Sagradas escrituras, inquisición y exilio

Como bien afirma Thomas Kaufmann: “La Biblia de Lutero fue un evento significativo en la historia del lenguaje… El viraje a la Biblia en los idiomas nacionales, auspiciado de manera decisiva por la traducción de Lutero, transformó totalmente el cristianismo occidental.”[1]
Mi objetivo en este ensayo es abordar algunos de los esfuerzos y proyectos, no todos, en la España del siglo dieciséis y principios del diecisiete, por traducir la Biblia al castellano. Recalco dos figuras excepcionales de ese renacimiento literario y religioso español: Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera. Veremos que esas dos figuras magnas de la cultura renacentista española tuvieron que enfrentarse a la implacable persecución de parte del régimen dominante en las estructuras eclesiales de su nación.
Casiodoro de Reina: entre el exilio y la hoguera
Al publicar, en 1569, su versión castellana de las escrituras sagradas cristianas Casiodoro de Reina estaba muy consciente de la importancia de su empresa, llevada a cabo, como escribe en la “Amonestación” que inicia su texto, en el destierro y la pobreza, con su libertad y vida en constante peligro, acechado y asediado sin cesar por la Inquisición española.
Lo que está en juego, afirma Reina, es la gloria de Dios y la salvación humana. Por ese doble objetivo trascendental lo arriesga todo, en lo que considera la tarea crucial de su momento histórico: la entrega de la Biblia al pueblo español en su lengua propia. Esa excelsa obra no es una insignificante nota al calce en la historia intelectual y espiritual de su patria. Es una expresión medular de las soterradas pero vigorosas, perseguidas pero vigentes, corrientes erasmianas y reformadoras en la España del tradicionalmente llamado Siglo de Oro.
Reina intenta lo indecible por evitar crueles desgarramientos eclesiásticos y nacionales, y se aferra, con inútil obstinación, al decreto del Concilio de Trento que versa sobre las versiones de la Biblia “in vulgari lingua”, en los idiomas populares. Pretende ver autorización, donde, en realidad, se trata de prohibición; intenta convertir en estímulo lo que para los obispos tridentinos, en verdad, es restricción. Incluso dirige un prólogo en latín a los reyes y príncipes cristianos de toda Europa,[2] incluyendo al catolicisimo Felipe II, monarca de toda España. Es un esfuerzo tenaz pero infructuoso de mantenerse, a pesar del exilio y la persecución, dentro de la comunión cultural de su nación y al interior de una iglesia cuya unidad él considera posible preservar solo si se centra en la lectura de, y obediencia a, las sagradas escrituras. Por ello los dos extensos prefacios, el latino y el castellano, son ventanas privilegiadas para entender los dilemas, agonías y aporías de los traductores de la Biblia en el siglo dieciséis español, cuando ese oficio podía conllevar la cárcel, el destierro o, incluso, la pena capital.
Para la gloria de Dios y la salvación humana. Lo primero parece requerir la unidad de la iglesia y a ella se aferra ilusamente Reina en un período histórico de dolorosa fragmentación y ruptura. Por ello el ruego de que su obra sea comprendida y aceptada por la iglesia institucional, incluso por los jerarcas que jugaron papel protagónico en Trento. Expresión de sus esfuerzos irénicos es la siguiente afirmación que incluye en su prólogo castellano: “En cuanto a lo que toca al autor de la traducción, si Católico es el que fiel y sencillamente cree y profesa lo que la santa Madre Iglesia Cristiana Católica cree, tiene y mantiene, determinado por el Espíritu Santo, por los cánones de la Divina Escritura, en los Santos Concilios, y en los Símbolos y sumas comunes de Fe, que se llaman comúnmente el de los Apóstoles, el del Concilio Niceno y el de Atanasio, católico es, e injuria manifiesta le hará quien no lo tenga por tal.”[3] De ahí también su retención de los libros deuterocanónicos, en orden similar al de la Vulgata, los cuales se extrajeron de su obra en el siglo diecinueve, sin que las sociedades bíblicas castellanas tuviesen el atrevimiento, en el veinte, de restituirlos.[4]
Lo segundo, la salvación humana, tiene que ver, en el caso de Reina, con aquellos para quienes el castellano es su idioma cotidiano, su lengua popular, aquellos para quienes la Vulgata ha dejado, por muchas generaciones, de ser comprensible y cuyo conocimiento de la Biblia depende casi exclusivamente de la mediación sacerdotal. También el pueblo español, afirma Reina, tiene el derecho y la necesidad de una versión de las escrituras sagradas legible y entendible.
