Sobre la confusión
*Ensayo escrito como parte de una serie basada en el seminario de Rubén Ríos Ávila sobre la escritura literaria y la teoría crítica, que forma parte del currículo del MFA de Escritura Creativa que dirige para New York University. Los autores son jóvenes escritores de distintas partes del mundo hispánico.
El tema anunciado para este semestre, la disyuntiva entre pensar o sentir, lo tenía por resuelto. Hace unos diez años, escribí un cuento sobre un joven cajero de supermercado que tenía que recobrar un cheque y en el viaje conocía el mar: mi padre, un policía retirado, lo leyó y me dijo con cariño que no había entendido nada. Que sólo había sentido que el joven estaba triste.-Esa es la idea, papá. En realidad no hay nada que descifrar más que eso, yo no sé de teoría- le dije orgulloso.
Para mí el pensar un cuento en vez de dejarse llevar por un impulso eléctrico al escribirlo era una especie de traición al espíritu humano; creía también, como los críticos que cita T. S. Eliot diciendo que “demasiado aprendizaje mata o pervierte la sensibilidad poética”, que la pureza de la ignorancia canalizaría en el papel obsesiones más urgentes. Como si hubiera que ser un médium o un cuerpo que sólo convierte en palabras una idea aún no nombrada; como si hubiera la posibilidad de parir así un lenguaje nuevo.
De eso han pasado unos diez años. Mi viejo nos dejó a mí y a mi madre; murió Pinochet; salí de la universidad con una deuda gigante; conocí historias que me hicieron pensar si mi papá mató o torturó gente; me dediqué por años a trabajar para pagar mi deuda; me volví mediocre y me dejé de hacer preguntas; murió mi padre; publiqué un libro; le hice daño a gente que quería; me hice daño a mí mismo; nunca aprendí teoría, nunca aprendí nada nuevo.
Entonces, un día antes de iniciar clases en la Universidad de Nueva York, al leer el programa, me enteré que exploraríamos cómo teoría y literatura compartían un clima espiritual.
*
Mi primera Nueva York es el subway. No la Gran Manzana, no los inaccesibles shows en Broadway, no la Quinta Avenida, sino las cuatrocientas sesenta y nueve estaciones que componen la red. Las veinticuatro líneas, los recorridos sin lógica aparente. Intento aprenderme las reglas de corrección política escuchando hablar a los pasajeros; me paso la tarde leyendo mientras me muevo del Bronx a Coney Island, del Soho a Queens; memorizo las estaciones en donde conectarme gratis a internet; evito los carros en donde borrachos se suben a una bicicleta mientras recitan la Biblia; trato de sentirme uno más.
Vengo de la primera clase de pensar o sentir, que para mí ha sido un naufragio. ¿Qué es la teoría?, se preguntaba Culler, y yo también aún después de leerlo tres veces. Varios compañeros pudieron subirse a esa discusión en clase y yo intenté seguir sus palabras. Pero fui incapaz de asir las ideas: las de Culler y las de ellos. Aún ahora, en el vagón.
Primero, intentar abrazar palabras para flotar en el mar de lo racional: que la teoría “intenta averiguar que se implica en lo que llamamos sexo, lenguaje, escritura, significado y sujeto”. Se bajaron del vagón coreanas, negros y jóvenes blancos dejándose barba y subieron más coreanas, negros y jóvenes blancos dejándose barba. Que la teoría “es un analisis de las categorias que” –atención aquí- “utilizamos para dar sentido a las cosas”.
Pero decía también Culler que la teoría “intimida”. Que, además, “no tiene fin”.
“No tiene fin”, leí mientras miraba un punto fijo en el subway y caía flotando una mancha blanca. Se bajó en ese momento otro pelotón de neoyorquinos: coreanas silentes, negros con cara de pocos amigos, jóvenes blancos dejándose la barba.
