Pita Amor: entre Sor Juana y María Félix
Durante una de esas cenas en un restaurante en la Zona Rosa me percaté de la presencia de una mujer rarísima, mayor y muy estrambótica, que consumía abundantes tragos -fueron varios los caballitos de tequila que se tomó en el trascurso de mi cena- y que hablaba en voz alta con un hombre muy joven, guapo y elegantemente vestido. Yo no podía descifrar su conversación, pero tampoco podía quitarle los ojos de encima a esa mujer que vestía con una especie de batolón azul eléctrico, que llevaba joyas, muchas, en cada dedo varios anillos y sortijas, que estaba exageradamente maquillada y que se había coronado el pelo corto y teñido de un rojo chillón con unas tres o cuatro flores de tela. La mujer declamaba sonetos: de eso estoy seguro. Lo sabía porque, aunque no podía descifrar sus palabras exactas percibía el ritmo de la estructura métrica de las estrofas que recitaba con energía, con mucha seguridad y con total entusiasmo. No sé qué pasó, pero antes que yo terminara de cenar y tras una aparente discusión con el mesero, la mujer desapareció. El joven se quedó terminando de cenar solo mientras fumaba pensativamente. Insisto: no sé qué pasó, pero la imagen de esa estrafalaria figura de la declamadora de sonetos vestida y enjoyada en un barroco kitsch, o mejor, en un kitsch barroco, se me quedó grabada para siempre.
Años después, según me adentré en mis lecturas sobre la rica poesía mexicana del Siglo XX, me di cuenta que aquella estrambótica declamadora de sonetos en el restaurante en la Zona Rosa tenía que haber sido Pita Amor, Guadalupe Teresa Amor Schmidtlein (1920-2000), una controvertible figura de las letras y la cultura mexicanas. La hija menor de una acaudalada familia de hacendados cuyas fincas ocupaban casi la mitad del estado de Morelos que perdió sus tierras y riquezas en la Revolución Mexicana, Pita Amor, pariente de Elena Poniatowska Amor –dicen que Pita le prohibía que usara su apellido materno porque ella reclamaba ser la única literata en la familia Amor–, se crió en ese precipitado proceso de decadencia familiar: de las riquezas del Porfiriato a la caída económica posrevolucionaria. Pero parece ser que quiso mantener los sueños de su pasado y, para ello, se creó un personaje decadente, racista, elitista y provocador que se convirtió en una especie de máscara que usó toda su vida. Las anécdotas sobre sus locuras y transgresiones sociales son múltiples; ya otros estudiosos, comentaristas y biógrafos las han recogido en abundancia y con deleite y, a la vez, con repulsión. Quien quiera morbosamente deleitarse con incidentes de la vida de Pita Amor debe leer Guadalupe Amor: la undécima musa (1995) de Michael K. Schuessler. También recomiendo la lectura del catálogo de la exposición en el Museo Estudio Diego Rivera titulado Una historia de amor llamada Pita (1994), el ensayo de Elena Poniatowska, “Pita Amor en los brazos de Dios”, recogido en su libro Las siete cabritas (2000), y el capítulo que dedica a la autora Emily Hind en Femmenism and the Mexican Woman Intellectual from Sor Juana to Poniatowska (2010), el mejor estudio de la obra de Amor que conozco. Ahí hallarán abundantes relatos sobre sus escándalos –entraba a una iglesia católica cerca de su casa en el momento de la consagración y gritaba a pleno pulmón que había tenido un aborto– y sus prejuicios sociales, prejuicios que muchos le perdonaban por considerarlos excentricidades. Doy solo un ejemplo que aparece tanto en el libro de Schuessler como en el ensayo de Poniatowska; Hind también lo recoge. Cito a Poniatowska:
…a un taxista que se atrevió a cobrarle la dejada, Pita le espetó: “Es usted positivamente odioso, indio rabón, inmundo hijo de criada”. “Ay, seño –replicó el taxista–, ya no estamos en tiempo de la Conquista”. “Menos mal”, respondió Pita tajantemente, “porque si estuviéramos ya lo habría matado por indio”.