España se encuentra en la cúspide de su prestigio temporal, enriquecida gracias a los tesoros que se extraen de los territorios de ultramar recientemente conquistados y colonizados. Sus letras son objeto de admiración, gracias a las plumas privilegiadas de Jorge Manrique, Garcilaso de la Vega, Fray Luis de Granada, Fray Luis de León, Teresa de Jesús, Calderón de la Barca, Francisco de Quevedo, Tirso de Molina, Lope de Vega y Miguel de Cervantes. Todavía no ha sufrido el desgarramiento doloroso de los Países Bajos ni la gran humillación naval frente a las costas inglesas. Algo le falta, sin embargo, a la España de Carlos V y Felipe II: culminar y trascender la Biblia políglota del Cardenal Francisco Ximénez de Cisneros con una edición castellana de no menor calidad que las versiones en idiomas nacionales que a la sazón comenzaban a proliferar por toda Europa.
Reina apela inútilmente al decreto tridentino sobre las traducciones bíblicas. Es un esfuerzo noble y desesperado de salvar su obra, de convencer a las autoridades de que permitan la distribución de su Biblia castellana. Intenta ignorar que el Concilio de Trento ha sido categórico en afirmar dos puntos claves: 1) la Vulgata latina como la única versión de las escrituras sagradas cristianas a ser “tenida por auténtica en las públicas lecciones, disputaciones, predicaciones y exposiciones, y que nadie, por cualquier pretexto, sea osado o presuma rechazarla” (Sesión cuarta del Concilio de Trento, 8 de abril de 1546)[5] y 2) el control absoluto, por obispos e inquisidores, de las traducciones a las lenguas populares, “puesto que es manifiesto por experiencia que si se permite la sagrada Biblia en lengua vulgar en cualquier parte sin discernimiento, resulta de ello más perjuicio que ventaja…” (Reglas tridentinas para la prohibición de libros, 24 de marzo de 1564).[6]
La Inquisición, ciertamente, no se dejará engañar por los malabares retóricos y el irenismo de Reina. Conoce bien el peligro que conlleva la idea, típica de las iglesias reformadas, del derecho del pueblo a la lectura de las escrituras en lenguas populares. Por toda Europa son evidentes las potencialidades subversivas, en asuntos eclesiásticos, teológicos y políticos, de la lectura no controlada de la Biblia. Es un incendio incontrolable que los jerarcas eclesiásticos de la España tridentina intentan prevenir y contener a lo que de lugar.
Lo crucial, sin embargo, en el caso de Reina es su tesis de que la vitalidad de la fe y la cultura cristianas de España requiere la lectura regular de la Biblia. Si esta faltase, España sería cristiana de nombre y tradición, pero no de sustancia. Por eso sus arduos desvelos y afanes, por su amor entrañable a la religiosidad y la cultura de su pueblo. En el exilio y constante peregrinación (Ginebra, Francfort, Londres, Amberes, Colonia, Estrasburgo, Basilea), un hombre prosigue durante una docena de años una ardua y agotadora tarea: traducir la Biblia al castellano, a fin de que su patria, aquella que lo ha desterrado y persigue, pueda nutrir su fe y su cultura en la lectura inteligente de las escrituras sagradas. La España oficial le negaría, por siglos, el merecido reconocimiento a sus empeños. Pero su obra, varias veces revisada, es un monumento excepcional de las letras cristianas y de la creatividad cultural hispana.