La mancha blanca era un papel. Un papel que quedó doblado entre mis pies. Me agaché a recogerlo, y al abrirlo leí un encabezado en perfecto español.
Querido lector: A diferencia tuya, yo estoy vivo. Y abajo, entre rayas, una dirección y una hora para reunirse.
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Desde la publicación de un libro en Chile todo fue confusión: qué decisiones tomar. ¿Valía la pena dedicar ese poco tiempo después del trabajo a escribir? Y si había que leer, ¿qué? ¿Y en qué orden? ¿Valía la pena escribir siendo un ignorante de la teoría, de la historia de la literatura, apenas obsesión sobre obsesión?
Pero sobre todo, flotando siempre, como un hedor pegajoso que no se iba ni abriendo, ni rompiendo las ventanas: ¿Para qué escribir?
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En la segunda clase: Quiroga, Felisberto y Sontag. Quiroga me pareció un blanco fácil. Tiene reglas, ergo hay que saltárselas. Felisberto es inteligente: se burla de nosotros, pero nos deja pistas. Susan Sontag fue la primera lucecita en mi camino. Siento que me abraza, que se da el tiempo de explicarme en vez de querer quedar como la inteligente.
Pensaba en eso al llegar al lugar de la reunión, un banquito de madera en las afueras de Central Park, a la altura de la 55. Pero no había nadie: apenas una bolsita de papel abandonada con unas donas y café. El sol subía perezoso al cielo, anunciando un calor que no llegaba ni llegaría nunca.
Por mientras escribía en el computador: “El tema anunciado para este semestre, la disyuntiva entre pensar y sentir, lo tenía por resuelto…”
Los corredores empezaron a llegar al parque. Un teléfono oculto se largó a sonar en la bolsita. Lo tomé con disimulo.
-¿Sí?
-Señor Catalán. Lo llamamos de la Asociación de Personas Tristes y Solemnes. Le quiero pedir cautela y discreción con esta llamada.
Yo sujeté el teléfono en el aire. ¿Quién me podía hacer una broma así? Algún amigo, con tiempo. Tenía algunos amigos.
-Mire, no tengo tiempo para estas cosas.
-Usted tiene tiempo de sobra, Catalán. Nosotros sabemos de usted todo. Y nosotros somos la resistencia. Queremos que se sume a nuestra causa, porque sus cuentos son muy en nuestra línea. Son tristes con ganas, Catalán, yo no sé cómo no se ha pegado un tiro.
Me quedé un par de segundos con la boca abierta, el teléfono en mi mano, mi mano suspendida en el aire.
Pasó una familia completa enfrente mío, tres niños pelirrojos perfectamente uniformados para trotar, tener una vida sana, feliz. Los saludé, pero no generé ninguna impresión. Era como un portapapeles, un posavasos.
Volvió a sonar la voz:
-¿Usted ha leído a Clarice Lispector, Catalán?
*
A la altura del texto de Foucault se me empezaron a acabar los trucos baratos: basar mis textos en metáforas de fútbol, en el humor, en las anécdotas. No atacaba la idea de fondo, no era capaz de más que un devaneo vulgar. Leía en el metro el texto de Foucault con una fruición extraña: a veces me sentía capaz de visualizar su idea, pero entonces en un enésimo giro perdía el hilo. De pronto, el tren abrió las puertas y una frase me hizo sentido: esa del texto como “un acto colocado en el campo bipolar de lo sagrado y lo profano, de lo ilícito y lo lícito”.
Leí eso y una mujer entró de improviso al vagón persiguiendo a otra mujer para golpearla con el dorso de la mano en la cara, una y otra vez, hasta derribarla. En el piso la mujer atacada se tomaba el labio roto, abierto como el gajo de una naranja monstruosa. De la herida caía sangre negruzca al piso.
Do you want crazy? I’ll give you crazy!, decía la mujer que pegaba. Nadie intentó separarlas. Yo las quería ver pelear. La mujer que sangraba no decía nada, parecía más triste que adolorida. Fue justo el día en que pensé, al despertarme: la ciudad no parece violenta, no he visto nada violento.