Los incidentes de este tipo se podían multiplicar y muchos reían las desafortunadas ocurrencias de una vieja loca o, al menos, excéntrica que en sus últimos años deambulaba por la Zona Rosa dando bastonazos y carterazos a quien se le ponía en el medio. Tras su muerte, por unos cinco años (2001-2006), un comediante la personificaba en televisión en un programa titulado Desde Gayola donde hacía cortos actos de comedia basados en sus excentricidades que, como buen camp, no deja de bordear el ámbito de lo anti-ético y grotesco. La comedia se funda en el personaje que Amor se creó en vida. En sus últimos años la llamaban la Abuelita de Batman. La llamaban también la Reina de la Zona Rosa, barrio con el que se identificaba, y a los ochenta años la coronaron en el Palacio de Bellas Artes. Se vistió como quinceañera para esa coronación, evento que fluctuaba entre el kitsch y el camp. En la Zona Rosa fue que la vi esa noche, declamando sonetos, bebiendo, probablemente maltratando al mesero y tratando de llamar la atención a toda costa en ese restaurante donde me refugié porque no conocía bien la ciudad.
Pita Amor formó parte del mundo cultural mexicano por décadas. Fue amiga de poetas y líderes culturales: Alfonso Reyes la apadrinó; compartió con los “contemporáneos” -Novo, Villaurrutia, Pellicer, entre otros- y admiró grandemente a Juan Rulfo. Sus hermanas, Carolina e Inés, fundaron y dirigieron la primera galería de arte en Ciudad de México. Pita fue amiga de grandes pintores quienes la retrataron: Diego Rivera, Juan Soriano, Antonio Peláez, Raúl Anguiano, Roberto Montenegro y Martha Chapas, entre otros, pintaron a Pita Amor, una mujer deslumbrantemente bella que tenía plena conciencia de su belleza y que la usó como herramienta para sobrevivir y para trepar socialmente. Dos de esos retratos, uno de ellos de Diego Rivera y el otro de Raúl Anguiano, la presentan desnuda y fueron motivos de escándalo en el momento. Ella misma se comparaba y se sentía superior a las más bellas entre las bellas: “Se ponía de pie al lado de María Félix y alardeaba: “¿Verdad que soy más bonita?”, nos cuenta Poniatowska.
Pero su belleza quedaba encuadrada en una conducta que fácilmente se puede identificar con rasgos de locura. Hay hasta quien, siguiendo visiones de la literatura muy erradas, ha estudiado su autobiografía novelada, Yo soy mi casa (1957), desde una perspectiva sicoanalítica y apunta la presencia de rasgos patológicos representados en la trama. Pero hay que distinguir entre el personaje o la máscara que creó Pita Amor –máscara que parece ser se convirtió en su verdadera cara– y su obra. Para mí este es el gran problema desde la perspectiva literaria: leer la obra de Pita Amor independientemente de su vida. Es que vida y obra, en su caso, quedan tan fundidas que es casi imposible separar una de la otra. Además, como ha señalado agudamente Poniatowska, esa fusión de vida y obra cumplía entonces y hasta cumple aún hoy una función social importante en México, función que ella ve en el contexto de la acción de otras mujeres del momento supuestamente alocadas, a las que llama “las siete cabritas”. Así las llama porque fueron mujeres que parecían estar locas, locas como cabras, pero formaban una constelación de estrellas, las Cabritas, que iluminan el paso para otras: “Pita es importante para las generaciones venideras porque rompió esquemas al igual que otras mujeres de su época catalogadas de locas…” Entre esas cabritas alocadas que destaca Poniatowska están Frida Kahlo, María Izquierdo, Elena Garro y Rosario Castellanos.
Confieso que algunos de los incidentes que se narran sobre la vida de Pita Amor me hacen reír y pienso que me hubiera gustado conocerla. Pero, cuando leo más sobre sus declaraciones racistas y sus excentricidades de aristócrata venida a menos, me alegro que solo la vi a unas cuantas mesas de distancia esa noche en la Zona Rosa. Por ejemplo, tras el devastador terremoto en Ciudad de México de 1985 declaró complacidamente: “¡Qué bueno! Es una poda de nacos”. Su desprecio por los de abajo era notorio y, por ello, se alegraba de la devastación de las zonas pobres de la ciudad. Todo ello me confirma, a pesar de mis dudas y tentaciones, que, en el fondo, no me hubiese gustado conocerla.
Pero –confieso, eso sí– no deja de atraerme esa mujer que tenía conciencia de sus defectos:
Soy perversa, malvada, vengativa.
Es prestada mi sangre y fugitiva.
Mis pensamientos son taciturnos.
Mis sueños de pecado son nocturnos.
Soy histérica, loca, desquiciada,
pero a la eternidad ya sentenciada.
