Poniendo el silencio en su sitio
¿Qué hace que sea excitante ver a un cuerpo corriendo? ¿Cómo es que la imagen de un cuerpo insistiendo en avanzar y derrotar una meta artificial –y quizás lograr una victoria sobre el pasado histórico, apapelado– mantiene la más rigurosa de las fascinaciones. Ya en siglo XXI, la gesta fundacional griega es naturalizada. Bolt. Culson. Nada más teórico que el dash to the finish line. Apapelar un récord, para que se escriba y se hable de él. El cuerpo buscando la forma de entrar en el lenguaje.
Lo menos que quiere un cuerpo es que se pose el silencio sobre él. Un cuerpo citadino tampoco. Por eso corre contra el reloj. Las ecuaciones y mediciones que se producen de Santurce indican que sus arterias y capilares ya no vibran, aunque pulsen. Las intensidades disminuidas de su circulación y su empuje se someten como verdades. Se habla de Santurce con una nostalgia indecente que impide la acción, se habla de Santurce con empatía que, como dice Sontag, es una forma de insensibilizar a otros, a uno. Como un atleta venido a menos, consumido por sus recuerdos, Santurce cangrejea. Como membrana en su época post-apoteosis, es sometido ahora a un marco disciplinario que lo cuenta como una corriente de fragmentos que llevan a: intermedio, mediación, desmaterialización. Turbulencias y post-turbulencias. Aguacates y tapones, cervecita y teatro, musiquita y pa’ fuera.
Su cuerpo citadino es fuga. Un espacio desvalorado, de no-pertenencia, plataforma física de apoyo y locomoción para algunos, rituales del wikén y punto de partida. Lugar de riqueza sin riquezas y, ya hace bastante tiempo, subestimado y subestimulado por la imaginación arquitectónica. Terrible el andamiaje del pensamiento cuando entra en receso.
Los que viven a Santurce como segunda piel saben que se respira en sus silencios que no son cosméticos ni forzados. Huascar Robles sugiere en las 25 imágenes de su ensayo fotográfico «Los silencios de Santurce» la quieta movilidad de un lugar que ya entró en el lenguaje pero desea entrar de otra forma y comenzar por el silencio, nuevamente. Y como «el objeto no es nada más que una línea imaginaria», sostiene al objeto santurcino en toda su respiración cotidiana, reimagina esas líneas de a diario –el comedor público, la cafetería, el salón de belleza, la parada– y las ofrece para movilizar el silencio de la fotografía y explotar. Con impulso, a pulso, salir de esa falsa imagen y quebrar desde la imagen la distorsión verbal de Santurce.
Robles coprotagoniza este experimento conceptual: Capturar la sensación de repetición en complicidad, en el mejor decir de Baudrillard: «The photographic act consists of entering this space of intimate complicity, not to master it, but to play along with it and to demonstrate that nothing has been decided yet (rendre evidente l’idee que les jeux ne sont pas faits). What cannot be said must be kept silent. But what cannot be said can also be kept silent through a display of images». Robles pone al silencio en su sitio.
Así se ve – y se siente – la nerviosa emoción, y la espera vencida, de una novia haitiana que ha esperado por su día de casamiento y se entrega a los preparativos, de blanco, desde el secreto de su peinado, la pose en el marco de la puerta de su casa, las amigas que se suben a su felicidad, la felicidad relativa, real y distante de la existencia en otra parte. Camino a la Iglesia de San Mateo, su silencio ya es tan santurcino como haitiano pues, como escribe Angélica Plá, «existe la historia de una mirada, un aprendizaje amarrado a la forma de vivir la ciudad». Y en esa pausa para la fotografía, se captura el aprendizaje de la ciudad. La mujer observada vive en el silencio estético que ha perfeccionado, lejos de allá, pero bien cerca del aquí y sus rutas nuevas, buscando los gozos que ya le pertenecen.
Y son gozos serenos. Dentro de esa presumida estética desordenada, donde prima la difusión, el decentramiento, las «zonas de indeterminación» cuya topología es inconsistente, cuyos contornos son vagos, está el rasgo silencioso del movimiento. Ossi Naukkarinen propone esta «movilidad estética» que ve de la mirada al oído, y que es escogida: “our everyday mobility consists of various ways of getting about, and sometimes our approach to them is aesthetically colored: we pay attention to how beautiful, ugly, fascinating or enthralling a walk, a drive, or a route is”. Los fenómenos móviles –el counter de una cafetería en pleno mediodía; la incomodidad tatuada de las mujeres en la fila del comedor público que sopesan sol contra subsistencia; los intresticios que nadie mira, los cristales limpios que ligan la carrera diaria de los que por allí respiran; las esquinas de la otra avenida, la de salir, la Fernández Juncos– son fenómenos estéticos que aquí retratan un silencio vibrante.
Quizás lo más auténtico de esta exhibición es que no recarga al observador con significados forzados. Como, de nuevo, Baudillard diría, «We may find an answer to the fact that people and things tend to no longer mean anything to each other. This is an anxious situation that we generally try to conjure away by forcing more signification». Porque si bien en «Los silencios de Santurce» están los cuerpos buscando la forma de entrar en el lenguage nuevamente, de retramitar las miradas y las palabras que se les ofrecen, no hay estruendo ni escándalo que los acompañe. No hay exceso de conclusiones pedigeridas, no se tuerce el brazo para generar impactos. Aquí hay ternura. Y aquí es Sontag quien habla: » [T]he artist’s activity is the creating or establishing of silence; the efficacious art work leaves silence in its wake. Silence, administered by the artist, is part of a program of perceptual and cultural therapy, often on the model of shock therapy rather than persuasion». El silencio, bien administrado, lo dice todo.