Un modelo para la desglobalización
La globalización ha perdido mucho de su caché. No se le celebra ni condena tanto como en las últimas dos décadas; ni exalta las pasiones, como solía hacerlo, entre partidarios y detractores. Pero, irónicamente, el concepto va ganando respetabilidad y vigencia a la misma vez que se va cayendo del hit parade de las ideas que están de moda. Hay cada vez más investigadores sobrios hablando de la globalización en un tono ponderado, y la utilidad del concepto para el análisis y la investigación se va reconstruyendo. Puede decirse que se está dejando atrás la retórica ingenua de la globalización, y en su lugar va quedando una apreciación más razonada de este proceso histórico.
Hace una década, o algo más, hubo un debate acalorado sobre la globalización. En un extremo, había quienes pregonaban un mundo de convergencia internacional que, en realidad, todavía está muy fuera de nuestro alcance. En el otro, algunos rechazaban la mera mención del tema como una apología descarada del neoliberalismo. Hoy que ese debate ha dejado de suscitar interés, se ven más abordajes del asunto como el proceso histórico de largo plazo que algunos intelectuales más prudentes siempre dijeron que es. Un ejemplo, para mencionar solo uno, es el economista argentino Aldo Ferrer, que desde hace más de una década viene diciendo que la globalización no es una novedad de finales del siglo 20, sino una tendencia de expansión del capitalismo que empezó hace casi 500 años y se aceleró durante las segunda revolución industrial en el siglo 19.
En artículos recientes se ha visto la tendencia a hablar de “globalizaciones”, en plural, para distinguir diferentes etapas de este expansionismo capitalista. Aunque las periodizaciones son variadas, hay referencias a una primera globalización, lenta y prolongada, que abarca los siglos de la colonización europea de América y otras áreas del planeta. A ésta le seguiría la segunda globalización, que es la acelerada internacionalización de la economía y las finanzas en el último tercio del siglo 19 y hasta principios del siglo 20; periodo que coincide, no por casualidad, con las últimas seis décadas de la Pax Britannica. Una tercera globalización comenzaría, tímidamente, después de la Segunda Guerra Mundial, y ganaría velocidad hacia el final de la Guerra Fría. Esa es la de nuestra generación; la que se anunció con bombos y platillos como una gran novedad histórica en el momento de máxima euforia por la hegemonía, al parecer absoluta, de Estados Unidos, y por el llamado “fin de la historia”.
El que tanta gente se haya deslumbrado con “la” globalización hace un par de décadas, sin parecer percatarse de que se trataba de la continuación de una “onda larga” en la historia económica mundial, quizá se explica por el hecho de que entre la segunda y la tercera globalización hubo una pausa prolongada: las dos guerras mundiales, y nada menos que la Gran Depresión por interludio. Algunos investigadores se refieren al desenvolvimiento de la economía internacional en ese periodo como una “desglobalización”, término que me parece muy acertado porque indica que más que una simple pausa –por prolongada y borrascosa que haya sido– se trató más bien de un retroceso temporero en el expansionismo capitalista de largo plazo. El término es útil también porque permite encapsular en una palabra de significado bastante evidente la complejidad de los múltiples procesos políticos, económicos y sociales que en determinados momentos históricos exacerban las tensiones internacionales y ponen trabas a la tendencia “natural” del sistema hacia la integración (sin que la palabra integración tenga necesariamente la connotación alegre de “igualación” o “armonización”). Un dato que suele sorprender a la gente es el siguiente: el nivel del comercio internacional que se había alcanzado antes de la Segunda Guerra Mundial no se llegó a recuperar sino hasta los años 1980; sin duda la internacionalización de la economía retrocedió marcadamente a consecuencia de los grandes conflictos bélicos y el colapso económico de aquellos tiempos.
De hecho, algunos investigadores advierten hoy en día del peligro de entrar en otra “desglobalización” como consecuencia de las tensiones que ha provocado la más reciente crisis sistémica en el orden económico y financiero global. En los momentos de máximo entusiasmo con “la” globalización (la de nuestro tiempo, que sería, según la periodización ya descrita, la tercera) hubiera parecido casi inconcebible que la unión monetaria europea pudiera verse amenazada en su propia integridad por una crisis financiera. El euro es, de hecho, uno de los emblemas más reconocidos de “la” globalización. La idea de que se pueda desintegrar ese esquema tan admirado por el mundo entero crea mucha ansiedad sobre el futuro del orden global. Hace apenas un año y medio, organizaciones como el Fondo Monetario Internacional lanzaban advertencias sobre el peligro de que resurja el proteccionismo en respuesta a los embates de la crisis en diversos países y regiones: o sea, el peligro de otra desglobalización.
