Un ego alucinante (los espectros del YO)
para Natasha y él
Todos podemos reconocernos en el dolor que nos causa la impermanencia. La vida no hace concesiones a la hora de “quitarnos” lo que amamos y deseamos tener cerca. Nuestras parejas y amigos nos abandonan, las estructuras materiales, emocionales y afectivas que edificamos tarde o temprano se derrumban: enfermamos, envejecemos, morimos. No hay un movimiento lineal, lógico o regular en la existencia. No se puede vivir en un estado de perpetua felicidad y optimismo, tampoco se puede vivir en un estado de perpetua tristeza y fatalismo sin jugarse uno el riesgo de consumirse en alguna peligrosa forma de alienación.
Pocos días después de que decidiera escribir este artículo, recibí una llamada. Al responder escuché una voz desgarrada que decía mi nombre, no tenía idea de quién podría ser y no reconocía el timbre espectral y sombrío de esa voz que repetía, mi nombre, “¿quién es?”—dije. Después de un silencio se identificó, era G, un amigo con el que yo había perdido todo contacto durante casi un año. La última vez que nos vimos fue en una fiesta en la que él celebraba su aceptación como profesor en una universidad Ivy League. Le pregunté alarmado, ¿qué te pasa?, “estoy mal” dijo. ¿Qué sucedió?; y G, quién es español, respondió en el mismo tono sombrío “que todo se fue a tomar por el culo”. Su compañera durante tres años, la mujer a la que amaba, se había separado definitivamente de él. “Ya nada me hace sentido. Voy a la universidad dos veces en semana a enseñar, yo no sé qué”.
“Nada me hace sentido” porque “ya no sé”, porque en los momentos de crisis se rompe lo habitual y todo lo que “da” un sentido a mi vida se torna movedizo y eventualmente desaparece bajo mis pies. Quizás no haya tal cosa como“un sentido” que se adecue plenamente a mi vida. En realidad, el cambio es nuestra única certidumbre. Sabemos que miles de células mueren continuamente en nuestro cuerpo, que todo lo que consumimos surge de y regresa a esta tierra. Respiramos un aire nuevo en cada inhalación y en cada exhalación despedimos un aire distinto. Somos otro a cada instante.
Lo extraño es que, a causa de condicionamientos culturales y experiencias pasadas, mi mente se aferra a ideas y crea hábitos con los que pretendo inmovilizarme en una forma de identidad. Y esta forma de identidad, de estructura mental que resiste a fuerza de su propio desgaste al devenir, es lo que llamamos Yo, Ego.
Pero el ego es una ficción, un genio encantador que nos miente y nos deslumbra o que nos deslumbra porque nos miente. Es un sistema de defensa que produce una forma específica de compostura física y mental, un “attitude”. En otras palabras, un hábito de percibir y representarse en el mundo, “habito en hábitos, —yo”.
Dicha ficción es muy poderosa, puede crear mundos alternos que nos separan de lo real. El ego define un límite como yo y juzga todo lo que está fuera de ese límite como lo que no soy yo. El Budismo Zen utiliza para ilustrar esta idea la imagen de un saco de piel, yo soy este saco y todos los agregados que se encuentran dentro de él. Yo soy independiente, estoy separado de ti y todo lo que se encuentra fuera del límite de mi piel; y esta idea es demasiado estrecha. En consonancia con este pensamiento dice Rilke, “así se muestra que la mayoría conoce sólo un rincón de su espacio, un hueco de ventana, una franja por la que suben y bajan. Así tienen una cierta seguridad”. Reduzco al mundo en su variedad y complejidad a “un rincón de mi espacio” y creo que esa reducción se debe a que el ego es un sistema de defensa.
Mi ego proyecta, como un cinematógrafo, lo conocido en lo desconocido. Mi perspectiva egocéntrica se sobreimpone a cada persona o cosa que aparece ante mí, proyecto en ellos mis prejuicios, ideas y pensamientos. Y en esa medida divido el mundo en dos, lo que a mí me gusta y lo que a mí no me gusta. El ego es un lente que distorsiona la multiplicidad de lo real.