Cipriano de Valera: exilio y ruptura
Cipriano de Valera fue inicialmente, igual que Reina, fraile jerónimo del monasterio de San Isidoro del Campo[7] y participó de las corrientes reformadoras que se esparcieron con vigor en esa comunidad religiosa durante los inicios de la segunda mitad del siglo dieciséis. Formó parte del grupo de monjes quienes, al vislumbrar la represión inquisitorial que les acechaba, huyeron al exilio, buscando refugio en Ginebra.[8] Entre 1559 y 1562, los tribunales eclesiásticos condenaron a varios frailes jerónimos de San Isidoro a la hoguera, pero como estos se habían exiliado se les quemó en efigie, en simbólico y aterrador auto de fe. Compañero de afanes y destierros de Reina, reconoció el inmenso valor de su traducción y, por ello, en vez de emprender una nueva versión de la Biblia, se dedicó a preservar, revisar y enmendar la de su predecesor. El resultado, impreso en 1602 en Ámsterdam, fue esa excepcional expresión literaria conocida tradicionalmente como la Biblia de Reina-Valera.[9]
Marcelino Menéndez Pelayo, nada dado al gusto por heterodoxias doctrinales, no puede disimular su amarga hostilidad hacia ambos traductores expatriados. A Reina pretende negarle su nacionalidad, catalogándolo de “morisco granadino”, a partir de los infundios de un burócrata de la diplomacia de Felipe II, siempre a la caza de prosélitos protestantes. A Valera le reconoce su “fecundidad literaria” y su estilo de “donaire y soltura”, pero, al fin y al cabo, le tilda de “hereje vulgar”. Sin embargo, no puede, como gran hispanista que es, evitar el elogio a la obra cumbre de estos dos heresiarcas y catalogarla, en su Historia de los heterodoxos españoles, “como hecha en el mejor tiempo de la lengua castellana, excede mucho… a la moderna de Torres Amot y a la desdichadísima del Padre Scio.”[10]
Eran tiempos de rupturas profundas y dolorosas. Si Reina mantuvo ilusiones de concordia eclesiástica, la revisión de Valera refleja el endurecimiento de las divisiones doctrinales en al menos dos maneras: al relegar los libros deuterocanónicos, ahora tildados de “apócrifos”, a una sección entre los dos Testamentos y al catalogar a los católicos de “adversarios” que se atienen a juicios humanos en vez de a la palabra divina. En la “Exhortación” con que prologa su traducción, acusa a los líderes de la iglesia tridentina de ser “enemigos de la salvación de los hombres . . . rebeldes a Dios y tiranos para con la iglesia”, al prohibir al pueblo la lectura de las Escrituras. Con esa prohibición, piensa Valera, se mantiene al pueblo sumido en las “tinieblas de ignorancia, superstición e idolatría”.
Reina sustentaba la esperanza de una Iglesia unida gracias a la primacía doctrinal de la Biblia; Valera, por el contrario, concibe el texto sagrado como criterio fundamental para distinguir entre la verdadera iglesia (la reformada) y la falsa (la romana). Reina apelaba ilusamente a Trento para legitimar su traducción; Valera reconoce que su obra transgrede los edictos tridentinos. Valera descarta la posibilidad de que la Biblia sea fuente de conciliación en las disputas confesionales que conmueven la cristiandad europea. Su faena traductora se dirige a convertir la Biblia en instrumento de ataque letal al catolicismo romano. La Biblia se vislumbra como eje de intenso conflicto teológico, nada lejano a la convocación a las armas que resuena por todo el continente europeo.
