Trampas del ciberchamanismo en Jorge Baradit
El gran guacamayo rojo, que en verdad es un avatar del Hoebo cenital, cuenta con un séquito terrestre que incluye a vampiros e insectos chupadores de sangre de todo tipo. Los vampiros descienden de una tribu nocturna de gente que comía niños y derivan su forma actual de una mujer murciélago muy promiscua. Los insectos chupasangre descienden de un joven que depredaba a sus esposas chupándoles la sangre con un sorbedor mientras dormían. Ambas genealogías se relacionan de alguna manera con el origen de los chamanes oscuros, quienes también pertenecen al séquito terrestre del Hoebo. Los chamanes oscuros y esta cohorte nocturna constituyen el cuerpo viviente del alma cenital del Hoebo, quien no es un dios, sino una persona no humana y supervital.
El Hoebo implanta bajo el esternón de sus chamanes iniciados una prótesis de avanzadas capacidades tecnológicas que consiste en una trompa, similar a la proboscis de los mosquitos, pero capaz de telecopiarse y extenderse casi ilimitadamente. También les implanta aliados en el tórax y en las ingles. Esto convierte al chamán oscuro en un ciborg, es decir, en un organismo híbrido reforzado con implantes vitales tomados de otros organismos o artefactos. Los chamanes alimentan a sus implantes mediante la ingesta incesante de humo y mascadura de tabaco. La sobredosis sostenida de nicotina le confiere un tono amarillo pálido a la piel, ennegrece los labios, provoca temblor continuo de las manos, produce un aliento fétido crónico e induce la ambliopia o visión alterada en que el mundo se le presenta al intoxicado como una película en puro blanco y amarillo, sin más colores. Es la condición óptima para que el chamán oscuro se transforme en una poderosa arma de ataque. En algún momento lo visita un emisario del Hoebo que le solicita alimento humano, tal vez para probar su lealtad. Y en algún momento el chamán de ataque, sin querer queriendo, se decide a complacerlo.
Entonces el chamán oscuro se acomoda en su canoa o en algún nicho de monte y se fuma varios cigarros de tres metros de longitud cada uno hasta que, intoxicado de nicotina hasta el punto de sufrir paros respiratorios, logra imaginar y en consecuencia secuestrar la sustancia pneumática maléfica de alguna planta o animal cercano. La aspira junto al humo de sus megacigarros y la aloja en su garganta devastada por el tabaquismo. Entona una ronca canción de conjuro que activa la proboscis implantada bajo su esternón. Ésta comienza a desenrollarse, primero asoma sus filamentos bífidos por las comisuras de los labios mientras canta, luego va saliendo el resto. Potenciada por los aliados también implantados en el tórax del chamán, la proboscis se dispara por el aire nocturno y navega con la ayuda de un ojo de luz en su punta que explora la oscuridad en busca de la víctima invocada. La gente puede ver, si se atreve a asomarse en la noche, cómo la proboscis terrorífica surca el aire cual objeto volador no identificado. Cuando llega a la población de la víctima, la gran manguera voladora con punta bífida se detiene en la altura, su luz enfoca la casa o lugar donde se encuentra el desafortunado y se precipita desde el cielo a gran velocidad para enroscársele en el cuello, romper su costillar y penetrar su corazón. La sangre absorbida de la víctima empieza a fluir por la trompa como si viajara por un oleoducto aéreo hasta llegar al pecho del chamán, quien la trasladará al mundo otro del Hoebo y sus emisarios cenitales en sus excursiones al mundo otro. La víctima no muere de inmediato sino que se sume en un lento y doloroso deterioro de las funciones vitales, pero quienes conocen estos casos dicen que el sufrimiento físico es secundario ante la indescriptible sensación de pérdida absoluta del ser que desintegra síquicamente a la víctima. Es algo que sobrepasa la desesperación y el horror. El chamán oscuro suele escoger como víctima a la persona más inocente y vulnerable que pueda imaginar.
Baso esta descripción en el informe del antropólogo Johannes Wilbert sobre la orden de los chamanes oscuros de los Warao, pueblo que reside en el delta del Orinoco. Pero también podría haberla tomado de un relato de los géneros de ciencia ficción, cyberpunk, splatterpunk o fantaciencia. La experiencia chamánica y el pensamiento amerindio en general comparten con las expresiones más creativas e interesantes de estos géneros un efecto de desfondamiento ontológico si se la mira en términos negativos, o de diseminación y multiplicación del ser si se asume su potencia, que converge también con la ontología molecular del devenir tal cual planteada por Gilles Deleuze y Félix Guattari. Una de esas expresiones creativas e interesantes es la obra del chileno Jorge Baradit, en especial novelas como Ygdrasil (2005) y Kalfucura (2011). Planteo, entonces, una triple convergencia entre el pensamiento amerindio o chamánico, la deriva literaria representada por Baradit, y el empirismo inmanente de Gilles Deleuze y Félix Guattari. Vale aclarar que esta convergencia no presupone una dialéctica eudemónica, bienpensante ni benevolente, ni mucho menos utópica, más bien apunta a la indeterminación y apertura conflictiva y sin respuestas que caracteriza toda desterritorialización y molecularidad de los sujetos y las identidades. En consecuencia, lo que se produce no es necesariamente una fusión armónica sino posibilidades de articulación que no excluyen contradicciones y hasta colisiones entre los elementos involucrados.
