Política criminal: el eterno retorno de la ineficiencia
Ha sido la lucha misma contra la criminalidad la que ha infectado a este país. En esa lucha han sido nefastos los policías corruptos, los tribunales perezosos e indiferentes, los legisladores caprichosos, los líderes cívicos histéricos, los programas inadecuados de atención a los drogadictos, las cárceles hacinadas y carentes de servicios, la prensa sensacionalista, los religiosos represivos, los abogados pusilánimes, y la ciudadanía abúlica. Ante estas violaciones de la dignidad humana, la retórica de la mano dura ha sido condescendiente.
-Fernando Picó, Mano dura contra la mano dura
En efecto, el fenómeno de la inflación de la pena –ya sea en abstracto como en concreto- es también un signo de la crisis de la democracia representativa y de la emergencia prepotente de una democracia de opinión. En la democracia de opinión se exalta la percepción del sujeto reducido a sus emociones más elementales: miedo y rencor. Y el nuevo discurso político tiende cada vez más a articularse sobre estas emociones de las que, singularmente, el sistema de la represión está en medida de dar una expresión coherente en la función de producción simbólica de sentido mediante el proceso de la imputación de responsabilidad.
Massimo Pavarini, Seguridad y autoritarismo postdemocrático
I
El fenómeno criminal en Puerto Rico, así como su amplia cobertura y preeminencia atribuida por los medios de comunicación en masa, es objeto de controversias heterónomas diarias por sus importantes implicaciones en la seguridad pública y en la noción cambiante de peligrosidad que se percibe por parte de la ciudadanía. La respuesta institucional a la existencia de fenómenos delincuenciales se basa, o en teoría se debería basar en la praxis, en una política criminal específica – por más ecléctica que sea – que intente neutralizar la peligrosidad emergente de focos criminógenos delimitados e identificados por el Estado, así como restablecer la vigencia social de la norma quebrantada en cuestión. Dicho de un modo más sencillo, la política criminal es el andamiaje conceptual y teórico que tiene como objetivo enfrentarse directamente con el ámbito de la delincuencia.Su efectividad y eficacia, sin embargo, se constatarán en la práctica mediante resultados esperados que, en esencia, harán reducir los factores criminógenos, aumentarán el sentido ciudadano de seguridad y restablecerán eficazmente las normas penales como aquellos comportamientos socialmente reprochables. De no dar resultados positivos las políticas criminales adoptadas por un Estado, lo mínimo que debe realizar éste es un esfuerzo sincero para desarrollar otra política criminal que cumpla los objetivos esperados por una ciudadanía asediada, como en el caso de Puerto Rico y tantas otras jurisdicciones, por una cantidad impresionante de noticias editorializadas sobre crímenes violentos cometidos a diario. No obstante, y pese a que ese cambio de política criminal se percibe como lo más lógico y más conveniente, nuestro caso es muy diferente y, más aún, quizá totalmente contrario.
Usualmente se menciona que hace alrededor de veinte años que el Gobierno de Puerto Rico adoptó como política criminal lo que coloquialmente se denominó como “mano dura contra el crimen”, que no es otra cosa que una respuesta estatal importada de las políticas criminales empíricamente fracasadas y contraproducentes de los gobiernos de Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XX, pero lo cierto es que no fue la administración del partido de turno durante la década de 1990 quien comenzó este esfuerzo fracasado de atender un problema tan multifacético y complejo de la manera más ruda y torpe posible, sino que el mismo proviene de antes, principalmente de la década de 1980 cuando realmente se asienta como única política criminal para enfrentar el fenómeno delincuencial en la Isla. A partir de ahí, hemos visto un gran incremento en la producción y configuración de delitos; un endurecimiento progresivo y desproporcionado de las penas; una continua amenaza de limitación y violación de derechos civiles y constitucionales; unas medidas penológicas extremadamente severas y muy lejanas de cualquier idea de rehabilitación y reinserción social, así como un abandono irresponsable de las demás causas sociales que, en su conjunto, configuran los factores que hacen posible los focos criminógenos contemporáneos.
