Paul Auster y el marxismo profético
Poco antes del paso de María, estaba terminando de redactar este comentario a partir de la más reciente novela de Paul Auster. Luego, el huracán alteró mis planes y prioridades inmediatas, como al resto de Puerto Rico. Ahora que releo el borrador, me doy cuenta de que no estaba tan lejos de la situación que vivimos.
Desde hace años me ha gustado la obra de Paul Auster. No quiere decir que me fascine todo lo que escribe, ni que piense que es el mejor novelista contemporáneo, como afirman algunos, pero casi siempre es cautivante e ingenioso. Mis favoritas son la afamada New York Trilogy (1987), Moon Palace (1989) y The Book of Illusions (2002). Su novela más reciente, titulada 4321 (Nueva York: Henry Holt, 2017), ha sido bien recibida, aunque ha dejado un poco sorprendidos, insatisfechos o perplejos a algunos de los reseñistas. Las novelas de Auster hasta el presente han sido relativamente cortas. 4321, en cambio, es un texto masivo: 866 páginas para ser exactos. Se presta para reflexiones tanto literarias como políticas. Pero, antes de entrar por ese camino, digamos algo sobre la historia o historias que contiene.
La novela relata la vida de un joven, Archibald Isaac Ferguson, nacido en 1947, hijo de un pequeño comerciante en un pueblo de New Jersey, a su vez hijo de un inmigrante que había llegado a Nueva York procedente de Minsk a principios del siglo XX. Su madre, que se dedica a la fotografía, también es hija de immigrantes, provenientes de Varsovia y Odesa. A partir de ese inicio, presentado en el primer capítulo, y de algunas características (interés por la escritura, el cine, los deportes) la novela ofrece cuatro vidas divergentes del mismo personaje: se trata, en cierto sentido de cuatro novelas en una. A eso se refieren los cuatro números del título.
Cada capítulo se divide en cuatro partes numeradas que van presentando la evolución de Ferguson (se le llama por el apellido a lo largo de la narración) en cada una de sus cuatro vidas paralelas. Las vidas no son de igual longitud: uno de los Fergusons muere en el segundo capítulo, otro en el sexto capítulo y el tercero en el séptimo capítulo. (Hacia el final de la novela hay un viraje en la ficción que me gustaría comentar, pero que no voy a relatar para no dañarle la experiencia a los que se aventuran a leer la novela).
Aunque el texto no lo propone, se podría leer esta novela de dos maneras, Rayuela-style: como está presentada, según avanzan paralelamente, capítulo tras capítulo, las peripecias de los cuatro Fergusons, o leyendo los subcapítulos de cada Ferguson consecutivamente, es decir, como ha señalado un lector, convirtiendo la novela de casi 900 páginas en cuatro novelas más cortas.
De los comentarios que he leído, hay uno que me llama la atención. Según Derek Morrison, al final de la novela es difícil evitar una sensación de oportunidad perdida: «If Auster», plantea, «was going to invent four different lives, why make them so similar? Why the recurrent obsession with sport (baseball and basketball), movies and Paris? And the same pursuit of a writing career? Why not send his hero somewhere else entirely, whether China or a car production line? It’s not that Auster can’t think outside his own box (…) but that for him DNA seems to be destiny. Nature triumphs over nurture. Rich or poor, straight or gay, urban or suburban, the Fergusons share more than divides them. The four merge back into one.» (Blake Morrison, «4321 by Paul Auster – a man of many parts», The Guardian, 27 enero 2017)
Lo primero que habría que señalar sobre este comentario es el hecho de que parece concebir dos opciones únicamente: la determinación genética (el ADN) o la ausencia de determinación. Es decir, el hecho de que las vidas de los personajes, según el crítico, se acerquen tanto, o se distingan tan poco, tan solo podría explicarse a partir de una determinación genética de nuestras vidas. A falta de predeterminación genética, no existen determinaciones, ni limitaciones. Aunque no se lo proponga, el crítico merodea una ideología que domina en la sociedad capitalista, sobre todo la norteamericana: no existe límite a nuestras aspiraciones, que no sea nuestra voluntad. Los obstáculos no son otra cosa que retos y desafíos: son oportunidades para el que no quiera convertirlos en excusas. Todo es posible, si nos esforzamos. El peso de la pobreza, situaciones de clase, raza, género: nada que el emprendimiento no pueda sobrellevar. Es cuestión de perseguir nuestros sueños, no darse por vencido, creer en uno mismo: de esto hay tantas versiones como existen talleres de motivación o manuales de autoayuda o citas inspiracionales. (En justicia debo decir que una novela de Auster, la que menos me atrae, Mr. Vertigo, se acerca bastante a este punto de vista.)
