Recordar el recuerdo
sobre la escritura de Inventario con retrato de familia y otros escritos
A Jorge Luis Cruz,
por haber sido mi discípulo por un día
y mi amigo desde entonces
El único verdadero paraíso es el paraíso perdido.
—Marcel Proust
Nos echaron del paraíso, pero el paraíso no fue destruido.
—Franz Kafka
Las palabras que siguen están marcadas por un tono confesional y, por ello, pido perdón desde esta, la primera oración de este texto con el cual intento recordar la escritura de un libro mío y de otros textos anteriores, recuerdos íntimos que no acostumbro a compartir. Mis excusas no son meras fórmulas de elegancia y de cortesía, ya que tienen su origen en el decoro que desde niño me impuse ante la atracción y la vergüenza que sentía cuando presenciaba actos de confesión pública, esos que son tan frecuentes entre nosotros. Sí, solo hay que subirse a una guagua o sentarse a esperar turno en la sala de la oficina de un médico —práctica inhumana impuesta por la avaricia de muchos de estos— para presenciar un acto muy común entre nosotros: un estriptis emocional hecho a viva voz. Desde niño me fascinaba oír esos monólogos o esos diálogos en los que alguien se confiesa o cuenta sus intimidades, a veces azuzados por un oyente o a veces en competencia con una u otro que quiere imponer su propia confesión sobre la del primer gozoso revelador de sus mundos privados. Hoy, con el uso persistente y aceptado de los teléfonos celulares, esas confesiones tienen un nuevo medio. (¡Éramos muchos y parió la abuela!)
Pero quizás de manera completamente egoísta siempre he querido ser en esos casos solo el oyente que absorbe todo lo que los otros dicen, pero nunca el que revela su propio mundo interior. El anecdotario de confesiones que he recogido en ocasiones propicias, especialmente el que deleitosamente oía en los largos viajes en transportación pública de Aguadilla a San Juan, ha deleitado también a muchos amigos que ya esperaban mis recuentos de los mismos al llegar a mi destino en la capital. Eran historias que me fascinaban, pero que no podía imaginar que yo contara unas parecidas. Llegué una vez, solo fue una vez —lo confieso— hasta a inventarme una para complacer a una compañera de un apretado asiento de un auto público que hacía el viaje de mi pueblo a San Juan, quien me acosó y me acosó con preguntas para que participara en el ritual de la confesión pública que todos los demás viajeros gustosamente practicaban. No sé si creyó mi falsa confesión, pero salí del aprieto, que no era solo el de la incomodidad del asiento, sino el de su insistencia y su persistencia.
Pero de esas experiencias en salas de espera de oficinas de médicos o en medios de transporte público desarrollé una pasión por oír esas voces narradoras que no tienen inhibición alguna en contar intimidades o hasta su poco entretenida vida de todos los días. A veces he pensado que quizás todo lo que cuentan es invento, como las historias que una vez me ayudaron a salir de un difícil paso. Pero no estoy seguro de la capacidad imaginativa de esos narradores que ejecutan plácidamente su descuere emocional; además, estos siempre me han parecido ingenuos, pero sinceros. De lo que sí estoy seguro es que desde niño he creado un egoísta sentido del decoro que me inhibe de ser yo quien se desnuda al contar intimidades a desconocidos, pero sí el que se deleita con los estriptis ajenos. Siempre he preferido ser esa especie de “flâneur” inmóvil que solo escucha los giros y las vueltas de las historias ajenas.
Por eso cuando terminé de escribir Inventario con retrato de familia titubeé y contemplé la posibilidad de no publicarlo, de engavetarlo para siempre. Por suerte o por desgracia —eso lo determinarán los lectores — hubo amigos que me convencieron de que debía publicar los recuerdos que evocaban los objetos que iba hallando en la casa de mis padres según trataba de ordenarla tras tres largos años de descuido, cuando mi padre vivió allí sin compañía ni supervisión. Pero también tras escribir el libro me di cuenta de que según lo había ido escribiendo me había impuesto, sin estar plenamente consciente de ello, mecanismos que apoyaban esa norma de decoro que me había asignado desde niño. Ese dique de contención emocional está compuesto por una combinación de preferencias estéticas y de principios intelectuales que me protegen de la indecorosa confesión pública a la que tanto le temo. Me explico.