Y ante los resultados anuales de más de treinta años con una política criminal basada en estas características, debemos preguntarnos honestamente – y lo obvio para muchas personas – si, ante el fracaso recurrente de las mismas en nuestra seguridad pública, debemos exigirle al Estado un cambio inmediato, pero no por ello mal pensado, a una política criminal más cónsona con los factores socio-económicos y culturales que hoy son prácticamente obviados como variables a ser tomadas en cuenta. Nos debemos cuestionar, además, si esta política criminal escogida no es, precisamente, uno de los principales alicientes para el incremento vertiginoso de la violencia en la Isla y un factor de perpetuación de una situación de inseguridad realmente insostenible. Antes de ello, es conveniente revisar el marco teórico en el que se circunscribe esta política y sus posibles contradicciones internas en nuestro Estado de derecho.
II
La creación misma de la política criminal como disciplina científica se le atribuye al penalista alemán Franz von Liszt, quien a finales del siglo XIX la desarrolló como el entramado conceptual con el objetivo de luchar efectivamente contra la delincuencia. El también autor más importante de la teoría naturalista-causalista en Derecho penal, quien evidencia la fuerte influencia del positivismo decimonónico en su trabajo como penalista, entendió al ser humano desde una perspectiva determinista, por lo que el delito representaba un comportamiento de una persona social e individualmente determinada, pero corregible mediante la psiquiatría o la educación (respecto a los factores personales) o las políticas sociales (aquellos factores estructurales que conducen a la comisión del delito). Este esquema evidentemente terapéutico se basaba, en esencia, en el diagnóstico que pudiera hacer la criminología empírica sobre la persona, así como en el tratamiento que la penología le proporcionaba al individuo corregible.1 Dentro de este marco positivista y cientificista, la pena como irrogación de un mal a partir de un comportamiento típico, antijurídico y culpable – como la conocemos hoy día – fue sustituida por la medida de seguridad – lo que hoy en nuestros ordenamientos es un vehículo de tratamiento a personas no imputables penalmente -, y el juez o jueza fue sustituido (para efectos de la política criminal terapéutica) por el científico o el médico.
Esta visión socio-terapéutica, sin embargo, no devino en una mayor restricción del Derecho penal, sino todo lo contrario, en una progresiva expansión durante la primera mitad del siglo XX que dificultó su legitimidad en los años de posguerra, mucho más cuando versiones de la misma fueron utilizadas por los diferentes regímenes totalitarios europeos durante esa época con fines políticos muy lejanos a la idea original terapéutica de Von Liszt. Es decir, mediante la adopción de modelos de intervención terapéutica, a través de la política criminal se intentaba corregir a las personas – que entendieran eran corregibles – que no se adecuaran a los criterios y valores socio-políticos de los cuestionables y controversiales regímenes en el poder. Esta visión, ni en sus versiones más recientes en la posguerra, como la defensa social o la nueva defensa social – movimientos de humanización del Derecho penal que, entre tantas otras cosas, apelaban a la neutralización del delincuente mediante medidas extrapenales preventivo-especiales – pudieron sobrevivir como teorías políticamente viables ante el desarrollo de una teoría finalista de la pena y la adopción del esquema garantista como sucedió en gran parte de Europa e Iberoamérica.
