan muy poco en el país. Falta de crecimiento y renuncia a la más importante potencial fuente de tributación: es la fórmula perfecta para que el gobierno carezca de recursos y, o bien deje de funcionar, o se endeude para funcionar… hasta que la deuda también se haga impagable. Esa es la causa de la falta de crecimiento, del desempleo masivo, de que tanta gente sea elegible para el PAN y de que el gobierno no tenga recursos, eso, repito, y no la falta de disposición de sacrificio de la gente o el desenfreno consumista de la población.
El caso de Puerto Rico no es más que una variante muy específica de un fenómeno global. En todo el mundo se justifican políticas de austeridad y sacrificio a nombre de pagar la deuda pública, deuda que se atribuye a que los pueblos han vivido por encima de sus medios, como dicen en Europa. Pero la deuda no es resultado de programas sociales derrochadores, es resultado, primero, de tres décadas de políticas de reducción de impuestos a los sectores más ricos y las corporaciones y, segundo, del masivo rescate con fondos públicos de esos sectores cuando su irresponsabilidad condujo a sus empresas y la economía global al borde del colapso: como dije, la necesidad sagrada y moral de pagar las deudas y atenerse a las consecuencias de sus excesos aplica a todo el mundo, menos a estos sectores. Nuestra versión de todo esto, en parte al menos, ha sido la política de exención contributiva. Se trata, en nuestro caso de un círculo vicioso. El país carece de capital y por tanto atrae capital externo con la exención contributiva, capital que exporta sus ganancias y tributa muy poco, por lo cual el país carece de capital y por tanto atrae capital externo… y así en un círculo inacabable de desarrollo dependiente. Por eso carecemos de recursos para invertir, no por falta de disposición de sacrificio.
El discurso del sacrificio es parte del intento de perpetuar esa máquina a costa del nivel de vida de la mayoría asalariada o empobrecida. Pero si algo ha demostrado la experiencia del siglo XX y lo que va del XXI es que la economía regida por la competencia, por la ganancia privada a corto plazo, por las inversiones decididas y dirigidas por grandes empresas privadas externas e internas no es capaz de generar un desarrollo económico mínimamente coherente, ni sostenido ni sustentable del país.
Lo que necesitamos no son prédicas de sacrifico sino maneras de salir de ese círculo vicioso. En otros escritos hemos esbozado aspectos de tal alternativa. Digamos aquí que su eje tiene que ser transitar a un círculo virtuoso en que una parte mayor, en que la mayor parte del ingreso que se genere en Puerto Rico se reinvierta en Puerto Rico, para que su desarrollo sea auto-sostenido y no dependiente. Y hay que trabajar porque los frutos de ese crecimiento se distribuyan justamente. Nada de esto ocurrirá por generación espontánea del sector privado, no ocurrirá sin un plan de reconstrucción y sin un sector público no reducido sino ampliado, lo opuesto, lo sabemos de la receta neoliberal que en algunos ámbitos se toma como verdad revelada. Esto sin duda, nos plantea un reto más complejo que a los neoliberales. A los neoliberales les basta con decir: saquemos al gobierno del medio, exijamos los sacrificios debidos a la gente, y el mercado y la empresa privada harán el resto. Nosotros no podemos recostarnos de tales mitologías y tenemos que remplazarlas con planes y propuestas.
En otros textos hemos detallado algunas y otras sin duda deben desarrollarse. En términos generales hemos planteado las necesidad de lograr una tributación de emergencia de empresas ahora exentas y una tributación creciente en años futuros; adoptar una política realista ante el problema de la deuda que la renegocie desde una perspectiva no subordinante sino habilitadora para el país; iniciar una reforma gubernamental que democratice y agilice la administración pública con participación laboral y ciudadana; formular una política económica que supere el desarrollo unilateral y precario en que la fuga de ganancias y la dependencia de la inversión externa se alimentan mutuamente; plantear al gobierno federal la mutua conveniencia de un plan de reconstrucción económica que dote al país de una economía que no requiere subsidios externos.
Esta es una tarea monumental y compleja, lo sabemos, pero es la que corresponde a la magnitud de la crisis en que nos hayamos.
Esto, no lo dudo, puede que exija sacrificios, pero en ese caso serán sacrificios para reconstruir al país para todos, no para ganancias de unos pocos que, para colmo, nos culpan de la crisis a la que nos han conducido.