Inventario con retrato de familia es un libro que no es como los demás —unos seis o siete— que ya había escrito. Antes de escribir este libro toda o casi toda mi producción había sido de carácter y tono académicos. Como profesor de literatura y estudios culturales se esperaba y se espera de mí que produzca serios textos de crítica literaria o de comentarios culturales. Y eso he hecho por años y por ello he sobrevivido en la academia. Confieso que he sido o he tratado de ser un académico digno. Por ello escribí, por ejemplo, ensayos sobre la narrativa de Luis Rafael Sánchez, sobre las chucherías de Pepón Osorio, sobre el nuevo negrismo de Nancy Morejón, sobre las cartas de Julia de Burgos y sobre muchos otros temas, pero siempre con un claro tono académico.
Confieso también que muy tempranamente en mi carrera tuve la osadía de escribir y publicar un puñado de poemas. ¡Me avergüenzo profundamente de esa falta de respeto a la Poesía! (Así, con mayúscula: Poesía.) Espero que esos textos permanezcan perdidos en las publicaciones donde aparecieron y que nadie los lea o los haya leído. Al menos me sirvieron para darme cuenta de que no era poeta, a pesar de mi deseo inmenso de serlo. Y hasta llegué a escribir y publicar un cuento. Pero de ese no me avergüenzo tanto porque cumplió su propósito, aunque no sea una pieza ejemplar del viejo arte de narrar. Así fue porque me dio la oportunidad de inventarme una historia sobre un personaje real sobre el cual muy poco sabía o podía saber. Fue que hace años leí la noticia en una revista sanjuanera de alrededor de la década de 1910, sobre un jíbaro que había vivido por veinticinco años como mujer. Ramón fue Ramonita desde finales del régimen español en la isla hasta comienzos del estadounidense. Entonces, por la delación de un vecino, la policía descubrió su identidad original y Ramonita tuvo que volver a ser Ramón. La noticia con fotos —un grotesco “antes y después”— me fascinó y como tampoco soy historiador, pero como me acosaban las ganas de saber cómo Ramón se había convertido en Ramonita, me inventé un cuento sobre este proceso y tuve la osadía de publicarlo. Pero, lo confieso, no he vuelto a pecar, no he vuelto a escribir más cuentos y creo que jamás escriba otros. Por esos dos fracasos, descubrí que no soy poeta y que no me atreveré a volver a escribir otro cuento ni mucho menos una novela.
Pero desde que escribí y publiqué mi primera página de crítica literaria, cuando era un joven estudiante graduado, siempre he querido ser más que mero crítico o he querido ser crítico de una manera propia. Es que cuando comencé a publicar estudios literarios, trabajos sobre artes plásticas o sobre estudios culturales vivíamos un renacimiento en la crítica en nuestro país. Tras años de comentarios académicos dominados por la llamada Escuela de la Estilística o, en el peor de los casos, por un vago impresionismo crítico, descubrimos el amplio mundo de las teorías literarias y culturales. En ese momento nos dominaba el deseo de ser rigurosos y estrictos; queríamos basar nuestros juicios y opiniones en ideas de teóricos que nos ofrecían no solo rigor, sino la certeza de que estábamos al día. Por ello nuestros textos se llenaron entonces de ideas y citas de Jakobson, de Booth, de Barthes, de Kristeva, de Foucault, de Butler, entre muchos otros y otras. A veces esas ideas y esos deseos de novedad nos llevaban a escribir de manera críptica y hasta absurda, pero de forma que pareciera que estábamos al día. Ese era el objetivo. Pero esa ambición, en muchos casos, nos hizo romper lazos de comunicación con un público lector más amplio; escribíamos solo para un grupo limitado de otros críticos académicos que compartían las mismas lecturas teóricas y empleaban el mismo vocabulario rebuscado. Nos encerramos en un pequeño circuito de académicos y nos imponíamos un cierto estilo muy fijo y determinado.