En Estado Unidos, sin embargo, la visión terapéutica del delincuente, así como la inocuización del mismo, que no es otra cosa que la neutralización del individuo para que no continúe delinquiendo en la sociedad, se ha desarrollado más profusa y longevamente como política criminal preponderante. Si bien Von Liszt había contemplado la inocuización como uno de los fines de la pena funcional en un marco preventivo-especial (prevención individualizada ex post del delito) para aquellas personas que no fuesen consideradas corregibles (rechazando la intimidación individual del delincuente ocasional, o la resocialización para el delincuente reincidente corregible), con el garantismo típico de la posguerra la inocuización se tornó aún más descartable. No obstante, en Estados Unidos, mediante una visión eminentemente utilitarista de la pena en la cual mediante ecuaciones de costo beneficio podría ser más útil la inocuización del individuo para el resto de la población, vemos cómo la idea se ha desarrollado de forma vertiginosa hasta nuestros días. Esto, en las décadas más recientes, principalmente por el auge de las leyes “three strikes and you are out!”,2 por parte del ámbito legislativo, y las muy controversiales teorías de inocuización selectiva (selective incapacitaron) ((Esta teoría presupone la individualización de un grupo en específico de delincuentes (high risk offenders) como los que han cometido el mayor grado de delitos y que, por ende, podrían seguirlos cometiendo mediante reincidencias similares. Por lo tanto, su inocuización mediante su mayor retención en la prisión produciría mayores beneficios a la sociedad – menos delitos cometidos con su correspondiente procesamiento – a un menor coste – es más beneficioso matenerlos en prisión que exponer a la sociedad a la recurrencia de delitos similares. )) por parte de la doctrina.3
Esta visión inocuizadora se ha desarrollado en las últimas décadas, a su vez, con el ya conocido fenómeno de la expansión del Derecho penal o, su variante en inglés, la Overcriminalization.4 En términos generales, la expansión del Derecho penal es un fenómeno que se caracteriza por el aumento notable de delitos, el endurecimiento de las penas y la relativización de las garantías de la ciudadanía frente al Estado. Es decir, cada vez más ámbitos de las dinámicas sociales e individuales son colonizadas, como prefieren decir algunos/as, por el Derecho penal, presuponiendo que vivimos en una sociedad de riesgos –tal como lo comenzó a adoptar el economista Ulrich Beck hace unas décadas–5 y que el Derecho penal es una herramienta óptima – aunque ello no sea sostenido por los estudios empíricos – para neutralizar los mismos. Lo que en el pasado era usualmente atendido o prescrito por el Derecho civil y administrativo, progresivamente es abarcado por el Derecho penal con las implicaciones de estigma social que ello acarrea.
Este fenómeno expansionista, tanto estatalmente como internacionalmente – como la configuración de un todavía naciente Derecho penal internacional con sus evidentes extravíos y aporías respecto a la dogmática jurídico penal estatal – ha venido a servir peligrosamente como herramienta excesivamente utilizada por las administraciones gubernamentales con el fin de intentar resolver o al menos atender muchos de los problemas sociales que surgen en nuestra contemporaneidad.6 Es decir, cada vez más vemos cómo los Estados utilizan el Derecho penal, así como el estigma penal como marca de reproche social, para atender ámbitos, dinámicas y comportamientos que antes, o no eran atendidos represivamente por el Derecho, o eran atendidos mediante otro tipo de cauce jurídico que no implicaba la gravedad de la imposición de una pena. No obstante, ante el grave fracaso de muchas administraciones para corregir eficazmente problemas sociales como la contaminación ambiental, el mercado del narcotráfico, el maltrato contra demás especies animales (las menos, no los animales no humanos que son víctimas de la industria del consumo), la violencia homófoba y machista, las prácticas indeseables por parte de las empresas y personas jurídicas, por ejemplo, lo más sencillo ante la conmoción patente de sociedades bombardeadas con noticias sensacionalistas sobre actos reprochables es la creación inmediata – quizá como primera medida gubernamental – de leyes especiales, o agravamiento de penas, para dar la impresión que se está atendiendo de la forma más óptima y eficiente asuntos indeseados por parte de una mayoría de la ciudadanía.
No obstante, la utilización del Derecho penal para estos fines, prácticamente admitiendo el fracaso de políticas públicas para prevenir focos criminógenos sumamente complejos y heterogéneos, ha tomado un auge tal que desde hace unas décadas es el antídoto mediático, aunque sumamente ineficaz en términos empíricos, para los problemas estructurales que los Estados intentan aparentar atender de forma efectiva. La creación inmediata de leyes penales especiales, el aumento en la severidad de las penas, así como el despachar asuntos sociales sumamente complejos al ámbito de lo penal quizá satisfaga un tanto la sed de acción que un sector de la población manifiesta ante una hiper-atención sumamente editorializada por parte de nuestros medios de comunicación y una saturada de violencia opinión pública, pero ello, muy probablemente, no sólo significa obviar los factores estructurales que favorecen la creación de esos focos criminógenos, sino posiblemente favorecerlos de la forma más contradictoria posible. Utilizar el Derecho penal como escudo ante la violencia, y expandirlo para colonizar cada vez más dinámicas y comportamientos sociales, no es más que la admisión de un fracaso irresponsable por parte de nuestras administraciones de atender aquellas variables estructurales que son acicate para la generación de violencia y otros comportamientos indeseables. Variables que, en una sociedad con una desigualdad socio-económica tan dramática como en la que vivimos, son perpetuadas pero a la misma vez castigadas severamente no sin antes internar modificarlas en beneficio de una sociedad más democrática y equitativa.