No hay que renunciar a los derechos sociales, sino, muy al contrario, ponerlos en el centro mismo de nuestro proyecto económico, político y social: el objetivo de cualquier economía debe ser hacer realidad esos derechos. El objetivo debe ser proveer, o, mejor, garantizar a todo el mundo, como cuestión de derecho, los elementos materiales de una vida adecuada y plena. No consumir cada vez más, sino lo necesario y extender cada vez más el tiempo libre. Esto no solo es más justo, no solo conduce a una mejor convivencia, no solo permite una vida mejor, sino que es lo único compatible con el uso responsable de los recursos del planeta, del cual, como decía un barbudo del siglo XX, no somos dueños sino meros custodios en lo que se lo pasamos a futuras generaciones.3
Porque esta es otra ironía que no hay que dejar en el tintero o el teclado: se nos condena por nuestro consumo desmedido y nuestra incapacidad de ahorrar y nuestro endeudamiento patológico, pero ¿quién nos insta a todas horas y por todos los medios a consumir, comprar, descartar lo que todavía es útil para comprar más? ¿Quién si no el gran capital industrial, comercial y financiero? ¿Quién contempla con horror y alarma cuando constata que las ventas han caído en los días de Thanksgiving, o en la temporada navideña o en el Día de las Madres? ¿Quién si no los empresarios y sus analistas y portavoces? ¿En qué quedamos señores? ¿Y qué pasaría si la gente se tomara en serio eso de reducir el consumo y ahorrar y sacrificarse? ¿Quiénes serían los primeros en tratar de revertir tal disciplina? El capital mismo que está obligado a vendernos una cantidad siempre creciente de productos. Vemos que el discurso del sacrificio solo sirve para que moderemos nuestras exigencias salariales o nuestra exigencia de servicios como cuestión de derecho. Pero ¿cómo pretenden vendernos cada vez más productos si limitan nuestros ingresos? Pues endeudándonos, tomando prestado y pagando intereses. Entonces nos critican por irresponsables, a pesar de que este circuito económico no podría funcionar sin esa deuda creciente de todos y todas. Y cuando la burbuja de la deuda estalla entonces se designan como culpables a los desposeídos que se han endeudado, no al sistema en que la deuda es una pieza indispensable. Se nos culpa de las consecuencias de un sistema que está en contradicción consigo mismo, para no hablar del bienestar social o el entorno natural.
La realidad es que los elementos que la gente ha llegado a tomar como derechos, como el derecho a la salud, la educación, las pensiones, el cuidado en la niñez, hasta las vacaciones pagadas, no son cosas que los boricuas hayan abrazado como derechos como resultado de su gusto por la vida fácil. Son todos derechos consignados por la Declaración Universal de Derechos Humanos en 1948, y por la Declaración de Filadelfia de la Organización Mundial del Trabajo en 1944, y por el Presidente Roosevelt en su propuesta de una segunda Carta de Derechos del mismo año.4 Ahora resulta que casi setenta años después, ahora que contamos con una capacidad productiva, tecnológica, científica espectacularmente mayor que entonces, ahora resulta que para salir de la crisis y recuperar la inversión tenemos que renunciar a la idea misma de derechos y garantías sociales. ¿No será la hora entonces, no de renunciar a esos derechos, sino de reevaluar un sistema centrado en la inversión y la ganancia privada? Si los derechos humanos chocan con la reglas de un sistema económico ¿debemos renunciar a los derechos o cambiar las reglas? Si el dominó se trancó, ¿queremos otra partida o cambiamos de juego? Sabemos muy bien que es una pregunta populista, pero la hacemos de todas formas.
Los mismos derechos que los gobernantes y defensores de este sistema adoptaban y proclamaban en 1948 son ahora motivo de indignación, son un estorbo y un problema, para sus herederos. No creo que haya mejor muestra de la caducidad de este sistema y la necesidad de algo distinto, en Puerto Rico y en el mundo.
- Ver sobre este tema “La amnesia del capital”, http://www.80grados.net/la-amnesia-del-capital/ [↩]
- Sobre esto consultar: “Stiglitz descubre el Mediterráneo”, http://www.80grados.net/stiglitz-descubre-el-mediterraneo/ [↩]
- Ver mi reseña “Capitalismo fósil”, http://www.80grados.net/capitalismo-fosil/, también “Isla desechable”, http://www.80grados.net/isla-desechable/ [↩]
- Sobre el tema ver mi artículo “El de espíritu de filadelfia”, http://www.80grados.net/la-seccion-20-y-el-espiritu-de-filadelfia/ [↩]