Atrás, en los afanes de Valera, quedan las ilusiones de intelectuales ilustres como Juan de Valdés y su hermano Alfonso de conciliar el iluminismo, el humanismo erasmiano, ciertos principios reformistas con la iglesia de Roma y la corona española. La cristiandad occidental hace definitiva su fragmentación y el debate doctrinal se torna disputa hostil e irreconciliable. En todos los rincones de Europa se consolidan los antagonismos teológicos y se aprestan los contendientes – católicos, luteranos y reformados – a acompañar las amargas diatribas con el lenguaje violento de las armas.
La Biblia proscrita: el dilema de España
Irónica paradoja, de esas que tanto abundan en la historia humana, fue que, por centurias, ese insigne fruto de la devoción de dos españoles a su nación y a su lengua tuvo que vagar peregrina en el destierro y clandestinaje. A la Biblia Reina-Valera le corresponderá, como destino ineludible, recorrer senderos similares a los de sus dos grandes traductores: el exilio, la ilegalidad y la clandestinidad.[11] Otra de las ironías de esa gran obra: creada para la salvación de los lectores hispanos, se le percibe y persigue, por los custodios hegemónicos de la espiritualidad hispana, como potencial vehículo de perdición religiosa. Desde mediados del siglo dieciséis hasta el 1948 los escritos de Reina y Valera ocuparon lugar de honor en el notorio Índice de Libros Prohibidos (Index Librorum Prohibitorum et Expurgatorum) de la Iglesia Católica.
No disfrutó, por tanto, la Reina-Valera de la misma influencia formativa en la cultura nacional española que le correspondió a la traducción de Lutero en la historia de los pueblos alemanes o la que tuvo la llamada Biblia King James en el mundo cultural de los países anglo parlantes. Es imposible describir con amplitud la historia cultural moderna de Alemania sin destacar la centralidad generadora de símbolos espirituales de la Biblia de Lutero. Quedaría inconcluso el estudio de la literatura inglesa moderna sin auscultar los influjos claves que en ella tuvo la Biblia King James. La influencia de ambas traducciones en sus respectivas culturas nacionales es inmensa y significativa.
Fausto, la gran obra de Johann Wolfgang Goethe, se inicia con una reflexión atribulada sobre la famosa primera línea del evangelio juanino, en su traducción luterana: “Im Anfang war das Wort” (“En el principio era la palabra…”). En la literatura inglesa y norteamericana resuenan por doquier las voces de los textos sagrados leídos en la versión tradicionalmente conocida como King James. La lectura de los salmos ejercita la destreza poética que luego florece en William Blake o John Milton, igual que la indignación profética es la raíz profunda de las mejores utopías literarias anglosajonas. En las letras españolas modernas, con honradas excepciones, es la iglesia, con sus ritos, sacramentos, instituciones y dogmas, lo que predomina. No tenía por que ser de esa manera. El penoso encarcelamiento de fray Luis de León en una mazmorra de la Inquisición por su apego al estudio de las escrituras sagradas hebreas y su traducción del Cantar de los Cantares es un paradójico tributo a la pasión española del siglo dieciséis por la Biblia y la literatura nacional. Igual lo son los infelices destierros y persecuciones que padecieron Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera.