Me pregunto, por ello, si es posible leer su obra por separado, olvidando el ser excéntrico y prejuiciado que la produjo. Esa idea me llevó a leer su poesía intentando verla como un texto independiente de su vida, aunque no soy la persona apropiada para tal experimento porque conocía el mito de Pita Amor antes de acercarme a su obra. Creo que el experimento es imposible porque vida y obra quedan completamente unidas en su caso.
Hasta difícil se me hizo llegar a su poesía, pues sus libros ya no circulan. Poesía en movimiento: México 1915-1966 (1966), la antología compilada por Octavio Paz, Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Homero Aridjis, antología que por muchos años fue mi guía principal para familiarizarme con la poesía mexicana, no trae ningún poema de Pita Amor. No es de extrañar. Por un lado ella no es considerada por muchos, Paz entre ellos, como figura de importancia para las letras mexicanas. Por otro, Pita Amor hizo declaraciones en contra del machismo de Paz según se manifiesta en El laberinto de la soledad y, aunque decía que este era un gran poeta, aseveraba egoístamente que ella era superior: “Aunque él se toma tan en serio, no me llega ni a los talones”.
El mismo año que apareció la antología de Paz, Carlos Monsiváis publicó otra mucho más extensa y académica donde se incluyen dos poemas de Amor, solo dos. En esta antología, que no está marcada por los gustos y prejuicios de los antólogos sino que intenta ser académicamente justa y balanceada, Pita Amor aparece, pero solo como una figura menor. Por su parte, Gabriel Zaid en su excelente antología, Ómnibus de poesía mexicana (1971), texto que se podría ver como una negación de la antología de Paz y una revisión y hasta superación de la de Monsiváis, Pita Amor desaparece, revelando así la posición crítica de Zaid respecto a su poesía.
Pero con el tiempo, especialmente con la revaloración de las letras y la cultura mexicanas que ha propuesto el feminismo, Pita Amor ha ido adquiriendo un papel más protagónico, aunque nunca canónico. Siempre aparece como una curiosa personalidad que descolló en su momento, pero no deja de ser una figura pasajera, muy secundaria. Estudiosos y comentaristas como Poniatowska, Hind, Schuessler y Elisa Robledo han intentado valorar más positivamente su contribución a la cultura mexicana. Para definir más precisamente el valor de la poesía de Amor se podrían emplear como barómetro las antologías de poesía mexicana contemporánea: su inclusión o su exclusión servirían para entender mejor su puesto en el canon poético mexicano. Pero esa es labor para otro momento. Ahora me limito a la lectura de sus poemarios.
Para leer a Pita Amor he tenido que recurrir a la biblioteca –¡Yo, que quiero tener todos los libros que leo!– ya que no conozco nuevas ediciones de sus textos. Me he centrado en su poesía y he dejado a un lado sus cuentos y su novela autobiográfica. Y la lectura de esos poemas me llevan a coincidir con Monsiváis, en su juicio indirecto: estamos ante una poeta curiosa, pero menor. Para mí lo más interesante de la obra de Amor es su coherencia formal. Toda su obra sigue estructuras estróficas canónicas o clásicas: cultiva el soneto y la décima sobre todo. Ella misma nos dice que sus modelos son los poetas españoles del Siglo de Oro y Sor Juana Inés de la Cruz. Declara sin tapujos: “Vivo enajenada ante el ingenio deslumbrante de Sor Juana y le tengo una envidia frenética, persistente y amarilla desde hace tres siglos”. Valdría la pena hacer un estudio detallado del impacto de Sor Juana en la poesía de Pita Amor donde hallamos ecos disimulados y préstamos directos de la poesía de la “Décima Musa”, como llamaban a la monja en la obra de la “Undécima Musa”, como a Pita Amor le gustaba que la llamaran. Véase cómo un verso de Sor Juana –“En perseguirme, Mundo, ¿qué interesas?”– se transforma en otro de Pita Amor: “Polvo, ¿por qué me persigues?”