4321 afirma lo contrario: lo que somos, lo que queremos ser, lo que podemos ser, hasta lo que podemos imaginar, está poderosamente determinado, no tanto por razones genéticas, sino por realidades históricas, económicas, sociales y políticas. Más concretamente, la novela, sin decirlo, parece subrayar la importancia de un determinante social que hace tiempo pasó de moda tomar en cuenta, quizás por sus asociaciones con el marxismo: la clase social. Partiendo de la misma clase social en la misma época y país, las posibilidades reales del personaje y de la persona se limitan considerablemente, por más que otros factores empujen en distintas direcciones. En fin, se podría acusar a la novela de cierto determismo de clase, lo cual, refrescantemente, no puede colocarse en ninguna categoría o escuela que de las que llevan el prefijo post (postmoderna, postmarxista, postrealista, etc.). Como dice el mismo Morrison, ¿quién iba a pensar que Auster escribiría una masiva novela realista social?
Como indicamos, Ferguson es nieto de trabajadores inmigrantes del imperio de los zares, hijo de la clase baja (pequeños comerciantes), nacido en 1947, es decir, al comienzo del periodo de expansión capitalista de postguerra. Las cuatro vidas que se nos presentan corresponden a las posibilidades más realistas de ese sector social en ese contexto y época. En una vertiente de la vida de Ferguson, la situación del padre no cambia, sigue siendo un pequeño comerciante de muebles; en otra se enriquece: su tienda de muebles prospera y se convierte en tres prósperas tiendas. En otra mantiene el mismo nivel socio-económico, continúa siendo un pequeño comerciante, aunque cambia de negocio (la tienda de muebles se cambia por una de televisores y luego por una cancha de tenis bajo techo); en otra el padre muere temprano en la vida de Ferguson y su madre se casa entonces con un próspero profesional. De igual forma, como indica el crítico citado, la novela constantemente señala los hechos y procesos que marcan la vida de las cuatro variantes de Ferguson (la guerra fría, el macartismo, la ejecución de los esposos Rosenberg, la presidencia de Kennedy, el servicio militar obligatorio y la guerra de Vietnam, la masacre de My Lai, el movimiento estudiantil, las muertes en Kent State): el drama personal es inseparable del drama histórico en el sentido más amplio.
O como diría Marx: hacemos nuestra historia, pero no en condiciones que hayamos escogido ni deseado y esas condiciones nos determinan y limitan, aunque podemos transformarlas. (La fórmula viene de la primera página del folleto El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte). Y esto en 4321 le aplica tanto al más o menos desdichado Ferguson, como a los personajes que lo rodean.
El determinismo marxista, que explica un aspecto importante de nuestras vidas, no es absoluto, automático, fatalista o mecánico. Es lo que Ernest Mandel llamaba un «determismo paramétrico»: la realidad social fija límites a nuestras acciones, pero no determina lo que ocurre dentro de esos límites. (Erik Olin Wright llama a esto «limitación estructural» una de seis formas de determinación social que identifica en un estudio clásico: Class, Crisis and the State, Londres: Verso, 1978). Dentro de esos límites, lo que hagamos o no hagamos, individual o colectivamente, tiene un impacto real: por eso, aunque no en condiciones que escojamos, hacemos nuestra historia, o podemos hacerla. (Ver Ernest Mandel, «How to Make No Sense of Marx«, 1989)
Alguien podría plantear que el determinismo marxista contradice su propio objetivo de cambio social. Si nuestras ideas, aspiraciones y deseos están determinados por la realidad social, por el capitalismo, por ejemplo ¿no estamos entonces condenados a reproducir esa realidad social? Es una pregunta válida que el joven Marx también tomó en cuenta. Esa precisamente era su objeción al materialismo o determinismo social anterior al suyo. Luego de postular la determinación de las ideas y actitudes de las personas a partir de las condiciones sociales en las que existen, tan solo podía concebirse el cambio social suponiendo que algunas ideas (las nuevas ideas de cambio y revolución) y algunas personas (una minoría ilustrada) están por encima o más allá del alcance de esa realidad social que determina las ideas de la mayoría. Es decir, no solo se trataba de un materialismo que recaía en el idealismo al tratar de explicar el cambio social, sino que era también una concepción elitista: la emancipación de los oprimidos estaría a cargo de una minoría esclarecida.