Aunque caí en esa trampa y cometí el pecado del oscurantismo académico —mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa— siempre creí que la teoría debía ser como la cuenta de banco: teníamos que tenerla y manejarla, pero no debíamos ostentarla. Por tener esa visión de la escritura crítica se me cerraron muchas puertas. Pero mantuve mi fe en la necesidad de escribir para que se me entendiera. Y esa misma fe me llevó a otra convicción: el texto crítico tenía que abrirse a un público amplio. El lector o la lectora debía sentirse atraído por lo que leía. Su lectura debía ser un placer, no la obligación de descifrar un texto hermético. En otras palabras, para mí el texto crítico debía ser parte de lo que llamamos literatura. Nunca pretendí ser como esos excepcionales escritores —pienso, por ejemplo, en el ejemplar Pedro Salinas— que son capaces de ser creador y crítico a la vez, pero manteniendo esos dos ámbitos de creación separados. Nunca jamás pretendería, ni pretendo, ni he pretendido crear literatura y crítica por separado. Solo pretendo introducir elementos literarios en mi comentario crítico. Pero no se piense que quería y quiero escribir una reseña en versos o un ensayo crítico en forma de teatro. Mi interés es acercar la crítica a la crónica, por ello y aunque moleste a algunos que quieren mantener los patrones establecidos, me introduzco en mis comentarios críticos y trato de darles a estos un tono más conversacional, tono aprendido en la nueva crónica y en la poesía de muchos escritores contemporáneos. Quizás mi objetivo parezca poco reverente; quizás mi objetivo sea difícil de alcanzar. Pero esa ha sido mi meta, meta que no sé si he alcanzado o alcanzaré. Pero ahí vamos.
Por ello mismo adopté como modelos a intelectuales como Roland Barthes, Carlos Monsiváis y Susan Sontag, entre otros. Ellos me ayudaron a evadir el estilo críptico que muchos críticos de nuestros días han adoptado. Repásense esos tres nombres —Sontag, Barthes, Monsiváis— y se darán cuenta de que responden a intelectuales que estaban plenamente conscientes y enterados de los logros alcanzados por los filósofos y por los teóricos culturales y literarios de su momento, pero que escribían de manera accesible y hasta amena. Monsiváis, Sontag y Barthes, el de sus “mitologías” —tres de mis modelos, pero no los únicos— me ayudaron a escribir crítica que intentaba —no sé si lo he logrado— ser eso y a la vez ser parte del amplio campo de las letras. Quería escribir crítica que también fuera literatura: ¿Paradoja o perogrullada?
Creo que es necesario tener claro este proceso personal para entender mejor Inventario con retrato de familia; por ello vuelvo al mismo. Como apunto en las páginas introductorias del libro, este surgió como un proceso de catarsis. Soy hijo único de una familia de clase media baja que llegó a esa posición social y económica partiendo de sus orígenes proletarios y gracias a los cambios que vivió Puerto Rico durante las décadas de 1940 y 1950. Mi familia, en otras palabras, fue moldeada por el “muñocismo”. Era la mía una familia muy conservadora, en términos políticos y religiosos, y nací y me crié en ese ámbito lleno de restricciones y limitaciones. Pero tuve la suerte de tener padres que sin así declararlo estaban seguros de la validez de las lecciones morales que me habían dado, aunque yo parecía negar con mis preferencias vitales y con mis acciones los principios que ellos apoyaban. Siempre he dicho que la gran lección que aprendí de mis padres fue que el amor es una forma más de conocimiento. Y aunque en mi casa no había libros, ni posibilidades de viajes, ni obras de arte en las paredes, sí había la certeza de que lo que yo hacía partía de los profundos principios morales que se me habían inculcado, aunque así no lo pareciera.
Perdonen pero tengo que ser un poco como los pasajeros de la guagua o los pacientes pacientes de la sala de espera de un médico avaro y contarles que mi madre padece del mal de Alzheimer y que mi padre y yo la tuvimos que recluir en un asilo de monjas en mi pueblo, donde todavía vive. Mi padre pasó tres traumáticos años viviendo solo en la casa de urbanización de clase media que es su gran logro económico, lo único que poseían y por ello estaban extremadamente orgullosos de esta que era su paraíso. Tras esos tres años de dura vida en soledad, mi padre, a los 89 años de edad, decidió irse a vivir al asilo con mi madre y allí murió dos años después.