Ante este panorama extremadamente colonizado por el Derecho penal, y con ánimos de progresar en esta faena, lo más lógico sería que el Estado aumentase las garantías del ciudadano y ciudadana ante la dureza progresiva de las políticas criminales. Ello podría crear un balance importante, aunque no el más deseado, a la hora de la persecución penal efectiva y justa. Mas sin embargo sucede todo lo contrario. El endurecimiento de las penas y la creación de nuevas leyes penales acompaña un estancamiento o decadencia vertiginosa de las garantías procesales y sustantivas que pudiera tener el ciudadano o ciudadana (sólo recordar cuántas veces los dos partidos políticos hegemónicos en Puerto Rico han intentado enmendar la Constitución para limitar el derecho a la fianza). Es decir, mientras más severas y más cantidad de leyes penales y penas existen en nuestra sociedad, menos garantías tiene la ciudadanía para enfrentarse a lo que algunos y algunas entienden que es prácticamente un fetiche de venganza desmedida mediante la hiper-utilización del Derecho penal. Ello nos lleva a plantearnos seriamente si nos encontramos, como algunos y algunas afirman, ante un retorno de la inocuización como aspecto dominante en la política criminal.
Es decir, si lo que busca la política criminal contemporánea en nuestras sociedad es la neutralización de peligros – más allá del principio del hecho en Derecho penal, el cual implica que debe cometerse un hecho para ser activado el andamiaje penal – vemos que lo hace mediante la neutralización o inocuización de los individuos considerados peligrosos. Sin duda, ante lo planteado anteriormente sobre las características básicas de la “sobrecriminalización” y de la expansión del Derecho penal, esta idea de inocuizar al sujeto peligroso puede ser bastante cónsona con aquellos principios. Ahora el sujeto, mediante la hiper-utilización del Derecho penal, en gran parte no sería juzgado proporcionalmente – el principio de proporcionalidad en jurisdicciones como Puerto Rico es prácticamente inefectivo, a mi entender – por los actos cometidos, sino por los que podría cometer en un futuro. La inocuización para la sociedad se convertiría en una garantía macabra de que neutralizando la peligrosidad que representa el delincuente se abonaría a la ganancia de una sociedad menos violenta o con menos índices de criminalidad. Es una teoría, además, muy cónsona con el cálculo de costos y beneficios que realiza el utilitarismo estadounidense principalmente en la confección de leyes penales y en el procesamiento de sobre presuntos delincuentes.
¿Acaso no es esto en lo que ya estamos inmersos? ¿Acaso no es esta idea de inocuización a la que nos perfilamos de forma precipitada y abrupta? Posiblemente, con las implicaciones que ello tendría para un Derecho penal bastante maltrecho, este es el paradigma a seguir ahora y en el futuro cercano. Es más fácil para el Estado no atender honesta y eficientemente los factores sociales pertinentes y sí encarcelar a un individuo considerado peligroso – aunque no se utilice ese lenguaje, sino que sólo se le imponga una pena análoga a la cadena perpetua – por prácticamente el resto de su vida, o en la alternativa, el resto de su vida útil. ¿Ese es el tipo de Derecho penal que deseamos?¿Así es que deseamos ser tratados si dejamos de identificarnos exclusivamente con la víctima y hacemos un esfuerzo empático para identificarnos con el victimario? El caso de Puerto Rico es un ejemplo muy claro de esta peligrosa tendencia.
III.