*
La confusión creció con Agamben, que abordaba cómo la vida infame constituía “de algún modo, el paradigma de la presencia-ausencia del autor en la obra”. Estar presente en el texto como “solamente en un gesto”. Hacer posible la expresión “en la medida misma en que instaura en ella un vacío central”.
*
La noche de la pelea soñé con mi papá y un vacío. Él caminaba con el uniforme verde de los Carabineros de Chile, con su revólver al cinto, mirando hacia el interior de un pozo que parecía no tener fin. Se inclinaba despacio, como si quisiera comprobar un sonido tenue: el agua oscilando, alguien que aún respiraba, alguien que aún no había terminado de matar.
El teléfono sonó y me sacó del sueño a eso de las tres de la mañana, confundido y tendido en el colchón sucio. Pensé en mi mamá, en si había otro terremoto en Chile, en qué sentido tenía haberme venido tan lejos.
-Lo que pasa es que usted, Catalán, es incompetente, incompetente para la vida. Se va a dar cuenta cuando lea lo de Clarice.
Miré la pantalla: Este es un número privado.
-Usted de nuevo. No entiendo para qué me llama.
-Necesitamos su tristeza, Catalán. Necesito que se junte con alguien. Le enviaré los datos- dijo el hombre de la Asociación de Personas Tristes y Solemnes.
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Me abandoné a la idea de Agamben: el texto no como el autor, sino como la herida misma del autor, pero despojada de cabeza, de extremidades, de dientes y finalmente de la piel misma: la herida misma despojada de cualquier cosa que pueda identificar al autor.
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Las instrucciones eran sencillas: después de clases, vaya en dirección a Union Square y quédese fuera de Forever 21 por diez minutos. Nuestro contacto le otorgará lo necesario.
Me movilicé presto hacia la dirección requerida, vestido como supuse que valoraría la Asociación de Personas Tristes y Solemnes: pantalón, camisa y abrigo negros, sin accesorios coloridos. La gente caminaba alegremente a mi alrededor cuando sentí el estallido: decenas de trozos de vidrio desde el interior de la tienda y entonces dos figuras frágiles: una joven negra con el pelo corto teñido rubio, Tiopia Palmer, y un transexual delgado con un flequillo, Tyler. Tiopia se acercó a mí: llevaba jeans, botas y sólo un abrigo corto de piel cubriéndole las tetas, que se balanceaban en la noche. Me abrió la boca y metió su lengua, que olía a semen y cigarrillo.
*
Cuando vino la lectura sobre Casa Tomada, ya todo en mí es sobre el deseo. De ahí otra interpretación: más que el peronismo, más que la nueva Argentina, esa casa ha sido tomada por el deseo, algo que dos hermanos no pueden soportar. Algo que ya no pueden dejar de oír, de guardar en habitaciones, en madejas de lana, en silencios.
¿Qué tan terrible será, teniendo una hermana, tu sangre, desear poseerla, accederla, llenarla? O, mejor: ¿qué podría interponerse ante eso?
*
Tyler repetía cada cierto tiempo: ¿Te gustan mis botas? Me las robé. Parecía ser su mantra. Tiopia hacía las preguntas: que de dónde soy, que si quiero acompañarlas, que si quiero culearlas a las dos.
-You think you can handle us?- me dijo en inglés, borracha y ruidosa.
Cada transeúnte que pasa, abría el abrigo y les mostraba las tetas. La gente le dedicaba una sonrisa antes de seguir caminando. Yo no entendía. En Chile, la policía ya la habría detenido. Se habría armado un grupo de curiosos, alguien le estaría sacando fotos, estarían gritando, estarían intentando tocarla. Pero acá nadie parecía reparar en ella, que me atenazaba del brazo mientras se acercaba a la vidriera de un banco.
-Mira- dijo.
