Prostitutas enredadas, miedo y demonización
Recientemente leí “Playing the Whore: The Work of Sex Work”, un libro breve y llevadero donde Melissa Gira Grant hace un análisis de la prostitución desde sus experiencias como trabajadora del sexo y periodista. Entre una extensa bibliografía sobre el tema, el carácter anecdótico del texto satisface el ojo voyerista y chismógrafo al tiempo que permite acercarse lo suficiente como para sentirse abofeteada por la realidad dura, la represión y el discrimen que sufren estas trabajadoras. La noticia del arresto de las mujeres, “la redada de prostitutas”, me devuelve al siguiente fragmento:
“Why do we insist that there is a public good in staging sex transactions to make arrests? Is it the point to produce order, to protect, or to punish? No evidence will be weighted before the arrest video is published. Even if she was not one before, in the eyes of the viewer and in the memory of search engines, this woman is now a prostitute. As so few people arrested for prostitution-related offenses fight their charges, there is no future event to displace the arrest video, to restate that those caught on tape didn’t, as one of the women arrested in Fargo said, “do anything wrong”. The undercover police, perpetually arresting in these videos, enact a form of sustained violence on these women’s bodies. Even with a camera, it is not immediately visible.
To produce a prostitute where before there had been only a woman is the purpose of such policing. It is a socially acceptable way to discipline women, fueled by a lust for law and order that is the core of what I call the prostitute imaginary -the ways in which we conceptualize and make arguments about prostitution. The prostitute imaginary compels those who seek to control, abolish, or otherwise profit from prostitution, and is also the rhetorical product of their efforts. It is driven by both fantasies and fears about sex and the value of human life”.1
La explotación del imaginario de la prostitución ocupa un lugar de importancia, junto a los operativos de drogas en los residenciales, -nótese que a las prostitutas se las llevan en redadas y a los tiradores en operativos- en la articulación de la seguridad pública. El despliegue de oficiales armados hasta los dientes, uniformados o de civil, así como las perreras policiales estacionadas en la acera, son la puesta en escena de un espectáculo del orden que ha fracasado y cuya caída se atribuye precisamente a los sectores más desaventajados y vulnerables ante el abuso de la fuerza. En estas ocasiones, no se escatima en los recursos invertidos. La Ley y el Orden solo tienen un turno al bate que dura lo que un suspiro: ese instante en que el arresto se traduce en el cuerpo de una mujer con la falda corta y ajustada, un escote profundo, un maquillaje pronunciado y tacones imposibles, o que quizás no tenía ninguno de los anteriores, pero igual se traduce en el cuerpo de una mujer perdida de dios que bailó, posó, jugó, tocó, vendió, cobró. Esposadas. En redada. Un desfile de colores y lentejuelas marchando. Una detrás de otra. En la próxima imagen las cámaras corren tras los policías para hacer click click flash sobre las mujeres esposadas que maniobran para cubrirse la cara con un mechón de pelo o con la espalda de la que camina adelante. Luego de esta escena y transcurrido el fetiche con la noticia, estas mujeres se adentran al proceso penal como quien camina hacia un hoyo negro. Dejan de existir y nadie se acuerda. Hasta la próxima redada y las próximas prostitutas. Ciao.
Lo que sucede después con las arrestadas es lo menos importante; y consecuentemente, lo esencial e invisible a los ojos. Los encausamientos por el delito de prostitución suelen no tener consecuencias mayores. Un por ciento insignificante de estos prospera y los que sí lo hacen suelen culminar en una multa y un sermón aleccionador para la infractora. El delito de prostitución subsiste como un paredón al que se llevan las mujeres –y los homosexuales- que se han portado mal, pero también como válvula de escape de la ansiedad generalizada de saberse inseguro y perdido. Este delito es, si se quiere, un lugar común al que retorna el Estado cuando requiere demostrar por la fuerza su disposición de vilipendiar a unas pocas por el bien de unos muchos que claman por seguridad y valores.
Como se ha demostrado hasta la saciedad, no existe un nexo entre la existencia de la prostitución y la criminalidad rampante. En cambio, negarle a estas mujeres –y hombres- el estatus como trabajadoras implica mantenerlas al margen de las protecciones indispensables para garantizar su salud, bienestar y derechos humanos. La criminalización de la prostitución está ligada a la explotación, abuso por parte de sus clientes, violencia policiaca, altos índices de HIV y otras enfermedades de transmisión sexual, falta de educación, acceso a la justicia y a la estigmatización social y exclusión que sufren sus practicantes.