La hipocresía, la incompetencia, la incongruencia y la venganza rauda suelen ser cuatro características principales de la política criminal de nuestro Puerto Rico contemporáneo. La política criminal ha fracasado a tal grado que hoy ninguno de sus objetivos principales puede valorarse ni meramente como satisfactorio. Ni la prevención de crímenes violentos o no violentos, ni la persecución criminal, ni el encausamiento responsable y eficaz de presuntos autores y participantes en eventos delictivos, así tampoco como la rehabilitación y reinserción social de nuestras personas encarceladas han sido mínimamente satisfechas por una evidente política criminal errada y reiteradamente fracasada, no sólo en territorio puertorriqueño, sino en gran parte de los Estados Unidos y otras jurisdicciones análogas. Esto, definitivamente, requiere, si nos vamos a tomar en serio la política criminal y sus objetivos, un cambio radical de paradigma que no sea abonar inefectivamente al mismo que tenemos.
Como se sabe, en Puerto Rico hubo una reforma penal – principalmente dirigida por la criminóloga y profesora de Derecho penal Dora Nevares-Muñiz – en el 2004 que culminó en la aprobación de un Código penal que derogó el de 1974 (Código que se aprobó luego de una reforma penal muy extensa a través de la década de 1960 con penalistas de reconocido mérito). En este esfuerzo se incluyeron más delito sobre diversos ámbitos de las dinámicas sociales que antes no existían en el código anterior. Además, se eliminaron las bonificaciones7 existentes para convictos y convictas con el fin de que se cumplieran todas las penas fijas de forma completa, o en años naturales. Es decir, tuvo como resultado una expansión del Derecho penal en ámbitos antes atendidos por el Derecho administrativo, o hasta el Derecho internacional, como lo son los ilícitos medioambientales y los delitos de genocidio y lesa humanidad, correspondientemente, y un evidente endurecimiento de las penas, contrario a lo que suelen opinar algunos y algunas detractoras de esa reforma penal. No es el propósito de este escrito analizar a grandes rasgos el Código penal de 2004, pero sí resaltar estas dos implicaciones de política criminal que lo caracterizan.
Posteriormente, con menos de seis años de vigor un código orgánico que no es equiparable a cualquier ley especial u ordinaria, sino un referente de política criminal de un Estado, la administración pasada, sin hacer una reforma penal seria ni estudiada, sino prácticamente detrás de bastidores en las diversas dependencias de la Legislaturao de la Fortaleza, derogó abruptamente el Código penal de 2004 y aprobó una versión del mismo con una desproporción abismal de las penas de cárcel en cada vez más delitos. No sólo hubo un aumento dramático en las penas, sino también la creación de nuevos delitos que incidían directamente con los ejercicios a la libertad de expresión de la ciudadanía. Este esfuerzo de duplicar y triplicar las penas, lo que las hace prácticamente perpetuas, vino acompañado de un incongruente e inoportuno resguardo de leyes que enmendaron – aunque no atemperación coherentemente – normas de cumplimiento de sentencia, libertad bajo palabra, leyes penales especiales, etc. que cada vez más hacían, y hacen actualmente, imposible la consecución de algún fin de rehabilitación y mucho menos reinserción social en nuestro sistema penitenciario.
En otras palabras, la administración pasada, y la actual que no ha hecho lo propio para convocar una verdadera reforma penal que mitigue los daños hechos durante tantos años mediante esta política criminal, tomó de paradigma la inocuización del individuo presuntamente peligroso para neutralizar la mayor cantidad de personas a través del ya mencionado cálculo utilitarista. Es decir, a la administración gubernamental, en vez de reducir los factores estructurales que propician los focos criminógenos, como ejemplo de ello es la amplia desigualdad socio-económica como existe en la Isla, le ha convenido públicamente, ante la opinión pública sedienta de venganza en un país que respira noticias editorializadas sobre crímenes y más crímenes – lo que se ha convertido desde hace mucho en un negocio del morbo del crimen -, el espectáculo circense de aumento progresivo de penas y aprobación de más delitos para ocultar su fracaso como proyecto de país funcional democrático y equitativo. Frente a este modelo de Estado, se ha cubierto la fachada con un capote de verdugo para parecer el defensor de la enorme cantidad de potenciales víctimas que existen en una sociedad con la amplia percepción de inseguridad ciudadana que se vive a diario. El enemigo de los valores sociales representados en la política criminal, en vez de ser tratado como ser humano condicionado estructural o socialmente, así como individualmente, es considerado como un verdadero enemigo social que es preciso, y aparentemente más conveniente, aunque no sea realmente costo-efectivo, mantener neutralizado como foco de peligro confinado en una celda de la que todos y todas somos responsables.