El escenario donde se da la convergencia es el tipo de obra literaria escrita por Baradit, que en algunas instancias tiende al ciberchamanismo. La novela Ygdrasil presenta un mundo futurista regido por megacorporaciones globales, ejércitos, iglesias, cofradías, carteles, sectas revolucionarias y sindicatos. Existen estados nacionales, como el de México, pero no se sabe muy bien en función de qué operan estos estados, pues se confunden con bancos, logias, sectas, carteles de droga y traficantes de mujeres. Hay megacorporaciones como la Chrysler, que literalmente cultivan o manufacturan sus propias poblaciones de “ciudadanos” esclavos que mantienen en emporios submarinos bajo el océano Atlántico y constituyen estados postnacionales. Todas estas instancias de poder compiten y conspiran entre sí en la lucha por el control cibernético de las poblaciones a someter y explotar. Buscan explotar no ya la fuerza de trabajo de las multitudes, sino toda su energía corporal, intelectual, síquica y espiritual. Ya no hay tanto razas humanas, sino tipos, modelos, series o marcas de antropoides y entes diversos post humanos implantados con replicantes de plantas, animales y diversos organismos y microorganismos virales modificados genéticamente. Destacan, por ejemplo, los tontos, a quienes se les extraen los ojos y la columna vertebral para sustituirlos por sensores y mecanismos que los teledirigen y convierten en armas de guerra. Absolutamente todos los seres, incluso los entes mentales y espirituales están ciborgizados, es decir, enlazados a funciones virtuales cibernéticas con las que se confunden sus existencias en incontables avatares corporales y psicológicos. Hay seres semihumanos, mutilados y alterados quirúrgica o genéticamente para servir de acumuladores de energía nanotecnológica o procesadores cibernéticos. Esto no excluye, literalmente, ni a Dios, a quien se describe como un demiurgo apático e indiferente contra el cual conspira el propio Directorio Universal. Pero no queda claro si la identidad del demiurgo indiferente es sólo un avatar cibernético creado por Dios mismo ni si esta conspiración contra Él es en verdad una argucia suya para afianzar su dominio todopoderoso.
El colmo de la explotación lo encarna el proyecto llamado Empalme Rodríguez, que se propone capturar las almas de los difuntos y aprovechar eternamente su energía espiritual para no permitirle a nadie escapar de la explotación ni siquiera con la muerte. Se verifica en este cibermundo el dictum de Herbert Marcuse según el cual cada rebelión de la historia no ha logrado sino encumbrar a nuevos explotadores y refinar aún más los medios de dominio y control de los muchos por los pocos. Así, vemos que en Ygdrasil la supuesta rebelión del sindicato contra la Chrysler, liderada por un profeta punk llamado el Imbunche, y la conspiración de expertos hackers para supuestamente detener el maléfico Empalme Rodríguez, sólo responden a un truco del Directorio para coronar el proyecto de esclavización de las almas difuntas. En fin, que Dios, el estado, las corporaciones, los carteles, los sindicatos, los revolucionarios, los inadaptados, los explotados, los indiferentes, las máquinas, los circuitos cibernéticos y los entes virtuales, espirituales, naturales y sobrenaturales son todos parte del mismo programa maestro de dominio y control universal y perpetuo: no hay un afuera, no hay escape: el encanto de la utopía es el vehículo por esencia del horror distópico.