Hace unos años fui a hacer un retiro de fotografía en un monasterio zen en el estado de Nueva York. El monasterio es un viejo edificio de principios de siglo que fue construido en piedra, queda entre dos ríos al pie de una imponente montaña. El fotógrafo que dirigió el retiro, John Daido Loori, era un viejo maestro zen para quien la fotografía fue un medio de práctica espiritual. En uno de los ejercicios, Daido nos mandó al bosque diciéndonos, “no vayan con ninguna intención determinada… no busquen un objeto al que fotografiar… dejen que el objeto los encuentre a ustedes, una vez lo encuentren siéntense con él e incorporen esta frase al acto de tomar la foto: «see things not for what they are, but for what else they are”. A mí me costaba mucho concentrarme en ese ejercicio, en principio porque no me creía capaz de hacer tal cosa, pero también porque me habían informado los monjes de la existencia de dos especies de serpientes muy venenosas en esos bosques. Mi miedo era tal que cosas extrañas comenzaron a suceder, en el camino encontré cascarones de huevos que al día de hoy creo eran de serpiente. Seguí mi camino con dificultad porque todo lo que veía y escuchaba imaginaba yo que era una serpiente. Finalmente me sentí atraído por un riachuelo y me detuve allí, el pánico no desaparecía, pero decidí tomarle fotos al agua. Regresé al monasterio y seleccioné una foto para imprimirla. Cuando uno de mis compañeros la vio, me dijo, “hay mucho miedo en esta imagen, es como si alguien estuviera a punto de atacarte, de morderte”. Para mi asombro tenía razón, de alguna misteriosa manera mi mente había proyectado mi miedo en el agua, dándole a la imagen la forma de una violenta figura que parecía decidida a atacar. Elias Canetti afirma en las primeras líneas de Masa y Poder, “Nada teme más el hombre que ser tocado por lo desconocido”. ¿Cuán importante es para el hombre vivir en un mundo conocido? Basta con pensar en el miedo que por cualquier acontecimiento imprevisto sentimos cada día. Basta con mirar las filosas serpentinas y las rejas y los muros que rodean nuestras casas en Puerto Rico, para percatarnos de cuán imponente es esa necesidad de crear una arquitectura del ser. En nuestra cultura, desesperadamente se tratan de suprimir los efectos inevitables del cambio. Los individuos ansían riqueza y poder para crear en torno a sus vidas una apariencia de permanencia. De persona a persona se reproduce este terror metafísico al devenir, a la desestabilización de “mi mundo conocido”.
Los estados crean ejércitos y armamento, emprenden invasiones, identifican, destruyen y torturan al enemigo para conservar o amplificar su poder. Los egos de los individuos son, en alguna medida, dobles del estado capaces de destruir aquello que opone alguna resistencia a los valores con los que se identifican. Un fundamentalista, por ejemplo, formula la consigna “yo soy cristiano”, de lo que se deduce que si tú practicas el Islam, tú no eres lo que yo soy, y lo que yo soy es lo único real para mí. Por lo tanto yo quiero que, a la fuerza, tú seas lo que yo soy, conviértete a YO. El otro (lo desconocido) se define como peligro y se le destruye para que no amenace el estado de conservación de mi identidad (mi ego). El asesinato del terrorista (lo desconocido), la muerte del enemigo (el otro que me odia por ser yo mismo) es, actualmente, un tema fundamental del debate político. La muerte y el miedo han sido en la historia los grandes motores del poder político.
