Por la filosofía
Una pausa para el amor. Para que sea larga. Para que ella convoque con el gesto de una caricia infinita el amor sin fin, el amor sin tiempo. No la fuerza del amor sino el amor de la fuerza. Porque tan fuerte como la muerte es el amor.
La filosofía es amor a la sabiduría. Por eso no se entiende que ella llegue a su fin, en el doble sentido de cierre y finalidad. Cierto es que se ha dicho que la “filosofía ha muerto”. Como también se ha dicho que “Dios ha muerto” y que también el “hombre ha muerto”. Se hablado además de la “muerte del pensamiento”. Todo un obituario. Si escribo todas esta expresiones entre comillas es para destacar el hecho de que, en efecto, se trata de palabras que no necesariamente se piensan cuando se dicen, por más que se hable en nombre del pensamiento. Quienes sí las han pensando intensamente – Nietzsche, Heidegger, Foucault – merecen ser leídos y escuchados más allá de los manuales, el cliché de la moda y el salón de clase.
De ahí la necesidad de salir al encuentro de una experiencia filosófica que no esté sujeta a los marcos institucionales de su emplazamiento. Hay que dejar claro que una cosa es ser profesor o profesora de filosofía –algo de por sí muy digno–; y otra hacer filosofía, es decir, crear o producir conceptos desde una experiencia singular del acto filosófico, con la que se pone en juego toda una vida y, si así fuera necesario, la decisión de morir.
Lo que importa es no perder de vista que hay una vocación filosófica que atraviesa las instituciones, las delimitaciones nacionales o geográficas, y que cuenta con más de dos mil quinientos años de historia. Importa mucho también entender lo que la palabra tradición significa. La tradición es lo que se transmite con el augurio, tan firme como indefinido, de lo que está por venir. En los años ’60 y ’70 del pasado siglo XX se identificó la tradición con los mandatos institucionales que hablaban en nombre de una concepción anquilosada del saber. Se entendía entonces que la tradición había traicionado la vivacidad y energía del pensamiento.
Hoy, en los convulsos comienzos de este nuevo siglo XXI, resulta indispensable recuperar, tanto para la salud de los pueblos como de los ciudadanos, la fuerza milenaria de lo que nos ha sido legado. Y con ello el cultivo de una forma de vida basada en la sencillez, la despreocupación y la jovialidad. Me parece que esto es crucial para lidiar con el estéril intelectualismo, el parloteo narcisista, la mezquindad anti-intelectual y la frigidez autoritaria reinantes en el mundo, en nuestro país, y muy particularmente en nuestra Universidad. En este sentido, las reivindicaciones de la comunidad universitaria no han de ser solamente económicas. Con ello no se hace más que el juego a la lógica del capitalismo. Deberían hacerse aquellos reclamos que, en virtud de la historia y tradición, conciernan a la prosperidad y fecundidad de la inteligencia y de la sensibilidad. Pues lo intelectual bien entendido –y valga la redundancia– remite a un profundo refinamiento de los sentidos; del sentido común y del sentido de lo extraordinario. Sólo así se podría en condiciones de repensar el concepto mismo de la economía.
Nunca antes las artes (incluyendo las tecnologías), las ciencias (incluyendo las matemáticas y el psicoanálisis) y la filosofía han encontrado una oportunidad más idónea para una revitalización de la vida del pensamiento. Y nunca antes ha estado tan claro y, a la vez, tan difuso el enemigo que la amenaza: la gestión global de la ignorancia por medio del marketing y el arma más poderosa de la pseudo-democracia: la apoteosis del consumo.
Si destaco a la filosofía en singular no es para reconocer en su tarea privilegio alguno, con el propósito de actualizar su antiguo fundamento en tanto que ciencia primera, o ciencia de las primeras causas y de los primeros principios. Se trata, simplemente, de enfatizar el hecho de que el amor a la sabiduría es lo que mueve a la potencia del entendimiento. Un amor que es también un deseo de entender, y no ya sólo de conocer. El conocimiento concierne a las parcelas del saber y a su poder de captación. De ahí la célebre frase de que «el conocimiento es poder» (knowledge is power). Por su parte, el entendimiento es el despliegue íntegro de la atención (intendere animo in aliquid) cuya potencia atraviesa las más diversas formas de conocimiento, pero sin quedar sujeto a uno u otro saber o estructura del poder cognoscitivo.
El amor a la sabiduría es, más que un deseo de saber o una pasión de conocimiento, una acción decisiva de la inteligencia. El deseo de entender es, más que un anhelo, una aspiración de la mente o del espíritu con la que se moviliza todo lo que hay en un cuerpo que habla, piensa y ama. He ahí lo más entrañable de la experiencia filosófica. Diría incluso que se trata de una experiencia musical. No es casualidad que Platón nombra a Calíope, a la más bella de las musas, como la musa de la filosofía; no ya para arrebatársela a los poetas, en tanto que madre de Orfeo, sino para poner bajo una perspectiva mitológica la música del pensamiento.