Tenemos, pues, que Ygdrasil no es para nada un canto entusiasta al mañana cibernético, no es un llamado tecno-evangélico a abrazar la supuesta estructura anárquica, libre o democrática de la Internet y demás medios digitales y electrónicos, como si una tecnología dada supliera la garantía de un mundo políticamente correcto y feliz. Descubrimos que no sólo el universo cibernético de Baradit es, por decir poco, políticamente incorrecto, sino que también lo es la representación misma elaborada en la novela. Hay, por ejemplo, trazos de homofobia en la caracterización del profeta punk llamado el Imbunche, quien dirige un culto revolucionario dedicado a la tortura, violación, mutilación y sacrificio en masa de los fieles. También hay no poca misoginia en las repetidas torturas y mutilaciones a que se expone a la heroína del relato, Mariana. Casi no hay página en que el cuerpo de Mariana no sea herido, golpeado, mutilado, desfigurado por alguien en la novela. Aquí reside, por supuesto, el lado punk, de la obra de Baradit, y como sabemos, la estética punk apuesta a la repugnancia y la perturbación. Destaca una fuerte caracterización apocalíptica de México y de las siniestras cábalas misóginas que hemos visto en la obra de otro autor chileno profundamente distópico, Roberto Bolaño. La novela 2666 de Bolaño se regodea hasta el cansancio en los cadáveres destrozados de las mujeres violadas en Santa Teresa (doble ficticio de Ciudad Juárez). Jorge Baradit describe, un poco de pasada, pero con un potencial de horror similar, el tráfico de las “perras”, que conecta a Chile con México:
—¿Qué es eso de una perra? Explícame.
Mariana suspiró, se secó los ojos con la manta y miró a lo lejos, hacia sus recuerdos.
—Las perras son un producto artesanal típico de los suburbios de Santiago de Chile. Cuando la trata de blancas se volvió un negocio masivo, los traficantes comenzaron a refinar y diversificar sus procedimientos. Ya no sólo ofrecían productos caros, como niñas vírgenes o mujeres condicionadas para la esclavitud: también desarrollaron un producto de consumo masivo, barato y menos exigente: la perra.
»El procedimiento es bastante sencillo. Secuestran mujeres, les extraen las cuerdas vocales, las córneas, la médula espinal, un riñón y todo lo aprovechable para el mercado negro de órganos. Luego les fríen el cerebro mediante un proceso muy lento y doloroso: inducen pavor límite a través de punciones directas en la masa encefálica, inundan la corteza con pulsos eléctricos, provocan el suicidio químico del yo. Con una interfase gráfica podrías ver cómo les cortan los pezones que las sostienen a la realidad, cómo caen luego de espaldas en el pozo negro de la catatonia, el útero sellado de la muerte en vida.
»Es un procedimiento barato. Y para abaratarlo aún más, disminuyen los costos de almacenamiento y transporte amputándoles brazos y piernas a las perras. Luego las cuelgan en bolsas a unos rieles frigoríficos manteniendo sus metabolismos funcionando al mínimo, alimentándolas con suero directamente a la vena. El transporte se hace en camiones frigoríficos viejos y sucios. He visto camiones abandonados con cargamentos completos, cantidades de bolsas apiladas pudriéndose en el desierto, con esos rostros incógnitos asomándose desde el plástico.
Hasta aquí mis citas del terror y el espanto misóginos registrados en esta novela, parte de su lado ciberpunk.
El lado chamánico de esta escritura reside no sólo en la cantidad de nombres, conceptos, entidades y personajes que Baradit toma de las fábulas y mitos de los indios mapuches de Chile y de otras culturas amerindias, sino en el transformismo ilimitado de los seres, de tal manera que los sujetos y los cuerpos se desterritorializan hacia múltiples formas y capacidades combinadas de humanos, animales, plantas, minerales, fenómenos, artefactos y entidades supervitales que se desplazan por dimensiones físicas y síquicas, reales y virtuales. Los ingredientes cibernéticos se combinan así con ingredientes mágicos y realistas de tal manera que se difuminan las fronteras entre lo real, lo mágico, lo fantástico, lo artificial y lo natural. Asistimos a una encarnación artística de lo propuesto por los surrealistas en su propia denominación, en francés: sur real = sobre o super real. La magia, el sueño y la fantasía no dejan de ser reales, sino que son super reales. Por tanto, no hay “realismo mágico”, sino realismo múltiple. Los sujetos se desdoblan en múltiples avatares y personificaciones que funcionan en varios niveles. Otro aspecto chamánico adoptado por Baradit es la no-relación de la ética chamánica con las categorías occidentales del bien y el mal. Es notable la lucidez con que el autor chileno se aproxima a este aspecto de la cosmopraxis amerindia, muchas veces soslayado por discursos académicos, especialmente dentro de los estudios latinoamericanos, como el llamado enfoque poscolonial o decolonial, que tienden a reducir a las culturas amerindias y afrodescendientes a modelos occidentales del sujeto liberador, redentor y utópico. Baradit, como buen punk, identifica en la subjetividad chamánica una capacidad que desborda los esquemas sociopolíticos bienpensantes al incluir una enorme disposición para el terror y la destrucción, tal cual vimos en la descripción con que comienzo este escrito, que muy bien es posible de ser cooptada por los dispositivos posmodernos del poder, como lo sugiere claramente la novela Ygdrasil, pero que también es inseparable de la creatividad y la libertad, según lo postulan filosofías como la de Deleuze y Guattari.