La prostitución no es sinónimo automático de trata humana y las mujeres que la ejercen no son necesariamente víctimas de la objetificación del cuerpo femenino. Al contrario, la insistencia en el castigo rechaza la educación sobre la prostitución y priva a estas mujeres de conocer sus derechos, lo que las hace susceptibles a sufrir la explotación por parte del mercado laboral –reconocido o no, pero mercado- al que pertenecen. Por otro lado, la idea de que es inconcebible que una mujer decida utilizar su cuerpo como instrumento de subsistencia es una concepción patriarcal que fija un límite sobre los buenos o apoderados modos de utilizar el cuerpo y la sexualidad. Las prostitutas no necesitan ser salvadas. Necesitan ser respetadas e incluidas en la articulación de políticas públicas y, en particular, en aquellas que intentan determinar el deber ser de sus cuerpos. La descriminalización de la prostitución es, en última instancia, un asunto de derechos humanos que compete a todas las personas y que afecta en particular a grupos tradicionalmente marginados, como las mujeres y las comunidades LGBTT.
El delito, por tanto, no responde a la protección de un bien jurídico que no sea la moral pública que a fuerza de valores apabulla a las mujeres y a otros grupos desaventajados. Como el delito de prostitución, hay múltiples ejemplos que pululan nuestra administración de la Ley y el Orden. El Código Penal es un bestiario, repleto de delitos que responden a una moral totalizante que se niega a morir y que parece resucitar con más ahínco de cuando en vez. La permanencia de delitos como el adulterio, el aborto y la prostitución es un bastión vivo de una época donde el Estado podía legítimamente desbordar su violencia sobre el cuerpo de la mujer para establecer los parámetros de la moral y la vida social ordenada. Llegados a este punto, el saldo de las cosas es el siguiente: la maquinaria penal no sostiene el procesamiento de estos casos, no existe una definición coherente y respaldada por la realidad sobre cuál es el bien jurídico que se intenta proteger con este delito o los beneficios sociales de su aplicación y, por último, la existencia de este delito criminaliza y pone en riesgo a las personas que optan por asumir el control sobre el manejo de sus cuerpos, identidades, economías y placeres.
Si todo esto es cierto o podría serlo, ¿por qué, en lugar de explotar el morbo que provocan las fotos de la redada de prostitutas, no hablamos de lo absurdo que es criminalizar la prostitución, sobre los derechos de las trabajadoras y de los trabajadores a reclamar sus cuerpos para ejercer una actividad económica, sobre cómo la insistencia ciega en la persecución, la represalia y el castigo de la prostitución es en sí misma un acto criminal e injusto? ¿Por qué no abordar con honestidad la relación entre la prostitución, el crimen y la pregunta de a quién estamos protegiendo y castigando con este delito aleccionador? ¿Por qué no hablar sobre el rol de la prensa y la presunción de inocencia que tienen las personas arrestadas, antes de que sus rostros y nombres sean publicados y difundidos? ¿Por qué no hablar de la contradicción evidente que surge cuando los intentos moralistas y penales se desbordan para hiper-regular el placer mientras que acá cambiamos de colores y sudores adivinando las dimensiones exactas de ese pedazo de piel que se adivina bajo la tela?
Leo nuevamente la noticia, sexta vez. Entonces pienso que yo también estoy enredada en la dinámica transaccional de la Ley y el Orden, de la mujer y el cuerpo, de la economía y el placer. Si en su acepción más simple entrampamiento es persuadir, convencer o sembrarle a alguien en la mente la intención criminal para cometer un delito, la repetición constante de las imágenes de estos arrestos termina por entramparme. Hay un poder hipnótico en la sincronía entre la procesión pública de las mujeres a la perrera, el rostro del agente Ivan Bahr –quien otrora dirigía macaneos en la huelga de la Universidad de Puerto Rico en el 2010 y quien ha recibido múltiples condecoraciones en la uniformada, como la dirección de la iniciativa “Golpe al Usuario”- y el click click flash de la cámara. Hay un camino de migajas que nos han ido trazando y que seguimos golosos, en tanto al final se nos promete una mala mujer, desnuda, castigada y esposada que nos espera para pedirnos perdón. O eso me parece. O a eso me parezco.
Vuelvo a ver el video, tercera vez. Tengo la certeza absoluta de que el objetivo único de esta redada, tanto de policías y cámaras, es la vergüenza. Una vergüenza anclada en el miedo y la demonización. Entonces me convenzo de que miraré con atención lo que quieren que mire, pero no desde los cuerpos de las mujeres arrestadas, sino desde el mío. Solo entonces me fijo con detenimiento en la mujer sentada en el cuartel que se resiste a cubrirse la cara. Lanza un beso a la cámara y ondea los billetes en sus manos cargadas de uñas imposibles, sortijas y esa combinación de esposas y pulseras que seguramente hacen un ruido impresionante cada vez que se mueve. A propósito de María Magdalena y de las piedras que deben ser arrojadas, figuras que abundan en los comentarios del público al pie de la página, recuerdo una frase que desde hace tiempo me repito como mantra: “nadie te puede lapidar con tus propias piedras”. Como una pequeña victoria sobre mí, sospecho que yo haría exactamente lo mismo que hizo esa mujer. Sonrío a una cámara que no existe y le lanzo un beso.
- Playing the Whore: The Work of Sex Work, pág. 18-19. Verso, 2014. [↩]