La experiencia filosófica no se enseña, se transmite; no se predica, se practica, se ejercita, se vive. No es un asunto que compete a las técnicas pedagógicas sino al ingenio y creatividad del pensar. Lo anterior no está sujeto a ninguna medida de eficacia o criterio operativo. Considérese, por ejemplo, en todo lo que da que pensar la geometría molecular, no ya como una disciplina especial de la química o de la biología, sino como descubrimiento aleatorio de las formas arquitectónicas que nutren los umbrales de la vida. Piénsese de qué manera el azar, que es lo indeterminado, se torna determinante y convida a la necesidad.
Hay que saber cuándo las instituciones abandonan el pensamiento; y hay que pasar a la acción, inventando nuevas condiciones para su ejercicio, dentro o fuera de los marcos institucionales. Si la filosofía es un ejercicio de paciencia, entonces se vuelve indispensable la recuperación del ocio (otium), del tiempo libre para disponer libremente de sí mismo; y denunciar la imposición del negocio (nec-otium), es decir, de la negación de ocio. Para el liberalismo capitalista, como bien lo dice B. F. Skinner, el ocio (leisure) es nocivo y peligroso. Por eso el tiempo libre ha de estar programado como parte del diseño tecnológico de la cultura. En las sociedades de control el ocio es intolerable y la filosofía, por lo mismo, un curioso anacronismo; o, en el peor de los casos, un recurso digestible de auto-ayuda promovido por el mercado cultural con títulos tan bárbaros como estos: «Nietzsche para estresados» o «Las meditaciones de Marco Aurelio para cada día de la semana».
Se explica así que la industria del entretenimiento –que ha llegado a ocupar el ámbito íntimo y privado vía la Red de las telecomunicaciones– sea el paradigma de nuestras sociedades, llegando incluso a convertirse en pauta de la vida cotidiana y de los programas educativos. Aún las guerras han de ser divertidas (amousing ourselves to death…), y ya no sólo espectaculares. Se explica así también que la política haya pasado a ser parte del Show Business; y que la adicción al trabajo y a la plusvalía sea el motor de un estilo de vida cada vez más desquiciado a escala mundial, pero sobre todo –ironía de las ironías– en los Estados Unidos de Norteamérica, modelo universal de la democracia, y en la República Popular de China, bajo la dirección del Partido Comunista. En el fondo y en la superficie comparten una misma economía y se entienden muy bien.
A propósito de lo dicho quiero rendir homenaje a dos filósofos octogenarios. Uno es francés, muy conocido, pero que para nada participa del cretinismo de la celebridad. Su nombre es Alain Badiou. El otro es español, casi desconocido, y que ha hecho de su experiencia de la ceguera el motivo para vislumbrar, como pocos, la grandeza del pensamiento. Su nombre es Enrique Pajón Mecloy. A Badiou le conocí como estudiante en un curso suyo del año 1977, en la memorable Universidad de París VIII, en Vincennes. A Enrique le conocí, gracias a Ludwig Schajowicz, en el año 1999 en España.
La propuesta de Badiou, fecunda, militante y consecuente, conduce a una filosofía rehabilitadora de la verdad, dirigida a combatir toda forma de servidumbre y el creciente envilecimiento de la cultura. Su amor a la sabiduría, a la luz de lo que él llama el gesto platónico de la filosofía, está plasmado de manera conmovedora en un librito reciente, ya traducido al español, titulado Pequeño panteón portátil. En él se rinde un generoso homenaje a sus maestros, amigos y rivales por igual, del pensamiento francés contemporáneo (Althusser, Borreil. Canguilhem, Cavaillès, G. Chatelet, Deleuze, Derrida, Foucault, Hyppolite, Lacan, Lacoue-Labarthe, Lyotard, F. Proust, Sartre…vaya catálogo).
El núcleo de su pensamiento queda resumido en esta reflexión con la que abre el libro: «Porque yo sostengo que la muerte no debe interesarnos, y la depresión tampoco. Si para algo sirve la filosofía es para alejar de nosotros el cáliz de las pasiones tristes, para enseñarnos que la piedad no es una emoción leal, ni la queja una razón para tener la razón, ni la víctima aquello a partir de lo cual debamos pensar. […] Sostener lo verdadero contra lo ilusorio y, cualesquiera sean las circunstancias, combatir antes que rendirse; no veo que una verdadera filosofía –como la de los catorce cuyos nombres alberga mi pequeño panteón– pueda desear otra cosa».