Puerto Rico y la desglobalización
Todo lo anterior es un preámbulo para hablar de Puerto Rico. Algunos economistas puertorriqueños hemos llegado a la conclusión –unos antes y otros más recientemente– de que Puerto Rico es un caso de un modelo de desarrollo dependiente fracasado en la globalización. ¿Por qué fue este modelo incapaz de sobrevivir en la globalización? La contestación parece ser que el modelo fue precisamente diseñado para funcionar en la desglobalización de los años 1930, 1940 y 1950. En eso se parece, curiosamente, al modelo de sustitución de importaciones de América Latina, que fue también, por exigencia de las circunstancias del momento, un modelo para la desglobalización. De ahí el éxito de ambos programas en aquellos tiempos, y sus debilidades inmanejables más adelante. Los latinoamericanos han modificado su modelo, primero con excesos neoliberales y hoy en día con bastante inteligencia y agilidad, por lo menos en algunos países. En Puerto Rico aún no rompemos con el viejo esquema, si bien el esquema ya rompió con nosotros.
Cuando Rexford G. Tugwell hizo su gira de cónsul ilustrado de Estados Unidos en Puerto Rico, y luego Luis Muñoz Marín, Teodoro Mosoco y sus allegados redirigieron las reformas de Tugwell hacia lo que sería el programa de Manos a la Obra, la Isla salía de la Gran Depresión y se insertaba en las movidas estratégicas de Estados Unidos en el Caribe, que era un escenario menor de la Segunda Guerra Mundial. Siempre se ha dicho que Manos a la Obra descansaba en tres pilares principales: la mano de obra barata, el acceso libre al mercado de Estados Unidos y la exención contributiva para empresas estadounidenses en la Isla. Estos tres pilares tenían sentido y validez en un mundo en el que prevalecían el proteccionismo y el nacionalismo fiscal y financiero. Estados Unidos, a pesar de aparecer como paladín del libre comercio y el libre movimiento de capitales, no era realmente una excepción en cuanto a políticas proteccionistas y nacionalistas. Para Puerto Rico, esto representaba un estuche protector en el cual podía prosperar un proyecto de industrialización dependiente.
Más de 60 años después, se ha visto que el proyecto no logró nutrir una clase empresarial local y una base productiva propia. Los famosos eslabonamientos entre la industria estadounidense y la industria local que se suponía sentarían las bases para un desarrollo sostenido, nunca ocurrieron, por lo menos no en la escala requerida. Hoy en día, Puerto Rico es un país sin una personalidad productiva definida; algo que ha salido a relucir con absoluta claridad en la actual crisis económica.
La tarea que tenemos por delante no es una tarea para un gobierno, o para un partido político: es la tarea de una generación. Se necesita construir una base productiva firme y estable, anclada en la movilización de recursos propios, y apoyada por la utilización prudente del capital y la tecnología de Estados Unidos y el resto del mundo. Esto no se hará en un día, ni en una década, pero se sabe que no es un proyecto imposible porque otros países lo han logrado.
Ante la aparente ausencia de salidas de la crisis actual, la reacción de un grupo amplio en el sector privado y el gobierno —y con apoyo tanto popular como penepé— ha sido buscar una nueva ronda de exenciones contributivas en el Congreso de Estados Unidos. Es decir, han buscado refugiarse nuevamente en las preferencias exclusivas en un mundo que trata de caminar en la dirección opuesta. Creo que fue José de Diego quien dijo algo que para todos debe ser obvio, pero no lo es por nuestra inclinación a mirar sólo a Estados Unidos: “Puerto Rico es parte de la bola del mundo”. Hace unos meses, en la publicación The Economist, el ministro de Escocia, partidario de la independencia de su país, decía que las naciones pequeñas tienen que buscar su espacio y hacer su contribución en el escenario global. Deberíamos pensar así, en lugar de cifrar nuestras esperanzas en la próxima desglobalización que venga.