Tortazos, burrunazos, cantazos ¿de cariño?
Cuando empezamos a amasar nuestras primeras “tortitas, tortitas, tortitas de manteca”, probamos las primeras manifestaciones de la violencia en la intimidad y la santidad de nuestros hogares. Allí donde mamamos la vida, donde se supone que comience todo lo bueno, en el “hogar dulce hogar”, es donde casi todo el mundo coge su primer “cantacito, pa’ que aprenda a respetar”.
Ocultamos o minimizamos el aprendizaje de la violencia en casa, quizá por una combinación de vergüenza y de un respeto revestido de miedos. Los “mostros”, los abusadores y las abusadoras siempre son “los/las demás”: “esas madres, esos padres y padrastros que matan a los nenes, esos sátiros y abusadores sexuales, los gatilleros de las matanzas –esos sí que son malos y malas”.
Y con un orgullo defensivo, tan pronto sale el tema de “lo perdida que está la juventud hoy día”, empezamos el despliegue de nuestras medallas de honor: “Yo soy la persona que soy hoy, gracias a los cantazos que me dio mi mai”. “En casa, las pelas que nos daban era porque nos las merecíamos.” “A mí me enderezaron a fuerza’e golpes.” “Gracias le doy a Dios por la abuela mía que me crió. Cada vez que yo le llegaba tarde me ponía como chupa y me hartaba a galletas hasta que se le hinchaban las manos.” “No se me olvida el día que me trajo de la escuela a son de diana porque corté clases. Tuvo que venir la vecina a quitármela de encima porque me cayó como a pillo’e película.” “Con cada burrunazo iba desgranando las sílabas de la advertencia: La-pró-xi-ma-vez-te-ca-llas-o-te-voy-a-de-jar-sin-dien-tes.” “Después, tan alcahueta, me traía una leche con Quik y me echaba la bendición.”
Muchos de los testimonios de adultos “sobrevivientes” de estas experiencias, sobre todo los que se cuentan como parte de las historias clásicas en las reuniones de familia, se trivializan, se dramatizan con humor y, a veces, hasta en homenaje a los seres más maltratantes en nuestras vidas. Siempre es mejor sonreír que aceptar que la persona que más nos quería fue la que nos hizo sufrir más, la que dejó las huellas de dolor, inseguridad y coraje que nos marcaron para siempre.
“Te doy porque te quiero”, “A mí me duele más que a ti.” “Más vale un golpe a tiempo que después un lamento”, “Tú lo que quieres es acostarte calientito”, “Lo vas a hacer porque yo lo digo y se acabó”, “Te callas y punto”, “Siempre tirando pal monte”, “Aquí se hace lo que a mí me dé la gana; cuando tú tengas tu casa, entonces haces lo que te dé la gana”, “¡Me tienes harta!”, “Te voy a partir la cara”, “Eres igualito que tu pai”, “Me vas a respetar a las buenas o a las malas”, “Esto es por tu bien”. Estas lindezas son solo un puñado de “decires” comunes que se repiten en muchos hogares, sin distinción de clase social, etnia o religión. Son parte, también, de la tradición oral familiar que se ha ido pasando de generación en generación como resultado de una cultura que ha mantenido en el mismo nivel “los valores” del amor y la violencia.
La regla de las “nalgás” y los pescozones solo requiere para activarse la mera percepción de que ha habido falta de respeto o desobediencia, o el coraje o incomodidad de parte del adulto. Amenaza con pegar y pega con relativa impunidad quien tiene o cree tener el poder sobre la criatura que es o se asume “de la familia inmediata”. Si el menor está de visita, pero no es de la familia, “se salva” por lo menos, del castigo corporal –aunque puede coger “su agüita” verbal. La norma social tradicional dicta que cada cual le pega a los suyos, a los que considera de su clan o de “su propiedad”. “Yo no me meto con los tuyos y tú no te metas con los míos.”
La autoridad que se ejerce con la violencia casera se ejecuta con todo tipo de instrumento. El más común y accesible ha sido “la mano pelá”. Abierta o con los dedos ligeramente unidos, con su fuerza calculada, la mano se impulsa desde lo alto, con un swing que se dirige directamente a una parte previamente determinada del objeto de la agresión. Los “objetos” más pequeños, incluyendo bebés, cogen sus primeros cantazos en las nalgas, las piernitas y las manitas. Estos lugares son preferidos porque “hay más carne para aguantar los golpes”. Según los hijos y las hijas van creciendo, “los adultos-protectores” se agarran de la lógica-ética de que mientras más grandes los cuerpos, más golpes aguantan. La escalada de violencia se dirige a otras partes del cuerpo: brazos, espaldas, cabeza, rostro o “donde te coja”.
