Yo le creo a Frank Underwood
Y el hombre (bestia política en todo el sentido de la palabra) la dice con profunda seguridad. Muy sabio. Su convicción es de acero. Frank no es de los que titubea con ese tipo de asuntos. Por algo está ahí, bien ubicado, empleando su hambre y su filosa ambición para ir tras mucho más.
Frank sabe. Por eso nos regala ese tipo de consejos como quien le regala al hípico la orejita para la próxima carrera.
La historia que luego nos cuenta la serie es una confirmación sistemática de la sentencia que Frank pronunció al inicio. Underwood sube como la espuma dentro del ámbito de la política en la capital federal, dejando a su paso una estela formidable de logros, desechos, muertos políticos, derrotas, truculencias, traiciones, ambiciones quemadas, gratificaciones de primer orden y un larguísimo etcétera.
Sin duda, Frank debe estar en el salón de la fama de los perversos.
Las palabras de Underwood me remiten a la política local. Uno mira cómo se bate el cobre diariamente en este pedacito de isla y a leguas das cuenta que para muchos y muchas todo se trata de poder y de ganar esa ubicación precisa —oportuna, arriesgada, única— para conquistar lo deseado. Y todo depende del personaje, claro está, de sus gustos, de sus ambiciones, de su técnica. Unos querrán más que otros. Por un lado, está el que lo hace de forma explayada, sin medirse, sin importarle las apariencias. Por otro lado, vemos al personaje más sofisticado, el que sí calcula la palabra a decir y el gesto ante la cámara. Personajes camaleónicos, pudiéramos apuntar, y por ello un chin más peligrosos.
Habrá quien diga que hay políticos decentes, fajaos por el país, por la gente. Ok, puede ser, puede. Pero yo me declaro escéptico. Me cuesta trabajo creerlo, pero el problema es mío, no de ellos.
En la política partidista del país cada cual va a por lo suyo, ese es el juego y nosotros —ciudadanos, electores, contribuyentes, espectadores— somos las fichas a mover según convenga.