Picó: una mística de ojos abiertos y corazón solidario
Desde que se enseñó a sí mismo a leer para poder entender los cómics que leían sus hermanos mayores, Picó no paró nunca de buscar en los libros y en las revistas y, posteriormente hasta en los libros de novedades de la policía, datos e informaciones que le ayudaran a comprender mejor la sociedad en la que vivía y a transformarla. Poseía un conocimiento verdaderamente enciclopédico. Y por lo general, recordaba muy bien todo lo que leía. Aunque llegó a pertenecer a la Junta de WIPR, prefería un buen libro o una buena cena compartida en fraternidad y camaradería a sentarse a ver televisión. Aparte del servicio propio de la fe y la justicia, solo el cine era capaz de apartarle de la lectura y la investigación.
No era teólogo y evitaba en lo posible aventurarse en tópicos teológicos. Aunque huía de los dimes y diretes del mundo eclesiástico, no siempre conseguía librarse del acoso de algunos de los más acérrimos representantes de la derecha religiosa que le reprochaban su resistencia a usar cuello clerical y que no hiciera de la hagiografía boricua (en especial, de una cierta forma de la apología empeñada en exaltar las hazañas de los obispos), el meollo de sus investigaciones históricas. Creo que en lo que respecta a su relación con la teología, Picó experimentó la misma evolución que en su relación con la historia: conocía de forma excepcional su materia y era capaz de articular como pocos una síntesis profunda y clara de ella, pero se sentía cada vez menos inclinado a perderse en elucubraciones teóricas. En vez, prefería probar los méritos de la teoría en el trabajo de campo. La mejor prueba de su teología era la que casi hasta el final de su vida le llevaba a compartir la fe sencilla de los residentes del sector Dulce de Caimito. La de sus teorías históricas, en cambio, se expresaba en su dedicación apasionada a desvelar los enredos cotidianos de los pobres que sacaba del anonimato para poner en evidencia el engranaje de explotaciones y marginaciones centenarias.
Una de las obras por las que hoy le recordamos, la fundación del programa de estudios universitarios para confinados, fue, ante todo, una empresa del corazón. Cuando algunos de los jóvenes que frecuentaban nuestra casa fueron convictos por diversos delitos y enviados a la cárcel, Picó sintió que no podía desentenderse de su suerte. Él les conocía muy bien, les tenía un cariño inmenso y podía ver a la persona allí en donde los demás solo veían al delincuente. Como han señalado estos días otros que le conocieron, el talante fundamental de este jesuita excepcional radicaba en su constante esfuerzo por encontrar maneras alternativas de mirar la realidad y formular los problemas. De hecho, era en esa formulación en lo que, según él, había que gastar lo mejor de las energías y esfuerzos. Yo añadiría una característica más a ese talante: su infatigable compromiso con ampliar horizontes. Esto explica cómo y por qué gracias a sus esfuerzos, poco a poco en los cerrados y oscuros recintos de las cárceles vimos desfilar lo mejor del mundo cultural y académico del país incluyendo genios de la talla de Rosa Luisa Márquez y Antonio Martorell. Gracias a sus esfuerzos, algunos de estos jóvenes lograron liberarse del yugo carcelario y terminaron como profesionales exitosos en diversos campos.
Su mente despierta acunaba a un corazón que se negó a envejecer. Como un niño, gustaba de hacer travesuras a sus amigos cercanos. Sabía compartir la mesa suntuosa de la élite del país y al otro día zamparse un mondongo en casa de Sara en Dulce. Aborrecía la injusticia, el silencio indiferente, la idolatría de leyes, normas y reglamentos, el reduccionismo moralista y todo afán por formular una definición fija y permanente de la cultura.
Mi decisión de abandonar la Compañía de Jesús casi nos cuesta la amistad. Estuvimos unos años sin hablarnos. Luego la vida nos juntó de nuevo y encontré el mismo corazón abierto, cercano y solidario. Me fui a vivir con él en la casa Pedro Claver que estableció para servir de casa de acogida a los jóvenes que salían de la cárcel sin tener a donde ir. Allí pude ver de cerca cómo vivió muy íntimamente el reto de acompañar a jóvenes en su brutal transición a la vida en libertad. Picó lo dio todo, sin reservas ni condiciones. No recuerdo que comprara ropa o zapatos. En este renglón dependía de la caridad de los demás y no tenía reparos en seguir usando los mismos zapatos aunque tuvieran hoyos en la suela. A lo largo de los años, cuando veíamos que empezaba a cojear un poco revisábamos a escondidas sus zapatos para descubrir horrorizados el hoyo que exponía su piel a los elementos. Su salario de profesor universitario lo gastaba enteramente en los gastos comunes y todavía le sobraba para invitar a cenas y al cine, salidas todas que él insistía en pagar.
Al principio de nuestra amistad dentro de la Compañía, Picó me regaló un ejemplar del Príncipe Idiota de Fiódor Dostoyevski. Naturalmente, me negué a leerlo hasta que me aclarara si me lo había regalado por lo de príncipe o por… otra razón. Nunca me aclaró la duda. El mes pasado, en nuestra última salida de cena y cine volvimos a hablar del tema y aunque no lo dijo directamente, iluminó un poco el camino: más allá de los falsos dualismos, en la vida todos tenemos algo de príncipes y también algo de idiotas. La clave está en no tomarnos demasiado en serio.
A nivel espiritual, la experiencia que más me impactó ocurrió a mediados de los ochenta sobre una peña de un río en Jayuya. El superior jesuita había dado permiso para que saliéramos de excursión en la mañana pero con la instrucción expresa de celebrar la eucaristía al final del día. Cuando llegó el momento decidimos celebrar la misa donde nos encontrábamos antes de que cayera la noche. Pero cuando fuimos a buscar el pan y el vino, nos dimos cuenta de que los habíamos olvidado en la casa. Lo único que teníamos era un refresco y un poco de pan de sándwich. Y celebramos la misa sobre la peña, con lo único que teníamos. Años más tarde, leyendo la Misa sobre el Mundo de Pierre Teilhard de Chardin, comprendí a cabalidad el profundo significado místico de aquel gesto. Creo que este es un buen resumen de la espiritualidad ignaciana que animó a Picó: una “mística de ojos abiertos” y corazón solidario. La única que merece la pena.