Este paradigma, aunque cada vez tome más auge, ya lo hemos visto perennemente con el asunto de las leyes especiales sobre narcotráfico y uso de sustancias controladas. Hoy todavía mantenemos una discusión a medias, bastante hipócrita y totalmente desenfocada en algunos casos sobre cómo debemos atender como país, como Estado, como sociedad, el fenómeno del consumo de sustancias controladas en la Isla. Es lastimero ver cómo todavía, ante tanta evidencia empírica que demuestra todo lo contrario, hay detractores y detractoras a una ley que legalice, no sólo medique, que es un paso previo a lo que entiendo debería suceder en términos político criminales, sustancias controladas para así no sólo atender de forma salubristas al consumir o al narcómano, sino asumir jurisdicción estatal sobre un negocio que, con la complicidad del Estado, crece desproporcionadamente en la economía subterránea e ilegal del país (y del mundo a partir de políticas criminales análogas). Ámbito criminógeno que es, de hecho, quizá el principal eslabón entre los factores que propician la mayoría de los crímenes violentos – principalmente los que inciden en el bien jurídico más privilegiado, la vida – en nuestra jurisdicción. ¿Qué frutos ha tenido la llamada guerra contra las drogas, de estirpe nixoniana en Estados Unidos, principalmente? Pues el efecto contraproducente de hacer crecer el mercado que sigue ilegalizado sólo porque el Estado así lo ha deseado. Por un lado se criminaliza, pero por otro se permite casualmente como ávido negocio del ámbito económico subterráneo cada vez más poderoso.
Efecto contraproducente que es el que ha tenido en gran parte la sobrecriminalización en tantos otros ámbitos. Se legisla y se actúa en el país como si la idea de rehabilitación y reinserción social –la que yace muerta en letra allí en una esquina de nuestra Constitución– están derrota a priori, sin aún intentarlo con la responsabilidad y el compromiso que amerita. Hoy ese sector de confinados y confinadas es invisibilizado como el fruto de una política criminal que lo ha descartado como ciudadano a ser de nuevo parte de la sociedad, sino como foco de peligro patente que debe ser perpetuamente neutralizado mediante su confinamiento. Nada más ver los recortes en la oferta de rehabilitación, los abusos continuos por parte del Departamento de Corrección y Rehabilitación, los rampantes y vergonzosos rechazos por parte de nuestros tribunales a las peticiones legítimas del sector confinado, así como el trato de rechazo continuo de nuestras instituciones y sociedad a quienes están en una posición de suma vulnerabilidad social detrás de las rejas, para entender el propósito principal de nuestro sistema penitenciario: albergar aquellos sujetos que deben ser sacados de la sociedad para neutralizar su aparente peligro intrínseco (hipotético) de delinquir. Para eso, seamos sinceros, y digamos que nuestras cárceles son, como lo concibe esta política criminal, albergues de por vida de enemigos de la sociedad.
Este tipo de paradigma, sin embargo, no sólo no es cónsono con nuestro Estado de derecho, sino que es posiblemente un rasgo antidemocrático a ser inmediatamente extirpado. Es muy razonable quien plantea que siempre se siente identificado como potencial víctima de delito en vez de cómo victimario. Eso es lo que sucede a diario y es lo que ha tomado un auge muy particular, pero a la vez muy peligroso a su vez, con la preeminencia ante el Derecho penal de lo que se ha conocido como la victimología o la presencia activa de las víctimas de delito durante los procesos penales. Una sobreestimación de las pretensiones de las víctimas de delitos puede llevar, en un Estado de corte garantista (por mínimo que sea), a un evidente fracaso de la justicia por razones puramente de cálculo utilitarista ante la opinión pública. Por eso cada esfuerzo de presión mediática durante un proceso penal debe ser mirado con suspicacia y con mucha cautela ante la posible influencia indebida que pueda generar tanto en un jurado como ante un juzgador (entendiendo que la responsabilidad última sobre la creación de justicia le corresponde al juzgador). Un Estado democrático no sólo puede avalar la postura de quien se identifica como potencial víctima, sino que debe acoger e intentar entender empáticamente, especialmente cuando no son patologías, al victimario o victimaria como parte integral de nuestra comunidad organizada. De lo contrario, caemos de nuevo en el paradigma de la inocuización.
