Rapiña

elizabeth glaessner
El más viejo de los dos hombres la tenía tomada del cuello, de espaldas a él, mientras el otro le rasgaba la ropa con torpeza. Ella movía la cabeza a diestra y siniestra, a la vez que pataleaba, con todas sus fuerzas, y contorneaba el cuerpo como serpiente cascabel. A veces, lograba morder a quien la tenía presa de la garganta, únicamente para provocar una bofetada mayor a la anterior, o un tirón de cabello, que parecía desnucarla en cada una de las ocasiones.
Yo había comenzado, por accidente, a observar el espectáculo, congelado ante el pavor que me sobrevino, y acuartelado al saberme tan impotente. La casualidad me había transportado hasta la susodicha calleja, justo detrás de aquel gigantesco zafacón —que ahora me servía de escondite—, en busca de cajas vacías para la mudanza que llevaría a cabo en los siguientes días. La victoria del partido contrincante era prácticamente un hecho, aunque aún faltaran cuarenta y ocho horas para el sufragio. Mi puesto no era de confianza, por cierto, era bastante insignificante, pero había llegado a él por una pala que parecía que no volvería a renovar. Y, sin la pala, no podría continuar mis funciones. Nadie me emplearía con mis antecedentes, con aquel secreto a cuestas.
Cavilando en ello, había encontrado las cajas vacías, mientras la soledad de aquel rincón se había ocupado de separarme del bullicio a distancia. El rugido de la muchacha me había puesto sobre aviso de que algo andaba mal.
Dejé a un lado todo para mirar mejor, con mucha pausa. No los había escuchado acercarse; ellos tampoco me habían visto ni escuchado a mí. Luego, la tiraron al suelo y comenzaron a darle puños y patadas. Me agaché, evitando ser divisado, siguiendo algún estúpido instinto de supervivencia, que rechazaba la premisa de mi fuerza física superior, en contraste con la de aquellos dos hombres mucho más enclenques.
Sudando, me cubrí con alguno de los cartones y bolsas encontrados en la basura de aquel corredor maldito. Me aferré a la corbata que colgaba de mi cuello, como queriendo asfixiarme, y de algún modo mágico desaparecer. Me tapé la boca con una de las manos, no recuerdo cuál, y apreté la mandíbula. Entonces, alcé el rostro, bañado en sudor, hacia arriba. Fue cuando lo descubrí. Era un búho.
Observaba con ojos grandes y muy abiertos la escena, lo mismo que yo. Curiosamente, dirigía su cuello en rápidos movimientos de un lado a otro; a veces, parecía que daba un giro total y absoluto a su cresta. Se hallaba detenido en una cornisa, majestuoso, pasando juicio sobre todo cuanto ocurría. Infundía terror y provocaba envidia; envidia porque podía marcharse en cualquier momento, a su antojo, y no echársele en falta. Sin embargo, se quedó. En un momento dado, mientras el más joven de los hombres agarraba las caderas de la chiquilla, el ave abrió grandes las alas. No fue hasta que la jovencita volvió a gritar ensordecedoramente, y volvió a contornearse, como evitando ser dirigida hacia su funesto destino, que el búho abrió el pico y ululó.
El chillido, como el de un loco eremita, detuvo la ciudad, los altavoces, la publicidad, las pancartas en la infinita distancia. Sucumbió, la ciudad precedida, al silencio de las constelaciones en el firmamento, a la escasez de luna. Los dos hombres, petrificados momentáneamente, buscaron a tientas el origen del silbido ronco que no pertenecía a la garganta atrapada. Descubrieron el penacho de plumas brillosas y resplandecientes del rey de las aves nocturnas, encima del techo de una edificación abandonada. En otra dimensión, un chamán invocaba las deidades para que el búho hiciera acto de presencia. El ave no apareció en ese otro universo; se quedó con todos nosotros en este, aquí, en medio del infernal recoveco, torcedor de vidas.
El plumífero era un ejemplar avanzado en años, lo demostraba su chillido, como el de un viejo chiflado. Internándose en la oscuridad, atravesando el cielo entre las noctámbulas nubes, logró materializarse y llegar a aquel destino de ángel vengador que le aguardaba.
Dio otro alarido, en medio de la quietud del alero, del cual colgaba una bandera partidista, justo en el instante en que la muchachita emitía un contundente clamor, un bramido frenético, que para nada mostraba indicio alguno de rendición sin resistencia. Su lamento llegó acompañado de más forcejeos, que fueron recompensados con más golpes y dislocaciones.
Los hombres intercambiaron lugares. Fue cuando, aún agachado, pude reparar en el recién revelado rostro femenino que no superaba los diez años de edad. Los ojos apretados, resistiendo el embate, la boca ensangrentada acolchonada de golpes, los senos apenas florecidos y morados, la entrepierna destrozada.
Bajé la cabeza y las manos me recorrieron el cabello. Fueron tantos los recuerdos que divagaron por mi mente mientras razonaba, el poder de ver detrás de las máscaras, el movimiento silencioso y veloz de la violencia, la visión aguda del llanto bajo las sábanas, el enlace entre el mundo oscuro e invisible y el poder de la luna; todo ello se manifestó ante mí con la sola presencia de aquel búho. Su plumaje de color oscuro rojizo, pardo y moteado en el lomo; el vientre amarillo, salpicado de manchas y atravesado de algunas líneas grisáceas bastante confusas, supieron leerme el rencoroso corazón y la profundidad de mis intenciones.
El pico corto, inclinado y cubierto de plumas en la base, se abrió nuevamente. El pescuezo giró, esta vez, dando la vuelta por completo; las patas, revestidas hasta las uñas, se encorvaron. Entonces, se echó a volar.
Cuando dejé de mirarlo y regresé mi atención a la niña, ya los tétricos personajes se habían marchado, dejándola desamparada. Yacía desnuda en el suelo, maltratada, herida, como una flor que ha sido deshojada a la fuerza y cuyos pétalos han sido triturados sin la menor vacilación.
Respiraba poco. Sus latidos, muy vagos, muy leves, según pude comprobar, luego de haberme acercado. La mayoría de sus huesos estaban rotos, incluido el del pubis; todos los orificios que palparon mis dedos estaban rasgados. Toqué sus pechos. Su piel languidecía temblorosa, embadurnada de sangre salada, en ocasiones, agria, según descubriera mi lengua. El rapaz nocturno acompañó nuevamente un muy débil aúllo que emitió la jovencita, esta vez, de manera más desolada, si fuera posible, mientras sentía otra sombra sobre ella. Pronóstico de lo predecible, símbolo de mal agüero. El grito del búho siempre es señal de una muerte que acecha.
Las plumas de los búhos son suaves y aterciopeladas, no provocan ningún sonido cuando se lanzan a través de las negras capas del cielo. El silencio previo a que el búho se abalance es el silencio de una bala; nunca se percibe hasta que te golpea. En algún lugar del crepúsculo, a merced de las tinieblas del terreno, creí oír cómo algo inocente se rompía y emitía un último chillido antes de expirar.
Salí corriendo del callejón, luego de haberme limpiado la boca y la pelvis de fluidos. El ave voló sobre mi cabeza, como intentando descansar en una rama, como deseando posarse sobre ella. Entonces, se lanzó en picada.