Cuando se fue al asilo traté de poner orden a la casa que había sufrido el abandono de un típico varón boricua sin destrezas domésticas y de un hombre muy mayor de edad, profundamente deprimido por la ruptura de la placentera vida con su esposa, centro y motor de la casa, aún en su ausencia. Cuando mi padre se fue al asilo dejó la casa hecha un caos y, por ello, traté de organizarla, de ponerla en orden, pero de respetar su historia, no de desmantelarla.
De ahí surgió Inventario con retrato de familia. Cada día limpiaba y ordenaba parte de la casa. Y en ese proceso descubría o redescubría objetos, algunos que estaban a plena vista, otros que se guardaban en cajas, porque mi madre era gran fanática de guardar cosas en cajas, cosas que nunca usaba porque se olvidaba de su existencia o porque quedaban escondidas en cajas compulsivamente organizadas. Por ejemplo, entonces hallé unas payamas de seda que mi padre le había traído de Japón cuando regresó de la Guerra de Corea. Mi madre nunca las usó y las guardó tan bien que cuando las hallé eran hilachas de seda azul: el calor del trópico había desintegrado la fina tela oriental. De manera parecida fui hallando otros objetos: unos botones de marfil también traídos por mi padre tras la guerra, un helecho que llamamos “rosa de Jericó” y que todavía se puede comprar en cualquier botánica, pero que mi madre no lo consiguió en una de esas maravillosas tiendas, sino que lo heredó de su madre, mi abuela, y, entre muchas otras cosas, carritos de madera hechos por mi padre, quien, como mi madre, se dedicó por años a las artesanías para complementar sus escasos ingresos de jubilación. Todos me hacían recordar el mundo de mis padres, posible paraíso que ya no es, que quizás nunca fue y que ya se ha perdido. ¿Se habrá perdido para siempre?
Esta experiencia combinaba ramalazos de cariño con una fuerte dosis de nostalgia por un mundo perdido, mundo que parecía paradisiaco, y también con una cierta porción de tristeza. Apunto estos sentimientos porque se hacen necesarios para entender el proceso que para mí transforma ese agradable mundo familiar aguadillano en un ámbito de soledad. Es que a pesar de que conozco a mucha gente en el pueblo, en la urbanización, ese hecho no garantiza una comunicación constante y efectiva. Por ello, tras pasar gran parte del día organizando la casa y tras visitar a mis padres en el asilo, regresaba a la soledad de la urbanización de clase media y, para sobrevivir, me comunicaba con mis amistades a través de los medios sociales. Colocaba en la red imágenes de objetos hallados ese día y las acompañaba con unas escuetas oraciones que explicaban su procedencia y su destino: me iba a deshacer de muchos de ellos.
Este hecho produjo dos efectos distintos. Por un lado, me ganó el ataque de varias personas que veían como sacrílega mi decisión de echar a la basura algunos de esos objetos. Los veían como reliquias de mis padres que a toda costa tenía yo que conservar, conservarlas todas. Por otro y sin saberlo, el ejercicio de colgar las imágenes en la red con los pequeños textos se convirtió en una práctica o ensayo preliminar de la escritura del libro. Así Facebook se transformó sin yo saberlo en una especie de libreta de apuntes, en páginas de bocetos para imágenes que más tarde, desarrolladas, serían parte del libro. No todos los objetos entonces retratados y comentados llegarían a formar parte del texto publicado, pero todos me ayudaron a concebir Inventario con retrato de familia. Eso sucedió gracias a amigos que leían mis breves comentarios a las imágenes que colgaba en la red y me pedían más información sobre estos. Algunos de esos objetos —por ejemplo, una vieja imagen de la Virgen del Perpetuo Socorro de la que mi madre era gran devota— pasaron a manos de amigos que comentaban mis publicaciones. Era una forma elegante de deshacerme de ellos y de, a la vez, respetarlos. Otros no tuvieron la misma suerte y pararon en la basura.
De los mínimos apuntes en Facebook pasé a escribir breves ensayos sobre esos objetos, los salvados y los condenados. A partir de la licuadora que mi madre tenía en la cocina —allí permanece— o de los discos que mi padre grababa y archivaba —pasaron a ser parte de la colección de una estación de radio local— o del burro de cemento que aún adorna el patio de la casa o de las herramientas del taller de mi padre, herramientas que en algún momento estuvieron ordenadas de manera impecable y hasta compulsiva; a partir de uno de esos objetos que hallaba al azar, como el paraguas y la máquina de coser del Conde de Lautréamont, escribía un breve ensayo cada noche.