En Puerto Rico, “una rica pela” incluye golpes hasta “dentro’el pelo”. Aquí se da por dondequiera y con lo que aparezca. La lista de las cosas con las que se le ha pegado a niños y a niñas incluye desde la legendaria “varita pelá” (cada vez más inaccesible, no por la bondad de los adultos sino por la deforestación, la escasez de arbustos de guayaba y por el despoblamiento de los campos), hasta el cocotazo con o sin sortija (con su parte más prominente, directamente al cráneo de la víctima), pasando por el tapaboca, la “bofetá”, el pellizco (sencillo o con media vuelta), los correazos (con o sin levantamiento de piel –siempre dejando marcas), los empujones, los “jalones” de oreja y de pelo, o los atezamientos a dos manos, entre otras agresiones más conocidas y aceptadas. Los adultos también tiran y pegan con ganchos de ropa, planchas, chancletas, zapatos, toallas (secas o mojadas), libretas, libros, platos, candados, teléfonos, cables eléctricos y palos. En medio de un coraje, la persona agarra lo que tenga a mano y con “eso” la emprende contra su víctima. La agresividad que acompaña la medida disciplinaria tiende a guardar más relación con el peso acumulado de violencia, coraje, fatiga y frustración de quien agrede, que con la desobediencia, la falta o la maldad que se le imputa a quien recibe el castigo.
Tampoco hay fronteras en el lenguaje de la persona maltratante. La palabra es un arma cargada de violencia a la hora de atacar a quien se asume inferior. Los padres, las madres, las abuelas y los abuelos suelen tener un repertorio amplio de frases, discursos, cantaletas –unas más histriónicas y fuertes que otras- con las que intentan aleccionar a su prole. No todas las expresiones verbales con fines disciplinarios son maltratantes, pero definitivamente, las que incluyen amenazas de daño físico o emocional y las que se acompañan con golpes, sí lo son, y esa modalidad de golpes físicos con expresiones verbales ofensivas sigue muy arraigada en la tradición puertorriqueña.
Los daños físicos, emocionales y espirituales de los golpes, las amenazas y los ataques que se repiten temprano en la vida se van multiplicando durante el desarrollo y son devastadores. La fuerza de la tradición es tan persistente que aún en este tiempo cuando el mundo se acerca cada vez más a un consenso ético y científico sobre lo indeseable y dañina que resulta la violencia en la crianza, no falta la burla desde diferentes frentes que pretenden relacionar la escalada de violencia social con el reconocimiento de los derechos humanos de la niñez y la prohibición del maltrato de menores.
El maltrato en la crianza no es la única forma de violencia que nos une, pero es una de las más nocivas. Ha sido históricamente truquera pues se nos esconde en los microespacios y tempranamente se cuela en nuestros cuerpos y en nuestras vidas, justo cuando menos madurez, poder social y criterios morales tenemos para juzgarla y rechazarla. Es perniciosa, además, por el saldo que deja durante el desarrollo en forma de inseguridades, vulnerabilidades, enfermedades, desapegos y carencias de amor propio. Cuando venimos a darnos cuenta, las claves de la violencia se nos han instalado adentro y las acatamos como si estuvieran “escritas en piedra”.
La conexión de amor-violencia tiene también sus efectos continuados en la consolidación de la tolerancia, generación, reproducción y asentamiento de más violencias. Respaldada por otras manifestaciones de violencia tanto en la institución de la familia como en los circuitos que la conectan con los sistemas económicos, políticos, educativos, religiosos, sociales y culturales que son atravesados por las violencias de género, es casi inevitable que la crianza que recibimos normalice la violencia. Las prácticas de la violencia se han vuelto tan “familiares” y “normales” como los gestos y las caricias propias del amor. En las recetas tradicionales de crianza y convivencia, la violencia sazona el amor como la manteca realza el sabor de nuestros platos típicos más sabrosos.
Así las cosas, la violencia crece: milita y explota privadamente en las casas, se derrama en la calle, en los programas de radio, en la publicidad, en el deporte, en el juego, en el chiste, en el chisme, en los discursos de la intransigencia religiosa y política, en la tertulia de barra fina o de cafetín, en el tapón, en la autopista, de carro a carro los gritos, de carro a carro los tiros, y se nos van para no volver las juventudes (con sus divinos tesoros); los cuerpos, los sueños, y las vidas de las mujeres se rompen, se amarran, se anulan, desaparecen; las vidas de los niños y las niñas se quedan cortas, llegan a las salas de emergencias muy tarde –desfallecidas, desnutridas, golpeadas. Y frente a la violencia de “los otros y las otras”, la nuestra está lista para activarse “de medio maniguetazo”. Por más que se niegue, tape, y disfrace, esa violencia que nos une, nos daña aún más que la manteca.
¿Podremos separarnos de la violencia? ¿Lograremos desinstalarla del disco duro, de nuestro DNA cultural? ¿Mejorará nuestra dieta nacional? “Tortitas, tortitas, tortitas de manteca…” Tortazos, burrunazos, cantazos ¿de cariño? Solamente arterias, cerebros y corazones tapados con manteca… Y con la violencia, ¿qué?
- La manteca que nos une. (Ensayo 1993) Magali García Ramis [↩]