Un cuento chino
Lo que distingue una buena comedia de las otras de su género es la sorpresa, ese momento en que lo que esperábamos resulta ser otra cosa. La formularias ofrecen una que otra sonrisa y tal vez hasta carcajadas pero no persisten en la memoria como un cuento, como una trama que garantiza que vuelvan a nosotros unos instantes que conectan escenas y, en particular, diálogos que nos hagan revivir un buen rato. No hay nada que me haga olvidar de la última escena de “Some Like it Hot” ni la última frase de la película: “Nobody ‘s perfect”. Ni a Woody Allen diciéndole a Dianne Keaton en “Manhattan” luego de un largo recorrido en taxi: “You’re so beautiful that I almost took my eyes off the meter.”
Este cuento chino comienza con una sorpresa pero termina con una fórmula. La sorpresa es tal que la ponen en los avances de la película para que el público sepa la sorpresa, de modo que cuando uno llega, ya sabe qué va a suceder y eso le resta ese poder que debe tener, como ya he dicho, la buena comedia de llevarnos por laberintos que nos asombren de risa. No que esta no sea una película risueña sin sus momentos agradables de que reírnos, pues los tiene, pero casi todos son a expensas de algo que vemos venir, que está un poco telegrafiado desde antes, uno de esos chistes de antes en que, en el instante del “punch line”, alguien te daba con el codo.
Lo mejor que tiene la película es a Ricardo Darín en el papel de Roberto, un tipo solitario y amargado pero bueno y compulsivo que rechaza la vida porque no le ha sonreído como él esperaba. En su ferretería se la pasa contando los tornillos o las tuercas que tienen las cajas que le venden los suplidores y, a veces, para romper la monotonía se va cerca del aeropuerto a ver los aviones llegar. Darín es uno de esos actores que engañan (es un elogio) al espectador por la facilidad que tiene de representar a su personajes sin evidencia de esfuerzo, o sin dejarnos saber obvio, que es un actor. Casi siempre el que tiene esa capacidad es tildado de que “siempre actúa igual” porque la gente que lo ve cree que no está haciendo ningún esfuerzo histriónico. Es no entender que esa capacidad de ser un experto en karate tan fácilmente como ser el padre de la novia, es lo que le hace grande, en este caso específico, a Spencer Tracy. De todos modos, algunos recordarán que Darín fue lo mejor de esa película que fue tan derivativa, demencial y detestable que le dieron un Oscar, “El secreto de sus ojos”.
A pesar de la obviedad de lo que se avecina Darín no brinda una interpretación matizada que logra borrar algo del sentimentalismo que el director guionista Sebastián Borensztein ha adentrado en su obra y que, obligatoriamente, reside en su personaje principal. Todos los demás personajes, incluyendo el chino (Igancio Huang) son fundamentalmente unidimensionales, y sus relaciones con Roberto terminan por llevarnos a un final tan amelcochado que me pareció dulce de leche con doble azúcar. Esto no quiere decir que el Sr. Borensztein y sus productores no lo estén pasando bien: el filme tuvo un presupuesto de $1 millón y hasta el año pasado, cuando se presentó por primera vez, había recaudado más de $10 millones.
No hay que recurrir a un extenso análisis para darnos cuenta que esto es un verdadero éxito, pero sí debemos una vez más aceptar que el cine, como todo, es muchas veces cuestión de gustos. Que esta película simpática ha triunfado a pesar de sus fallas ha sucedido con muchas otras y seguirá pasando. Pero lo que sí merece la pena comentar es que un simple guión con buenos actores no cuesta tanto (en los términos generales de lo que consume hacer una película comercial hoy día) y que podrían hacerse similares esfuerzos aquí en Puerto Rico.
Lo que hay que ver en esta cinta es que sus temas, las relaciones y la comunicación entre personas de distintas culturas y distintas razas, son universales y que se resuelven la más de las veces entre los individuos afectados. Que es posible ayudarse mutuamente sin esperar recibir nada en cambio y que aunque resulte en dolores de cabeza, vale la pena como alimento del espíritu, es una de sus moralejas. Lo otro que es notable es la ausencia de un mensaje ideológico directo y persistente, aunque lo tiene y es lo mejor del guión. De soslayo, Borensztein nos demuestra que los burócratas de la embajada de la China Comunista son tan malcriados y vagos como los de los países capitalistas, y tan abusadores. Y que la policía de su país, como en la de muchos países —cada vez más en los llamados democráticos— es arbitraria y torpe, y algunos de sus miembros tan truculentos y despiadados como los gánsteres.
Uno se la pasa bien con la circularidad del cuento chino (ya verán a lo que me refiero cuando la vean) y con las actuaciones. Y piensen en lo bueno que sería algún guión escrito aquí, hecho aquí y que guste, aunque sea como el melao con doble azúcar.