Y aquí vuelvo a dos puntos con los que comencé esta charla: mi decoroso temor a las confesiones públicas tan comunes en nuestra sociedad y mi deseo de introducir en mis comentarios críticos ciertos elementos literarios. Como diría un Hamlet tropical, hay un método en mi locura y, por ello, no fue en vano o por vanidad que comencé a hablar de esos dos rasgos o intenciones que me han formado y conformado. Porque al redactar esos breves textos estaba siempre consciente de que no quería revelar intimidades. Quería hacer un retrato fidedigno de mis padres —y a través de ellos hacer un autorretrato indirecto—, pero sin darles a los textos que escribía ese tono de confesión pública que me avergonzaba o, mejor, sin revelar demasiado de nuestras vidas. En el libro hay intimidades y allí relato incidentes de la vida de mis padres, pero siempre traté de mantener un digno decoro. Mi padre murió antes de que el libro apareciera y mi madre está viva pero ya no puede darse cuenta de su aparición, pero no creo que se hubiesen molestado con mi libro porque no he revelado ningún secreto familiar —no creo que los haya o, al menos, no los conozco— ni he dicho nada sobre ellos que los pudiera hacer sentir mal. Creo que he hecho en ese libro un poco de confesión pública, de esa a la que tanto temo, pero que he mantenido mi fuerte sentido del decoro. Creo que así es; espero que así sea.
Pero de lo que sí estoy seguro es de que la escritura de esos breves textos me sirvió para sobrevivir ese duro verano de organización de la casa de mis padres. Recordé mientras escribía esos benéficos y breves ensayos mi deslumbrante alegría cuando en mi primer año de universidad, en el curso de humanidades, cuando leía la Antígona de Sófocles, aprendí la palabra catarsis. Al aprender ese término sentí que las puertas del mundo intelectual se me abrían. Y cuando me di cuenta de que escribir esos textos era un ejercicio de eso mismo, de catarsis, me di cuenta de que lo intelectual —las humanidades— pueden tener y tienen un sentido práctico, que son o pueden ser útiles. No vivía una tragedia como la de Antígona, pero, como el público que presenciaba las obras de teatro griego, al terminar me sentía aliviado, pasaba por un proceso de catarsis; al menos para mí, pues, esos textos tenían ese sentido práctico.
También comenté al comienzo cómo después de probar que podía hacer crítica tradicionalmente académica busqué modelos que me permitieran hacer literatura con mis ensayos críticos, género que usualmente tiene vedada la entrada a ese glorioso ámbito. Sin dejar de ser crítico, quería incluir elementos de la creación artística en mis textos, quería que tuvieran elementos estéticos. Lo fui haciendo poco a poco. Ahora con Inventario con retrato de familia procedía por el camino inverso. Me explico. Los textos de ese libro se pueden categorizar como ensayos o, mejor, como crónicas, género híbrido que tiene elementos narrativos, autobiográficos, poéticos y críticos. La crónica —según he ido descubriendo— es un texto ideal para mí por su hibridez y por su flexibilidad. Además y sobre todo, la crónica me permite ser yo mismo en y a través de mi texto. Por ello y como medio para solidificar mi decorosa resistencia a la confesión pública, en los textos de ese libro casi siempre hay un elemento intelectual que evita que el mismo caiga de pleno en el terreno de lo puramente confesional. Muchas veces me valía de un objeto para pensar en la vida de mi familia y esa meditación desembocaba en una idea crítica o en un concepto especulativo que me ayudaba a pasar de lo personal a lo colectivo, de lo afectivo a lo intelectual. Así me mantenía en el deseado contorno de lo que llamo decoro y, a la vez, podía hablar de lo personal, pero con una nota erudita. Si en mi crítica intentaba adentrarme en lo literario —y así tenía que ser porque esta ha sido exiliada del ámbito de lo estético— en mis crónicas introducía lo crítico, lo académico, lo intelectual para ponerle coto a la tentación de lo confesional. De nuevo jugaba con la hibridez de los géneros, aunque esta vez iba por el camino inverso al que antes había recorrido o había tratado de recorrer con la crítica. Así lo digo, titubeante, porque no soy yo el que tiene que decir si he alcanzado mi meta o no.