Estemos o no de acuerdo con lo anterior –poco importa realmente: la amorosa disputa, como le llama Heidegger, está inscrita en el corazón de la filosofía–, lo importante es no perder de vista la extraordinaria creatividad e influencia de la filosofía francesa en el pasado siglo para poner de relieve la aportación de Badiou. Cuando muera este último de los grandes, se cierra el panteón. Pero no así la experiencia filosófica que bendice a quien muere y da la bienvenida a lo que está por venir.
La propuesta filosófica de Enrique Pajón puede considerarse como filosofía de la libertad. Su copiosa obra está atravesada por un mismo ánimo o soplo vital: la confianza en la capacidad emancipadora del pensamiento. El pensamiento entendido, no ya como “razón”, sino como actividad creadora de cara a las limitaciones –a no confundir con los límites– de lo que habitualmente se toma como realidad. Se trata, pues, de un esfuerzo por subvertir el conformismo, la resignación y el regodeo con la decadencia o el desencanto. Una vieja batalla sin duda, pero hoy más vigente que nunca.
La libertad no es un don, un privilegio ni un derecho. La libertad es una conquista que sólo el ser humano está en condiciones de realizar en virtud precisamente de la paradójica conquista de una humanidad que una y otra vez insiste en perderse de vista. ¿De qué sirven los ojos si no se cuenta con la fuerza de lo que no se ve, pero que precisamente por ello es más determinante que el simulacro de una visión que no se tiene? La condición humana apenas está empezando a descubrir el hecho de que el hombre es el fruto de lo que el hombre ha hecho con el hombre.
Desde esta perspectiva, para Enrique Pajón, aún la religiosidad puede ser recuperada, pero no como fe o creencia sino como esclarecimiento de la propia condición humana, es decir, de su virtud auto-creadora. Escribe Enrique en el primer capítulo de su libro La república de la libertad (2004): «Nace el hombre con el valor de algo heterogéneo a todo lo demás. Se ha producido el salto a lo humano. Lo que ahora se gesta, a través de ese vínculo en principio materno, se le llama “organismo”, pero debe serlo también en sentido metafórico, ya que su estructura nada tiene que ver con una disposición orgánica. El vínculo que aparece relaciona a cada uno con el otro en su dimensión de conciencia, en su aspecto invisible, que trasciende todos los sentidos para alcanzar el ámbito irreal en el que lo humano mismo debe ser creado. […] Ese ámbito se vislumbra como el resultado de una nueva relación en la que el mundo ha sido sustituido por un círculo limitado a lo humano: el niño no percibe mundo, sino sólo madre». (Las cursivas son mías.)
Finalicemos esta vez volviendo al principio. La filosofía es amor a la sabiduría. Como todo amor verdadero es una entrega, una pasión. Como todo gran amor, y el de la sabiduría no puede no serlo, es un deseo de entendimiento: ¿qué pasa aquí? ¿por qué? ¿cómo ocurrió esto? Un deseo que se va transformando en regocijo en la medida en que lo que ocurre se entiende más allá de todo padecimiento. Y un regocijo que va de la mano de una afirmación pura, de un amor incondicional, de un profundo sentido de la compasión que nada tiene que ver con la pena y el martirio. Un sentido de la compasión que sólo tiene que ver con la verdad, tan simple como reveladora, de que donde quiera y como quiera que estemos hay sufrimiento.
De esta manera la filosofía llega a ser una experiencia que integra la fría lógica de los conceptos con el cálido entusiasmo de sus descubrimientos. La palabra experiencia es por ello fundamental, pues significa una travesía por los límites insondables del pensamiento. El que sea insondable no implica que sea inefable sino todo lo contrario: es la puesta en evidencia de la fábula maravillosa del lenguaje, de la confabulación. Se trata, pues, de una travesía, de un intento, de una tentativa. Una travesía que es tan rigurosa y exigente como la investigación científica; y tan creadora e indefinida como la experiencia artística. Pero a diferencia del arte de lo que se trata con la filosofía es de una creación conceptual. Y diferencia de la ciencia, lo que se investiga es la potencia infinita del acto de pensar, y no ya una determinada parcela de lo que aparece como realidad.
Es así como la tarea de la filosofía siempre está empezando y resulta del todo inagotable. De ahí esa íntima vocación de asombro (tháumazo) que la acompaña desde siempre. Y todo ello para constatar –y he ahí lo más digno, lo más noble– que la grandeza del pensamiento, su más alta aspiración, consiste en reconocer que, en medio de la inmensa enredadera por la que se teje la efervescencia verbal y afectiva de los mundos, se va fraguando el vacío pleno de su propia disipación. Se explica así que el amor a la sabiduría culmine en el gran silencio por el que también vuelve a la vida, una y otra vez, el primigenio deseo que mueve y conmueve los avatares del pensamiento. Quizá al final, y después de todo, no haya nada que entender. Pero cuánta atención, cuánto esfuerzo y cuánta práctica hace falta para llegar a tal extrema simplicidad.