Se bajó los pantalones; no llevaba ropa interior. Apoyó el culo tatuado y lo sacudió en el ventanal mientras Tyler se revisaba la base de las botas.
-¿Te gustan mis botas?
-Tenemos que irnos. Viene un guardia.
-Me las robé- repitió Tyler.
-This is New York, babe- dijo Tiopia, los dientes salidos de la risa, las manos hurgando el pubis depilado y duro, el abdomen a reventar. A mi alrededor, nadie se alarmó, nadie gritó, nadie sacó una foto, como si no pasara nada extraño. Y en ese silencio resonó su voz como si fuera familiar: Give me another kiss, babe.
*
Agamben me hizo recordar a Žižek, que sostenía que la condición humana tiene, en su constitución misma, una herida. Una herida que es un vacío insalvable; una herida imposible de suturar. Que toda ideología política o creencia religiosa es, si somos honestos, un esfuerzo fantasioso por cerrar esa herida, por cauterizarla.
¿Habrá algo así como alguien sin herida? La gente que ha vivido privilegiada, ¿tendrá herida?
Al menos, para aquellos no privilegiados, tendría que pasar esto: luego de seducidos, los fuegos artificiales se disipan y, tarde o temprano, vuelve la herida.
*
Funcionaba así: Tyler llamaba a eso de las dos o cuatro de la mañana, o los miércoles o los viernes. Decía que Tiopia estaba lista. Entonces yo tomaba el subway, saludaba a las borrachas, las trabajadoras y los vagabundos y cruzaba la ciudad. Al llegar a Delancey, en el sur de Manhattan, Tiopia y Tyler estaban siempre en el mismo lugar, a la salida de un callejón oscuro, riéndose, a veces con otra gente, a veces con lluvia, a veces con nieve, siempre con botellas derramadas por el piso: whisky, bourbon, vino caro, vodka.
Tiopia se agachaba y estiraba el culo siempre con la misma frase:
-This is New York, babe.
Había que abrazarla por atrás, tomarle el mentón con la mano, meterle los dedos en la boca, otros en el culo, aguantarla mientras se sacudía encima. Tyler se quedaba frente al callejón y si alguien pasaba le repetía siempre lo mismo:
-¿Te gustan mis zapatos?
Las primeras veces volvía la cabeza nervioso, por si alguien paraba: un curioso, un mirón, un policía. Pero nunca nadie se detuvo. A lo mucho algún joven borracho hizo una broma, un grito débil. Nunca nadie se detuvo. A veces, Tiopia y Tyler se hablaban en un idioma que no entendía mientras yo le intentaba reventar el culo y las dos se reían largamente, como hienas, pero nadie nunca reclamó por el ruido, por los gritos, nunca nadie hizo nada, como si todo eso fuera lo que pasa en las noches y no en los sueños que nunca se pueden contar, sueños de nadie que pasan nunca.
*
Vino la lectura de Clarice Lispector. Había leído textos anteriores a La hora de la estrella: sólidos, elegantes, tradicionales en su fuerza. Pero la novelita fue como petardos estallando en el cielo, dibujando palabras que yo podía asir aún sin comprender.
Me pareció Lispector esto: una mujer brillante y privilegiada entregada a esta artesanía extraña durante años, preparada y astuta como nadie, sólo para descubrir al final del camino que el horror era mayor y sus palabras, su método, no eran capaces de dibujarlo. Entonces escribió como la única opción posible: como una enfermedad.
*
Un día llamó Tiopia mientras aún había sol. Llamó Tiopia y no Tyler, llorando porque su familia la había echado de su casa, porque sus amigos la habían dejado sola, porque no tenía dinero para vivir. Porque necesitaba un hotel para la noche. Le expliqué que tampoco tenía dinero y rompió en gritos en el teléfono.
Anunció que se iba a matar: You obviously don’t give a shit about me, right?