No obstante, ¿qué es lo que vemos en los discursos de nuestro máximos representantes estatales? Tanto de las pasadas administración, como de la actual, lo que percibimos todo el tiempo es el mismo desafío equívoco al crimen mediante los fracasados principios de la mano dura contra el crimen. Es la mirada de quien sólo quiere venganza durante un proceso institucional que culmine con un grave castigo, pero que no llega a ver o a reconocer que tiene el poder para realmente definir e identificar aquellos factores sociales e individuales que pueden ser corregidos para que no devengan en potenciales fenómenos delincuenciales. Es la hipocresía, demagogia y retoricismo de quienes tienen el poder de realizar cambios estructurales con nuestras comunidades, con nuestra niñez, con nuestros sectores vulnerables, con nuestros ámbitos más necesitados, pero que escogen la vía fácil de encausar y juzgar a quien es producto de un sistema tan desigual y corrompido como en el que vivimos. Es el moralismo prepotente de un sector privilegiado –y ampliamente acogido por sectores no privilegiados– que mira desde arriba cómo a los que están estructuralmente más abajo, o los que son más vulnerables, se les hace muy difícil salir de círculos sociales muy complejos que suelen condicionar, en muchos casos, fatalmente al individuo.
Este fracaso de política pública ha llevado, además, a una mayor segregación social por la extrema percepción de inseguridad que suele sentirse en Puerto Rico (segregación que es tan producto como causa). Mientras más percepción de inseguridad se propicie a partir de nuestras instituciones, de nuestros medios de comunicación en masa, principalmente, y de la realidad misma (como aumento fáctico en el índice de criminalidad), menos integración social se propiciará y, con ello, más perpetuación de los mismos factores cíclicos criminógenos que hoy se atienden, si se atienden, con la burda mano dura del Estado. Este fenómeno lo podemos ver inmediatamente con el surgimiento y expansión progresiva de la seguridad privada en nuestra sociedad. Hoy no vale la dependencia de la seguridad pública para tener una mayor conciencia de seguridad en nuestras vidas, sino que necesitamos estar encerrados (encarcelados, irónicamente) en pequeñas ciudadelas encadenadas y vigiladas a las cuales solemos llamar nuestras casas; protegidos con medios de transportación más rápidos y supuestamente más seguro, con estilos de vidas dependientes, por más patético que sea, de una insostenible situación de percepción de inseguridad realmente agobiante. ¿Acaso no abonaría una mayor integración social –al menos que mayores cúmulos de personas se vean las caras en espacios públicos– a posibilitar un ambiente de más empatía, menos aislamiento y cada vez más responsabilidad política con nuestro entorno y la seguridad en el mismo?8
En fin, si en realidad alguna administración gubernamental desea cambiar de paradigma, como lo entiendo preciso en un Estado de derecho democrático y constitucional, lo primero que debe hacer es una reforma penal seria con miembros de diversas procedencias, sectores y disciplinas, mediante la cual surja un proyecto de Código penal que evite los mismos errores penológicos que hoy padecemos. Una reforma seria en la que los y las penalistas –y en parte la falta de una discusión abundante por parte de un mayor grupo de penalistas dedicados a la ciencia de lo penal en nuestras facultades de Derecho propicia todo lo contrario– sean tomados y tomadas en consideración como en una gran cantidad de países, y no meramente asesores o asesoradas de algunas comisiones legislativas o ejecutivas o jueces retirados. Una reforma penal que considere ante todo el fracaso de las penas severas para la consecución de una sociedad menos violenta. Que recurra a nuevas prácticas de criminología y de política criminal que eviten considerar a las prisiones como albergues de problemas que el Estado fracasó en atender. Una reforma penal que se tome en serio la peligrosidad ciudadana y que no siga alentando el desenfoque estatal sobre los verdaderos problemas y factores que hay que atacar. En resumen, hay que desmantelar y detener esa vetusta política criminal de inocuización para adentrarnos en una política criminal democrática que atienda nuestras necesidades como ciudadanos y ciudadanas, no como energúmenos que obramos exclusivamente a partir de intereses personalistas (privilegiando absolutamente la responsabilidad individual). Somos comunidad, por lo que como mínimo deberíamos atender un problema tan grave como es la criminalidad de forma colectiva, sin distanciarnos de nuestros grados de responsabilidad política.
