La estrategia de lo efímero
Cuando proponemos estrategias de intervención en los entornos naturales descubrimos la responsabilidad que implica nuestra relación con el medio ambiente. En realidad no tenemos el derecho de manipular el territorio natural de manera permanente. La negligencia respecto a tal práctica repercute en actos de vandalismo o en drásticas consecuencias y daños irreparables para la naturaleza. Nuestro acercamiento a ella debe ser con suavidad, sutileza y conciencia.
Ya basta con la producción de objetos “eternos” que terminan sembrados en el paisaje como ruinas para siempre. Se convierten en artificios irremediables que nunca se despojan del emplazamiento que irrumpen, ni siquiera se relacionan o se integran al medio que intervienen. Estas obras efímeras en el paisaje corresponden, más que nada, a un nuevo modelo ecológico de convivencia armoniosa en el ecosistema que habitamos. Aquí los procesos naturales participan positivamente en el desarrollo de la obra, liberándola eventualmente del espacio que ocupan en el tiempo. El proceso de la entropía y la degradación, como consecuencia de un crecimiento evolutivo, es parte fundamental de nuestro fenómeno vivo, y es necesario aceptarlo. Queremos contemplar el devenir de los sucesos en un evento estético de apreciación por el instante pasajero. Todo lo que hacemos en el paisaje debe transitar de manera cíclica por las diferentes etapas de la vida, hasta regresar a su estado preexistente: nacer, crecer, envejecer y morir.
La obra efímera es un intervalo de tiempo para un tomo de conciencia por la temporalidad de los objetos que la componen. La fugacidad de su presencia intriga en la concepción personal de lo que representa la durabilidad de una vida. Al enfatizar en la pertinacia de un presente sin futuro, indeliberadamente reflexionamos acerca de la fragilidad que involucra nuestra propia existencia en el universo. Con esto en mente, intentamos preponderar en la vulnerabilidad de la obra, provocando la interacción que necesitamos de ella en su territorio, ya que su fragilidad es un mecanismo de defensa ante el paisaje. Después de todo, habrá que entender la existencia como un proceso; comprometerla a participar de su durabilidad es una forma de ubicarla en el tiempo y en la circunstancia de su entorno.
Se trata de otorgarle carácter de vida a nuestro artificio mediante un proceso de desvanecimiento. Cuando logramos apreciar la fugacidad y entender la virtud de la ligereza, también conseguimos una aceptación de lo trágico interpretada mejor como una metamorfosis. Debemos disfrutar de las cosas mientras estén y descubrir la belleza que los acontecimientos del despojo manifiestan consigo. Lo efímero siempre será compromiso del cambio, continuamente dinámico en su transición hacia la ausencia, y ocasionalmente, producto de la nostalgia que nos causa concebir lo precario y lo perecedero en los acontecimientos que nos producen placer.
Esta pretendida fugacidad quiere disputar el aura de las obras de arte sin exigir su conservación eterna, planteando que, no todo tiene por qué perpetuarse físicamente para trascender en nuestra conciencia colectiva. Claro está que nuestra mirada supone una crítica ante las manufacturas industriales de cualquier propósito que no consideren la desaparición como medida última de respeto.Nosotros apostamos por lo que no permanece y renunciamos al destino de los productos de consumo masivo que eventualmente se convierten en basura para siempre. Esos artificios “perfectos” que se niegan a dejar de ser, se comportan como isótopos radioactivos adversando el territorio natural. Así mismo son las obras de arte almacenándose en las colecciones de los museos y llegando al límite de su capacidad en ellos. Peor aun cuando acaparan el espacio público con su propiedad privada, invadiendo un territorio común que jamás será redimido para la emergencia futura del nuevo arte.
La transitoriedad es una condición que disponen los eventos concurrentes del presente inmediato; ese instante detenido e inmovilizado en la memoria, donde se sitúa la cadena de los incidentes que son remplazados continuamente por aquellos que comienzan a suceder. Los momentos singulares son muertes sucesivas de instantes que jamás serán recobrados, que se liberan de sus eternizaciones. El vestigio que resulta de nuestra presencia momentánea en el emplazamiento es la representación física de nuestra proximidad, como presencia y a la vez evidencia de nuestro propio ser ya ausente.
Nuestro manifiesto de producción artística, denominado como VientreCompartido, intenta rechazar la idea de la permanecía, considerándola como una categoría ilusoria y relativa en la medida de nuestra concepción del tiempo. En todo caso, sería más sensato pensar que existen cosas más duraderas que otras, aunque destinadas a cambiar o desaparecer eventualmente. De todos modos, la permanencia de la obra nunca debe ser el dilema en cuestión, mejor preferimos preocuparnos por el asunto de su trascendencia, y ésta no necesariamente tiene que ver con las categorías del tiempo y el espacio.
Nuestra obra efímera no expira, pero si prefiere entenderse como un evento evolutivo sin principio o fin. En cierto modo, nuestra noción de ella nunca muere, más que nada se transforman hacia una entidad tal vez irreconocible que nos lleva a concluir su supuesta desaparición. Mejor entender esa supuesta “muerte” como un fenómeno de “rematerialización” constante, y su anhelo a perpetuarse, como una tendencia a la fosilización. Claro que tampoco podemos negarnos de su transformación como un término; ella es un cambio rotundo que, en tiempo relativo, también caduca como un acontecimiento de precariedad necesario. Y es que, lograr el paso último de todas las cosas descifrables también es lograr el paso pertinente de la muerte. No obstante, sucede que esa muerte es cíclica, entonces hay que enfatizarla hasta lograr una apreciación por ella. Quiere decir que, nuestra obra en el medio ambiente, nace para morir, y muere, sólo para renacer en otro orden natural.