José Manuel Sánchez Caro, catedrático de Sagrada Escritura en la Universidad Pontificia de Salamanca, de arraigada tradición católica, muy atinadamente y con ejemplar apertura ecuménica, ha aseverado:
“A lo largo de nuestra historia, con demasiada frecuencia, la lectura de la Biblia en lengua vulgar ha sido una verdadera aventura, desgraciadamente con no pocos tintes trágicos… La reforma de la Iglesia… se llevó a cabo desde diversas perspectivas. Y una de ellas, quizá inevitablemente, fue la de oponer Biblia e institución eclesiástica… se hicieron imposibles las versiones de la Biblia a las lenguas vulgares durante mucho tiempo (en España prácticamente desde 1559 hasta 1970), se dificultó el cuidado de los estudios bíblicos (recordemos los problemas y la cárcel de varios profesores salmantinos, con fray Luis de León al frente), y se impidió una versión clásica de la Biblia para todos los españoles…
Si todos en la España del siglo XVI hubiésemos acogido la versión de Casiodoro de Reina, o una completa de fray Luis de León, hoy la Biblia formaría parte directa de nuestro lenguaje y nuestra cultura de manera natural… No pudo ser. Las vicisitudes de la historia, la miopía de los hombres, la falta de amplia visión en las Iglesias, hicieron real lo que parecía imposible: que la Biblia, Sagrada Escritura para la salvación de todos, se convirtiese en piedra de escándalo, objeto de discordia y punto de desencuentro entre los cristianos…”[12]
Extraña situación. Y lo digo porque cuando se examinan los intensos debates teológicos en la España de esa época sobre la conquista de las tierras y los pueblos indoamericanos, los textos bíblicos retumban con vigor, sean aquellos que condenan la idolatría y sus practicantes, usados para justificar la invasión armada, sean los que censuran la violencia de poderosos contra vulnerables, leídos para rebatir la sujeción bélica de los nativos. La Biblia se evocó para avasallar al Inca Atahualpa en Cajamarca; también se citó para reprobar ese fatídico evento. Es objeto de opuestas interpretaciones en la gran controversia que a mediados de siglo sostuvieron Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda sobre la justicia del imperio español en el Nuevo Mundo. La insistencia de Las Casas en la evangelización pacífica de las comunidades indígenas y su rechazo enérgico a la cristianización violenta se nutren de su lectura del Nuevo Testamento. Su airada denuncia de las injusticias cometidas por conquistadores y encomenderos, la que tanto escandalizó la hispanofilia nacionalista del gran filólogo Ramón Menéndez Pidal, revela la lectura constante y apasionada de los profetas veterotestamentarios.[13]
En las disputas provocadas por las insurgencias luteranas y calvinistas, la España del cáliz amargo, la que tanto afligió en ese otro gran drama nacional que fue la Guerra Civil (1936-39) a César Vallejo,[14] prevaleció sobre la España de los profetas y los evangelios, aquella que a principios del siglo dieciséis animó el magno proyecto editorial del Cardenal Ximénez de Cisneros y en sus postrimerías inspiró los esfuerzos de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera de dotar al pueblo español de una Biblia en su preciado idioma nacional.
En honor a esos nobles esfuerzos pueden los poetas, los insignes como el español León Felipe, exiliado hasta su muerte en México, escribir, o, en su caso, más bien exclamar:
«Me gusta remojar la palabra divina, amasarla de nuevo, ablandarla con el vaho de mi aliento, humedecer con mi saliva y con mi sangre el polvo seco de los Libros Sagrados y volver a hacer marchar los versículos quietos y paralíticos con el ritmo de mi corazón… El poeta, al volver a la Biblia, no hace más que regresar a su antigua palabra, porque ¿qué es la Biblia más que una Gran Antología Poética… donde todo poeta legítimo se encuentra? (¿Qué es la Biblia?, 1943)[15]
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[1] Thomas Kaufmann, A Short Life of Martin Luther (Grand Rapids, Michigan: William B Eerdmans Publishing Company, 2014), 66-67 (mi traducción)
[2] La edición de Juan Guillén de Torralba de la traducción de Reina, elimina el prefacio latino. Con ello se oculta la intención irénica de Reina, su deseo obstinado de mantener la comunión eclesiástica sin abdicar sus principios reformadores. Juan Guillén de Torralba, La Biblia del Oso, 4 tomos (Madrid: Alfaguara, 1987).
[3] La cita (de la que he modernizado la ortografía) proviene del prólogo castellano del texto original de la traducción, donado por Reina, en 1573, a la ciudad de Fráncfort. La oficina española de las Sociedades Bíblicas publicó una edición facsimilar de este original en 1969, en ocasión del cuarto centenario de su publicación inicial.