Es a causa de esos apegos desaforados que sufrimos como sufrimos. A pesar de que en la vida no hay nada permanente, el ego crea una necesidad de permanencia. Y esa necesidad justamente es la premisa de nuestros melodramas sociales y personales, el fundamento de toda guerra, de toda adicción y autodestrucción. El ego es la máscara de las catástrofes y las catástrofes son parte de mi condicionamiento como hombre en un mundo conocido. El yo no es imperecedero, independiente o esencial, sino sólo un conjunto de hábitos producidos por los influjos y experiencias que en circunstancias particulares han condicionado mi vida, mi forma de ser, de vivir y percibir en el mundo.
Cada vez que decidimos seguir consciente o inconscientemente los paradigmas del yo, relegamos la responsabilidad de nuestra propia vida y nuestro propio contentamiento, ni siquiera a personas, sino a voces que se internalizan y dictan un estado de conciencia que se golpea entre la satisfacción y la insatisfacción. Helena Alving, uno de los personajes de Los espectros, de Henrik Ibsen dice:
I’m haunted by ghosts… I’m inclined to think that we’re all ghosts… is not only the things that we inherited from our fathers and mothers that live in us, but all sorts of dead ideas and dead beliefs… they’re not actually alive in us, but they’re rooted in us… and we can’t rid ourselves of them. I just have to pick up a newspaper, and it’s as if I could see the ghost slipping between the lines. … Ghosts everywhere, so many and thick… like grains of sand. And we are so desperately afraid of light.
Como expresa Helena, aterrorizados por la luz nos entregamos a estas apariciones, a estas ideas muertas que son, como Dios, omnipresentes en nuestra cultura. En alguna medida, estos espectros son los hilos invisibles que condicionan mi manera de actuar. El espectro del éxito mueve a un joven a torturarse estudiando una carrera que no le interesa. El espectro de la codicia empuja a un desarrollador a dinamitar una montaña. El espectro de la familia disuade a una mujer a soportar su insoportable vida matrimonial, por deber. El espectro del machismo empuja a un hombre a fulminar a la mujer que le fue infiel.
Pero los espectros no son meramente condicionamientos culturales, sino que son realidades configuradas por nuestro apego o adicción a dichas alucinaciones fantasmales. Ante este panorama preguntan Deleuze y Guattari, “¿Por qué combaten los hombres por su servidumbre como si se tratase de su salvación?”
Coda
Días más tarde salí a conversar con G. Entre copas de scotch me contó que, aún en toda su desesperación y frustración por no haber podido salvar su relación con su ex compañera, sabía que él había cambiado radicalmente. Cuando le pregunté a qué se refería me dijo, “mientras estábamos juntos ella rompió algo en mí… me di cuenta que yo no había amado a nadie… y pasó tan de repente, que ahora no sé qué hacer con todo este amor”. G comenzó a llorar y le dije, “deberíamos celebrar, no te das cuenta que ella te ha hecho el regalo más extraordinario que un ser humano pueda hacer: te ha despertado a tu vida”. G entre lágrimas, sonrió.
Hace poco yo también desperté. Parece tonto pero me di cuenta que mi vida ha sido posible gracias a la generosidad y el trabajo de millones y millones de seres humanos, gracias a la existencia e interrelación de todo, animales, agua, insectos, bacterias, plantas, madera, fuego y luz. Mi vida es posible porque hace 4,500 millones de años se formó el planeta Tierra, porque un microorganismo creó la fotosíntesis, porque los océanos retrocedieron y las algas evolucionaron en plantas y los peces en anfibios y los anfibios en reptiles y los reptiles en pájaros y así, siglos y siglos de interminables transformaciones que devinieron en este cuerpo mente en el que yo siente. ¿Por qué entonces vivo separándome de esta realidad siempre cambiante y esforzándome en fijar en la mente un humo de alucinaciones a las que denomino yo? Si siento que “aquí, en el borde del cielo, yo habito mi ausencia”, Tu Fu.
a Esteban TollinchiInfinitamente te haces otro rompiéndote en mil pedazos no eres no has sido no serás el mismo porque en esta cabaña de huesos vive también un océano