Pita Amor fue lectora y declamadora de poesía clásica española. Hasta tuvo un programa de televisión donde declamaba a Santa Teresa, a San Juan de la Cruz, a Góngora, a Quevedo, a Fray Luis, a Nervo, a Lorca y hasta a sí misma. Pero las respetuosas damas católicas se quejaron a la estación por el escándalo de los escotes de los trajes de Pita Amor: a Santa Teresa y a San Juan no se podían declamar exhibiendo los pechos… Pero ella misma declara que de toda esa poesía lo que le importa es el ritmo: “Pienso que más que la esencia de toda esa poesía, lo que quedaba en mí era su ritmo. Tal vez fue eso lo que creó en mí un sentido de la medida y del oído poético”. Pita Amor se apropió magistralmente de la estructura de la décima y del soneto y, por ello, la de su obra era casi mecánica. Por ello se jacta de su aparente virtuosismo: “Para mí escribir poesía es más fácil que abrir la llave del agua. No hay tema, de la vida o de la muerte, que yo no pueda abordar o que me ofrezca problemas”. Esa misma facilidad la lleva a la fórmula, a la repetición, a la monotonía. Así, para apreciarla como poeta hay que leer solo una muestra mínima –Monsiváis sabiamente selecciona solo dos poemas suyos y así le hace un gran favor– porque de otra forma si leemos muchos de sus textos llegamos a aburrirnos por la fácil repetición de las formas y los temas. Por ello mismo, desde una mesa distante, yo sabía que declamaba sonetos: oía la estructura, no las palabras, la forma, no el contenido.
Pero la aceptación incondicional por parte de Pita Amor de unos particulares modelos poéticos –estructuras y escritores– creo que apuntan a otro problema central en la cultura mexicana del siglo XX, problema que una vez más nos remite a su biografía: la exaltación de su herencia cultural española. Hind ve en esa aceptación rasgos de un estética fascista ya que para esta estudiosa el cultivo del camp en Pita Amor colinda con esa ideología: “Though it is clear that Amor was not actually a fascist, it should be apparent that some of the underpinning conceits that function in her camp performance of self-divinity shared characteristics with fascism.” Hay que apuntar que ya otros estudiosos han postulado esa colindancia entre el camp y el fascismo. Pero, para mí, el cultivo de esas formas clásicas por Amor apuntan hacia otro ámbito ideológico, apuntan a su exaltada hispanofilia, lo que no niega el eco fascista en su estética que apunta Hind. Recordemos que la hispanofilia y el fascismo se pueden dar la mano, como tan claramente lo prueba Franco y muchos discípulos suyos de ultramar, hasta algunos que viven en tierras boricuas.
La hispanofilia es un problema que vivimos todos los hispanoamericanos, y nosotros en Puerto Rico no somos excepción. En ese, entre otros sentidos, la lectura crítica de la obra Pita Amor nos serviría de lección. En un México que trataba entonces de crear una imagen de la nación tras la Revolución algunos artistas e intelectuales muchas veces resentidos por los cambios que directamente los afectaron de manera negativa, como es el caso de la familia de esta poeta, intentan negar la realidad indígena –“Su insulto más socorrido era: ¡Indio!”, apunta Poniatowska– y destacan como única raíz cultural la española. Frente a la exaltación del mestizaje biológico y cultural que tan patentemente queda grabado en la obra de los grandes artistas mexicanos del siglo XX, Pita Amor, por resentimiento y por prejuicio, solo mira al elemento español en esa mezcla. En su caso, esos prejuicios la llevan hasta verter su poesía en los moldes clásicos del soneto y la décima. Creo que para ella, esa era otra forma de declarar su hispanofilia y de afirmar sus prejuicios raciales.
A pesar de ello, no hay duda que Pita Amor escribió un puñado de décimas y sonetos que demuestran muy claramente su maestría:
Polvo, ¿por qué me persigues
como si fuera tu presa?
Tu extraño influjo no cesa,
y hacerme tuya consigues;
pero por más que castigues
hoy mi humillada figura,
mañana en la sepultura
te has de ir mezclando conmigo.
Ya no serás mi enemigo…
¡Compartirás mi tortura!
Un puñado de poemas, solo un puñado, formarían la antología ideal de esta poeta que se llamaba a sí misma “histérica, loca, desquiciada”. Pero desde su histeria, su locura y su desquicie proponía curiosamente una solución religiosa muy práctica para su angustia vital:
No, no es después de la muerte,
cuando eres, Dios, necesario;
es en el infierno diario
cuando es milagro tenerte.
Ahora que he leído su poesía y algunos de los estudios sobre su persona, pienso con tristeza en aquella mujer que vi una noche en un restaurante en la Zona Rosa declamando en alta voz sus sonetos, de los que oía solo el ritmo y la estructura, como si fuera –es que era– un sonsonete. La pobre Pita Amor se posicionó en algún lugar indefinido entre Sor Juana y María Félix y su decisión fue muy penosa. Pero quizás no tenía otra alternativa: sus circunstancias, personales y sociales, la llevaron a esa encerrona.