[4] Se han restituido en la reciente edición de la Biblia Reina-Valera, titulada La Biblia del Siglo de Oro (Madrid: Sociedad Bíblica de España, 2009).
[5] Heinrich Denzinger y Peter Hünermann, El Magisterio de la Iglesia. Enchiridion Symbolorum Definitionum et Declarationum de Rebus Fidei et Morum (Barcelona: Herder, 2000), 483.
[6] Ibíd., 561.
[7] No debe haber sido difícil para un integrante de una orden religiosa cobijada bajo el paradigma de san Jerónimo, como lo fueron Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, imbuirse del oficio que hizo famoso a su célebre mentor: la traducción de las escrituras sagradas.
[8] Valera conoció a Calvino y tradujo al castellano la Institución de la Religión Cristiana (1597), obra magna del gran reformador ginebrino. Hay una reproducción facsimilar, en dos tomos, de esa versión castellana de la Institución (Buenos Aires y México, DF: Editorial La Aurora y Casa Unida de Publicaciones, 1952 y 1960). De Ginebra, Valera pasó a Inglaterra, país donde se dedicó a la enseñanza universitaria y a la escritura teológica.
[9] La Sociedad Bíblica de España ha publicado una edición facsímil de la revisión de Valera, en conmemoración de los cuatrocientos años de su primera impresión. Sagrada Biblia, traducción de Casiodoro de Reina, 1569, revisión de Cipriano de Valera, 1602 (Madrid: Sociedad Bíblica, 2002).
[10] Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1987, orig. 1880-82), vol. II, 97, 101, 119.
[11] No fue, debe acotarse, la única traducción al castellano producida por desterrados ibéricos. En 1553 se publicó la Biblia de Ferrara, una versión realizada por judíos sefarditas expulsados de España. En su portada se define como “Biblia en lengua española traduzida palabra por palabra de la verdad hebrayca”. Intenta defraudar la represión inquisitorial reclamando falazmente haber sido “vista y examinada por el oficio de la Inquisición.” Sobre ella afirma Reina, en la “Amonestación” que inicia su propia versión, que es “obra digna de mayor estima (à juyzio de todos los que la entienden) que quantas hasta aora ay». Se limita, sin embargo, como producto de una comunidad sefardita, a los libros hebreos canónicos para el judaísmo y su castellano esta saturado de hebraísmos (otra señal de su identidad comunitaria). Por otro lado, los reformistas españoles Francisco de Enzinas y Juan Pérez de Pineda publicaron, en Amberes el primero y Ginebra el segundo, versiones al castellano del Nuevo Testamento previas a la versión de Reina. El Nuevo Testamento de Pérez de Pineda se introdujo subrepticiamente en 1557 en el Monasterio de San Isidoro del Campo y fue eficaz fermento para el fortalecimiento de las convicciones reformistas de Reina y Valera, entre otros monjes de esa comunidad.
[12] José Manuel Sánchez Caro, “Un lector católico lee la Biblia Reina-Valera”, en La Biblia del Siglo de Oro, xliii-xliv.
[13] Véase Eduardo Frades Gaspar, El uso de la Biblia en los escritos de Fray Bartolomé de Las Casas (Caracas, Venezuela: Instituto Universitario Seminario Interdiocesano Santa Rosa de Lima, 1997). También Luis N. Rivera-Pagán, “A Prophetic Challenge to the Church: The Last Word of Bartolomé de las Casas,” The Princeton Seminary Bulletin, Vol. XXIV, No. 2 New Series, July 2003, 216-240
[14] Me refiero a los quince poemas que, bajo el título general de España, aparta de mi este cáliz, escribió Vallejo en 1937, cuando la república era asediada por las fuerzas golpistas franquistas. Hay distintas ediciones de ese poemario.
[15] “¿Qué es la Biblia?” (1943), en León Felipe, Antología de poesía (Arturo Souto Alabarce, compilador) (México, D. F.: Fondo de Cultura Económica, 1993), 163.