Baradit es deleuziano, cual se espera que lo sea nuestro siglo veintiuno según Michel Foucault, pero sólo en cuanto presenta en Ygdrasil motivos recurrentes del repertorio deleuziano. La ontología de Deleuze y Guattari es relacional, los seres se constituyen, no en base a esencias o propiedades intrínsecas, sino en cuanto a capacidades para afectar/ser afectados por otros seres, en cierta manera se es en proporción directa a la capacidad de ser otro, gracias a la capacidad de no ser uno mismo. El ser es la repetición, diríamos con Deleuze, la cual no se puede dar sino en la diferencia. Hay diferencia y entonces hay repetición. Por otro lado, los entes quedan diseminados por la molecularidad que los constituye. Para seguir a Gabriel Tarde, uno de los precursores elegidos por Deleuze, cada ente es una sociedad de entes, y estos se componen de otras sociedades, por lo cual podemos decir que toda unidad es por constitución, efecto de una multiplicidad. En este sentido el pensamiento de lo múltiple es algo más que el pensamiento de lo numeroso, pues presupone la pluralidad como condición de posibilidad de lo singular. Esta ontología atenta contra la autosuficiencia del sujeto occidental. Ante ella difícilmente se puede presumir la supuesta consistencia de un sujeto unitario centralizador del conocimiento y la voluntad contra las fuerzas externas de la disgregación, pues se evidencia que el tal sujeto es legión y que funciona gracias a la propia multiplicidad que lo constituye, pese a que insiste en ver en ella un enemigo exterior: el otro, el salvaje, el no humano. El antropólogo brasileño Eduardo Viveiros de Castro ha argumentado que la ontología deleuziana debe mucho al pensamiento amerindio, y especialmente al amazónico, amén de coincidir con éste en muchos renglones. Ha explicado muy bien cómo el pensamiento amazónico ha contaminado el estructuralismo y el postestructuralismo, pero lo ha contaminado con lo que ya éste tenía adentro, que es el afuera y el otro fabricados en la visión colonial impuesta sobre el amerindio.
Los personajes de Ygdrasil experimentan devenires moleculares en el sentido que acabamos de referir. Cabe advertir que, a diferencia del entusiasmo sesentoso de Deleuze y Guattari por dichos devenires, los cuales se tomaban como síntoma y emblema de la época de la liberación y la eclosión de la contracultura signada por el mayo del 68 francés, en la ficción de Baradit se testimonia una mirada pesimista sobre la desterritorialización y la molecularización irrestricta en cuanto éstas han constituido expedientes de las más recientes modalidades del capitalismo contemporáneo, identificado con las políticas neoliberales. No empece esta diferencia de actitud o de nivel de entusiasmo, cabe tomar en cuenta que Deleuze y Guattari también advirtieron que las propias máquinas de guerra que resisten la apropiación estatal de la violencia se pueden convertir en instrumentos de esa misma apropiación por parte del estado o de cualquier tipo de dominio despótico. Asimismo hicieron notar que el poder subsume los procesos de desterritorialización dentro de macroprocesos de reterritorialización. Advirtieron que cada yo fragmentado puede generar fragmentos de yoes fascistas. Explicaron muy bien cómo el capitalismo posee una axiomática abstracta capaz de alimentarse de la desterritorialización progresiva de las sociedades y los sujetos. Las décadas más próximas al élan sesentista favorecieron un deleuzianismo eufórico. Ahora creadores como Baradit exponen un deleuzianismo disfórico, quizá morbosamente disfórico, que no deja de revelar las trampas de las promesas utópicas contenidas en los entusiasmos modernos por la tecnología y las liberaciones del sujeto individual. El pensamiento de Deleuze y Guattari es inseparable de los procesos de fragmentación de las subjetividades y la desterritorialización de cuerpos y espacios, pero no solicita asumirlo como canto apologético de los nuevos tiempos, y Baradit no lo asume así. A su vez, el chamanismo es inseparable del pensamiento amerindio, pero las comunidades amerindias no necesariamente asumen al chamán como rector infalible. Por eso a veces destierran a sus chamanes oscuros y hasta los matan ante su insistencia en conductas despóticas y asesinas. Sin embargo, no suelen denunciarlos a las policías estatales ni pretenden erradicarlos de la faz de la tierra cual lo intentarían los moralistas e higienistas occidentales, pues las comunidades indígenas consideran que más vale trampa conocida que trampa por conocer, y que al mal hay que darle su espacio para que el bien tenga la oportunidad de “más bien no ser el mal”, por esa pura lógica de diferencia e identidad que al parecer queda fuera del alcance del moralismo bienpensante e higienista que antes conocíamos como filisteísmo burgués.