Marx señalaba en ese sentido que las minorías que planteaban que era necesario «reeducar» a la gente olvidaban preguntarse quién educaría o había educado a los supuestos educadores. Así lo indicaba en la tercera de sus famosas, aunque a veces crípticas tesis sobre Feuerbach: «La teoría materialista de que los hombres son producto de las circunstancias y de la educación, y de que por tanto, los hombres modificados son producto de circunstancias distintas y de una educación modificada, olvida que son los hombres, precisamente, los que hacen que cambien las circunstancias y que el propio educador necesita ser educado. Conduce, pues, forzosamente, a la división de la sociedad en dos partes, una de las cuales está por encima de la sociedad (así, por ej., en Robert Owen).»
El eje de la solución de Marx a la explicación del cambio social desde una perspectiva materialista o determinista social puede resumirse rápidamente: la realidad social que nos determina (el capitalismo, por ejemplo), que nos forma, que nos limita, es una realidad eminentemente contradictoria, opuesta a sí misma, repleta de antagonismos. La conciencia que forma y determina es, por lo mismo, contradictoria, opuesta a sí misma, capaz de ir más allá de sí misma. El capitalismo no solo genera ideología capitalista, sino también crítica del capitalismo. La gente formada en determinadas condiciones puede llegar a plantearse la abolición de esas condiciones y, al transoformar esas condiciones, también se transforman a sí mismas. De ese modo también se rompe con el elitismo: la emancipación no sería obra de una minoría ilustrada que reeduca a la mayoría sino un proceso de autoemancipación de las mayorías. Al transformar el mundo la gente se transforma. La «práctica revolucionaria» debía entenderse, según Marx, como «la coincidencia de la modificación de las circunstancias y de la actividad humana» a partir del «desgarramiento y la contradicción» de la sociedad consigo misma. (Ver las ya mencionadas «Tesis sobre Feuerbach».)
Tal proceso tendría que ser necesariamente colectivo: si bien podemos tomar decisiones individuales, y las tomamos, dentro de las estructuras sociales existentes (si nos mudamos o no; qué carrera estudiamos; qué automóvil compramos, etc., aunque ni siquiera esto con entera libertad), no podemos cambiar esas estructuras individualmente. Para eso es necesaria la acción colectiva. Esto es otro elemento que la ideología dominante detesta profundamente, sobre todo en esta época neoliberal. Quizás no sea coincidencia que casi todos los comentarios sobre la novela de Auster coinciden en criticar la gran cantidad de páginas que el autor emplea en 4321 para describir en detalle la huelga y ocupación estudiantil de la Universidad de Columbia. ¿Qué interés pueden tener ese radicalismo y activismo de los sesenta, inspirado por una perspectiva de cambio radical, en una época en que se nos dice que tales aspiraciones son cosas del pasado?
Por otro lado, la posibilidad del cambio no es igual a su inevitabilidad. Si bien el marxismo explica la posibilidad del cambio sin negar la determinación de las ideas por su entorno social, no piensa que ese cambio sea seguro o automático. Algunos marxistas, en la época de la Segunda Internacional, abrigaron la idea del socialismo como algo inevitable: la dirección de la historia estaba escrita y lo que hiciéramos o no hiciéramos podía acelerar o atrasar el resultado, pero no alterar la dirección del progreso. Pero, como señalaría Walter Benjamin, con tal actitud se adoptaba la visión optimista de la burguesía, que nos asegura que bajo el mando del mercado y el desarrollo tecnológico la humanidad seguiría de avance en avance y de progreso en progreso (en la actualidad sería el optimismo neoliberal que nos asegura un progreso indefinido, siempre y cuando se remuevan los obstáculos que impiden o distorsionan la acción del mercado): la única diferencia sería que el optimismo marxista está convencido de que la locomotora del progreso seguiría ineluctablemte más allá del capitalismo hasta la estación del socialismo.