También tengo que apuntar que uno de los campos que han marcado mis acercamientos críticos ha sido una visión amplia —diría antropológica— de la cultura. Si partimos de esa mirada, cualquier objeto, no importa su origen ni su función, puede servir de trampolín para llegar a meditar sobre grandes temas intelectuales y estéticos. Para meditar sobre nuestra realidad no tenemos que partir de una obra de arte de la llamada alta cultura —una novela, una pintura, una escultura— sino que nos podemos valer de cualquier objeto, por común y corriente que sea, porque estos pueden encerrar amplios significados culturales. Es que detrás de mis crónicas subyacen las ideas aprendidas de Jules David Prown y otros cultivadores de los estudios de la “cultura material”. En cierta medida estas ideas servían en mi caso para retratar a mis padres como protagonistas de movimientos sociales e intelectuales en los cuales ellos nunca pensaron. En ese sentido en estas crónicas mis padres —humildes habitantes de urbanización de clase media provinciana y de ideología conservadora— se convierten en ejemplos de los movimientos sociales que nos han conformado a todos nosotros. La visión de los objetos como cofres o como las cajas de mi madre, pero cajas o cofres que encierran la historia colectiva, venía a ayudarme a salir de la tentación de lo individual, a evitar la crasa e indecorosa confesión pública a la que tanto temo.
Probablemente los lectores de Inventario con retrato de familia terminen la lectura del libro creyendo que allí he idealizado a mis padres. Probablemente así lo haga; seguramente lo hice. El recuerdo del recuerdo siempre tiende a alterar la realidad. No trato de decir que la vida de mis padres y la mía con ellos fuera paradisiaca, no. Pero el propósito de mi libro no es presentar un cuadro detallado y realista de nuestras vidas. No me movía a escribir estas páginas el presentar un retrato objetivo, verosímil y detallado de la vida en esa casa de la Urbanización Marbella de Aguadilla. Recuerden el primer propósito de la escritura de esos textos: la catarsis del trauma de la desintegración del mundo familiar. Mi interés, que surgía a partir del encuentro con ciertos objetos que proustianamente me hacían rememorar algún rasgo de mis padres o algún elemento de nuestra vida común, me pudo haber llevado a idealizar ese mundo. En cierto sentido y sin así quererlo, construí un paraíso de la casa aguadillana. Y Proust viene otra vez al caso, no solamente por la abundancia de “magdalenas” fortuitas que provocaban mi memoria, sino porque como el gran novelista nos decía y como recordaba muy a principio de estas palabras “[e]l único verdadero paraíso es el paraíso perdido”.
Pero también recordaba a principio una cita de uno de los escritores más pesimistas de la cultura occidental, Franz Kafka. Pero apuntaba una cita llena, paradójicamente, de optimismo. Es que Kafka nos recuerda que el paraíso existe todavía, aunque nos hayan expulsado de él. Y ese optimismo kafkiano fue el que me llevó a escribir este libro, pues fue a través de su escritura que pude, primero, recrear ese paraíso de la baja clase media puertorriqueña que fue la casa de mis padres y, segundo, fue a través de esos textos que iba escribiendo cada noche que pude volver a tener acceso al ese imaginado paraíso, aunque el tiempo, “para no hacer mudanza en su costumbre”, lo hubiera ya destruido y, más aún, aunque ese paraíso nunca hubiera sido.
Así pudo ser porque el recuerdo lleva a la literatura y la literatura es una de las formas más seguras y efectivas de preservar o de inventarse la realidad, la histórica o la soñada. El recuerdo del recuerdo me lleva a así creerlo, a así decirlo, a así confirmarlo.
NOTA DEL AUTOR: Leí una versión de este texto en las “Jornadas de la memoria: arte, literatura y escritura”, acto celebrado en la Universidad del Sagrado Corazón en Santurce el 10 de octubre de 2018. Agradezco a las doctoras Anuchka Ramos y Nina Torres-Vidal la invitación a participar en este evento.