Me salí de la biblioteca, le pedí que se tranquilizara, que me dijera donde estaba y que podía prestarle mis últimos sesenta dólares.
-I’m at a pizzeria in Times Square.
– Why are you eating pizza if you don’t have money to live?
-I’m gonna kill myself.
Salí. Eran tres combinaciones de metro, un par de detenciones por el hielo. Hacía frío. Un hombre negro se levantó a declamar por qué Hillary no podía ser la presidenta, por qué todos teníamos nuestro lugar en el mundo. No podía pasarle esos sesenta dólares a Tiopia, eran todo lo que tenía. Alguien le dio un puñetazo al predicador. Tiopia empezó a llamarme llorando (Why are you taking so long?), mientras yo respondía frases cortas, ininteligibles, luego estuvo furiosa (I don’t have time for this shit, hon, I really don’t), luego vagabundos subiendo al tren pidiendo dinero para vivir, luego coreanas bajando silentes del tren, luego un puñado de jóvenes blancos con barba intentando lucir casuales, luego ya sólo el teléfono sonando, sonando, sonando, hasta que un par de horas, cuando yo ya estaba de vuelta en la biblioteca, dejó de sonar.
*
Con Clarice Lispector vino la necesidad de abandonarse a leer con el cuerpo.
Vino aceptarse como lector valiente y tonto, limitado siempre, por querer lo peor: la vida. Y la vida, decía Clarice después de toda una vida pensando, era volver al principio, a sentir.
*
-Siéntese, Catalán. ¿Toma café? Hay estudios que dicen que lo mantiene a uno triste.
Asentí. La sede de la Asociación de Personas Tristes y Solemnes quedaba en una pequeña oficina sobre una peluquería en un barrio puertorriqueño de Queens. Por las ventanas se colaba la música: Don Omar, Daddy Yankee, Gente de Zona, Marc Anthony.
-Es música alegre, pero lo llevamos bien- me dijo el presidente de la asociación. Llevaba una máscara y un gorro baratos. Sólo le veía los ojos, verdes y tristones, con los párpados caídos.
-Todavía no entiendo que quiere usted que escriba- le dije.
-¿Ha vivido usted la alegría de Tiopia, Catalán?
Me quedé callado. Por la ventana entraba el coro de una de Marc Anthony: y poco a poco/volverme un ser irracional/y amarte entera hasta el final/a mi manera.
Volvió a hablar el hombre enmascarado que lideraba a las personas tristes del mundo:
-¿Usted todavía cree que Tiopia es un sueño? Usted debería tener redes sociales, Catalán. Ahí se puede hablar de tristeza, también. Mire, busque el Facebook de Tiopia, aquí está.
Me acercó su computador personal: había ahí una página de Tiopia Palmer en Facebook. Fotos de ella en topless, bailando, abrazada con amigos, abrazada con Tyler. El último posteo era de hoy mismo:
Queridos amigos, con gran pesar quería contarles que Tiopia ha sido encontrada sin vida en Delancey. A quienes quieran acompañarnos en el último adiós, por favor llevar…
Dejé de leer. El mensaje póstumo lo firmaba Tyler. Pinché el perfil de Tyler. Sólo fotos de zapatos: de taco alto verdes, peep toes, botas negras. Una foto de un par de Christian Louboutin con un mensaje breve: ¡algún día los tendré!
El hombre me miraba tranquilo, con algo de cansancio.
Nos quedamos de frente sin decir nada, mientras abajo un corillo de voces se sumaba a la voz de Marc Anthony en la radio, voces bonitas de mujeres, hombres y niños.
A veces llega la lluvia
Para limpiar las heridas
A veces solo una gota
Puede vencer la sequía
*Ensayo escrito como parte de una serie basada en el seminario de Rubén Ríos Ávila sobre la escritura literaria y la teoría crítica, que forma parte del currículo del MFA de Escritura Creativa que dirige para New York University. Los autores son jóvenes escritores de distintas partes del mundo hispánico.