- Franz von Liszt, Die Zukunft des Strafrechts (1892), en Strafrechtliche Aufsätze und Vorträge, Tomo 2, Berlin, 1905, pp. 1 y sigs. [↩]
- Este tipo de ley se destaca por ser una exigencia de algún Estado o territorio de Estados Unidos que ordene a los tribunales imponer sentencias más elevadas y severas a aquellas personas reincidentes habituales que hayan cometido tres o más delitos. Es una manera de inocuizar (incapacitation) a la persona mediante el sistema penitenciario con el fin de que no cometa más delitos en la sociedad. [↩]
- Esto último no sólo lo podemos ver en las penas atribuibles a reincidentes habituales – que prácticamente los condenan a cadenas perpetuas con otro lenguaje más eufemístico -, sino en las también muy controversiales leyes sobre convictos por agresiones sexuales y abuso contra menores de edad. Este tipo de leyes especiales conocidas también como “Sexual Psycopath Acts” pretenden inocuizar al individuo mediante medidas coercitivas de vigilancia especial luego de cumplida la pena correspondiente al delito de índoles sexual. Sin duda, son medidas que, aunque aplaudidas por muchos/as –especialmente las que obligan a las personas a estar en un registro de depredadores sexuales por un término prolongado de años luego de haber cumplido la sentencia- son sumamente cuestionables tanto en términos dogmáticos como prácticos, precisamente por las implicaciones contraproducentes que pueden tener, y tienen, si el objetivo principal es que la persona se reinserte efectivamente en la sociedad. [↩]
- Sobre las características generales de ambos términos, así como algunos de su matices de diferencia, véase: J. Ma. Silva Sánchez, La expansión del Derecho penal. Aspectos de la política criminal en las sociedades postindustriales, 3ra ed., Madrid, Civitas, 2011. [↩]
- U. Beck, Risikogesellschaft. Auf dem Weg in eine andere Moderne, Frankfurt am Main, 1986. La edición en castellano es la siguiente: U. Beck, La sociedad del riesgo. Hacia una nueva Modernidad, Paidós Ibérica, 2006. [↩]
- Solo para apuntar otra teoría que, aunque notablemente rechazada por la dogmática-jurídica alemana recientemente, es objeto de estudio todavía en estos momentos y para nada es del todo descartable en nuestra contemporaneidad: el Derecho penal del enemigo del penalista alemán Günther Jakobs. Con ánimo descriptivo, para Jakobs existen políticas criminales que consideran a un individuo realmente como enemigo, en contraposición a su estatus como ciudadano (Derecho penal del ciudadano), lo que lleva a relativizar notablemente cualquier garantía frente al Estado cuando es perseguido penalmente como enemigo de la sociedad, no como ciudadano con las garantías legales que ello conlleva. Mayormente este tipo de esquema suele verse en las leyes penales especiales sobre terrorismo o crimen organizado. Véase G. Jakobs, Derecho penal del enemigo, 2da. ed., Civitas Ediciones, Pamplona, 2006. [↩]
- Las bonificaciones son beneficios con fines de rehabilitación y de reinserción social que reducen, ya sea por buena conducta o por trabajo o estudio, la cantidad de tiempo que una persona tiene que estar recluida en prisión. Por eso, anteriormente un sector importante criticaba que una persona que había sido condenada a 40 años de cárcel, podía salir cumplida en menos de treinta, por ejemplo. [↩]
- Para una mira desde el urbanismo sobre este importante tema, véase: Mariana del Alba López Rosado, ¿(in)seguridad urbana? (visto el 17 de septiembre de 2014). [↩]