Pero, planteaba Benjamin, el marxismo no es fatalista, no considera que la historia esté escrita de antemano, mucho menos que el happy ending esté asegurado, sino más bien lo opuesto: considera que lo que está asegurado es el desastre, a menos que tomemos acción adecuada y a tiempo para evitarlo. Pensar que el socialismo es inevitable es engañarse, pero pensar que el capitalismo puede conducir a otra cosa que no sea la catástrofe también lo es: se lucha por el socialismo, no porque sea inevitable, sino para evitar la catástrofe que de otro modo lo sería. Por eso decía Benjamin, tomando prestada una frase de Pierre Naville, que la revolución es la organización, no del optimismo sino del pesimismo. («Surrealismo: la última instantánea de la inteligencia europea», 1929)
El marxismo, más que en el progreso, tiene fe en el desastre. La revolución no es una locomotora que avanza felizmente hacia paradas más luminosas, es un freno de emergencia que detiene al tren que va hacia un abismo. Es el cuchillo que corta la mecha antes de que llegue a la dinamita. En sus palabras: “Si la eliminación de la burguesía no se cumple antes del momento casi calculable de la evolución técnica y económica (indicada por la inflación y la guerra química) todo estará perdido. Hay que cortar la mecha encendida antes que la chispa alcance la dinamita.” («Aviso de incendio», 1928 y «Tesis sobre la filosofía de la historia», 1940.)
Rosa Luxemburgo había planteado lo mismo años antes, al inicio de la Primera Guerra Mundial, en su famosa consigna «Socialismo o barbarie». Con esa fórmula no quería decir que el socialismo era inevitable ya que la otra alternativa sería la barbarie sino lo contrario: la barbarie es inevitable, se impondrá independientemente de nuestra voluntad, a menos que tomemos acción a tiempo para detenerla. Lo inevitable no es el socialismo, sino la barbarie, a menos que hagamos algo respecto. Es decir, la barbarie es evitable, pero solo si actuamos a tiempo. La historia va en cierta dirección: al desastre, pero deja una puerta entreabierta, por un tiempo al menos, para que alteremos ese rumbo. (Ver Michael Lowy, «La significación metodológica de la consigna «Socialismo o barbarie» en Dialéctica y revolución, Siglo XXI: México, 1975)
En 1922, Nemesio Canales planteó la misma disyuntiva que Luxemburgo y llamó también a organizar el pesimismo, al escribir proféticamente, poco antes de su muerte: “O viene la guerra y con ella el exterminio del mundo civilizado, o la revolución se anticipa a la guerra y sobre los escombros de lo viejo se empieza de veras la edificación de una nueva estructura social donde quede eliminado para siempre el monstruo de la competencia engendrador del monstruo del militarismo.” («La conferencia de Londres», 1923). Sabemos que lo que vino después no fue el triunfo de la revolución esperada por Luxemburgo, Canales y Benjamin: la revolución fue derrotada en Alemania en 1923, en China en 1926-27, de nuevo en Alemania en 1929-33, en España en 1936-39 y abortada en Francia en 1936-37. Lo que vino, por tanto, como advirtió Canales, fue la barbarie: la guerra, los campos de exterminio, Hiroshima y Nagasaki…
Hoy basta con pensar en el cambio climático y la necesidad de abandonar inmediatamente los combustibles fósiles antes de que sea demasiado tarde para recordar la consigna contra la barbarie de Luxemburgo, la llamada a organizar el pesimismo de Benjamin y la advertencia profética de Canales. El término «profético» no deja de ser apropiado. Daniel Bensaid, marxista francés fallecido hace varios años, recuperó de otros autores la distinción entre pensamiento oracular y profético, que por lo general se confunden. El oráculo conoce y nos informa sobre el porvenir: es decir, el porvenir ya está escrito, ya está determinado, la única incertidumbre proviene del hecho de que no lo conocemos. El profeta, al contrario, no predice el futuro. No puede predecirlo. El futuro no está escrito. El profeta advierte cual será el futuro desastre, a menos que se tome acción para evitarlo: es una predicción, si se quiere, pero no fatalista, sino condicional. Algo pasará, a menos que… Es una advertencia. El marxismo según Bensaid no es oracular sino profético: no afirma oracularmente la victoria segura del anticapitalismo, sino que profetiza y advierte los desastres inevitables, si el capitalismo se perpetúa. (Ver Daniel Bensaid, Marx for Our Times, Londres: Verso, 2002)
Pero nos hemos desviado bastante de Auster. O quizás no. La novela, las vidas parelelas de su protagonista, nos recuerdan que la «histora» y la «sociedad» no están allá afuera: están en nosotros y nosotras. Nos determinan, nos limitan, aunque no fatal, ni absolutamente. No podemos atender lo personal sin lo social y no podemos atender lo social sin la acción colectiva. Podemos cambiar las estructuras que nos determinan, y de paso cambiarnos, pero solo si vamos más allá de la acción individual. Podemos hacer nuestra historia, aunque no en condiciones que escogemos. Y esas condiciones, en la actualidad, exigen que empecemos a hacerla, y pronto. De lo contrario…