A quien corresponda
I.
El periódico británico The Guardian publica las cartas que sus lectores siempre quisieron escribirle a alguien pero no se animaron a hacerlo. Son cartas personales que tratan asuntos que también lo son: cartas de padres a hijos distantes, de hijos a padres envejeciendo, de amores no confesados, aunque no por ello menos sentidos. No sé quién o quiénes editan esta sección en la que no hay nombres propios, ni desbordes extremos, ni amenazas ni chantajes. Quizás muchas podrían catalogarse bajo la etiqueta saudade. Son todas puertas que se entreabren para los curiosos y casi inmediatamente se cierran suavemente ante la vista de quienes nos hemos asomado. Leerlas es como pasear de noche por una vía pública repleta de balcones iluminados. Imposible, para quien transita atento, no imaginar la vida que se desenvuelve en esas interioridades fugazmente iluminadas.En la apacibilidad pos Erika, cuando el silencio del viento le ha dado paso al zumbido de una pequeña planta eléctrica, al ruido de la manguera de algún vecino o el diminuto estruendo de zafacones que vuelven a su lugar, escribo estos relatos con el convencimiento de que las historias a las que hacen referencia son tan comunes que podríamos irlas sumando en largas cartas colectivas. Son historias agridulces que en vez de endilgárselas al país —ese imaginario tan doliente, hoy sin agua, sin luz y sin tormenta— las dirijo, en perfecto anonimato, a quienes les corresponda.
II.
Viene de visitar a su hijo encamado tras un accidente aparatoso. Nadie le contesta porqué un cuerpo tan joven y tan cruzado por tantas máquinas no parece reaccionar después de semanas en cuidado intensivo. El médico de turno le suelta el consabido «ya no hay nada que podamos hacer él; va a recuperarse mejor en un lugar que le resulte familiar». Lo que no logra descifrar es lo que parece un nuevo diagnóstico. «El paciente se encuentra en algún estado vegetativo. Va a tomar un tiempo largo e indeterminado recuperarse…parcialmente». En medio del ineludible aturdimiento que sigue a esas palabras, comienza la presión del hospital para que la familia identifique el lugar a donde llegará próximamente el paciente en ambulancia. La familia trata de acomodarse a las exigencias del estado y no al revés. Les han advertido que escojan cuidadosamente porque alguien del hospital deberá cerciorarse que el dormitorio cumple con ciertos requisitos básicos. No hay un centro de terapias, ni una casa de convalecencia, ni un programa de apoyo, ni siquiera una explicación sin prisas de lo que les está ocurriendo. Eso sí, todos los cuidadores domésticos deberán recibir un adiestramiento que los capacite para cuidar los nuevos orificios por dónde le llega al paciente el aire a los pulmones y alimentos al estómago.
Un pequeño grupo de mujeres escucha atentamente cómo mantener la frágil vida de un ser amado. Se desvivirán para traerlo de vuelta a su mundo, al mundo donde se prodigan a sí mismas y se reparten las tareas. Una cuida al más pequeño, mientras otra pasa la noche en la camita de al lado del paciente y la tercera se recupera. Ninguna sabe la vida que les espera, ni a ellas ni al joven encamado. Todas chocaron contra el mismo pedazo de asfalto hace ya muchas madrugadas. Por el momento, solo hay un cuerpo roto. Y un país remendado a ciegas.
III.
Es temprano. Quedaron en encontrarse frente a la Torre. Impacientes, la interceptan mientras estaciona el auto. Van todos camino a la cárcel, solo que esta vez en un sentido literal. Y la cárcel está a unos cuarenta minutos. Llegan a tiempo para un último cigarrillo. El clamor del cuerpo por la nicotina se hará más intenso durante la última hora del seminario que vienen a dictar. Por eso inhalan profundamente. Conocen bien la rutina. Vaciar los bolsillos, dejar una identificación, pasar por el detector de metales y luego por el cateo. Hoy hay una ligera anomalía. Esta mañana los acompaña una mujer. Deberán esperar que ella se someta a un nuevo escrutinio: como objeto imaginario del deseo ajeno. La guardia de seguridad que la examina le dice: «Usted debe entender que va a pasar la mañana con violadores y asesinos». La escrutada, guardando el más pudoroso de lo silencios, piensa: «Evidentemente usted no conoce los estándares eróticos de su cultura. Con esta ropa podría ir a recibir a Bergoglio». Después de todo Berglogio, entonces recién electo, lavó y besó los pies de una excorista de televisión la primera vez que estuvo a cargo de la tradicional ceremonia de jueves santo. A muchos les sorprendió más ese gesto de pura ternura que todas las veces que habían visto a Sylvie Lubamba manoseada en público. Hay ciertos modos de mirar a los que la inocencia ofende.
La dejan entrar. Tienen que franquear dos portones más. En un salón con mesas, sillas y las máquinas expedidoras más caras que puedan existir en el país, esperan por un grupo de estudiantes que llegará encadenados. Cadenas en los pies, esposas en las manos y, otras, en el corazón. Un par de guardias los van soltando mientras ellos saludan efusivamente. Comienza la lección. Tienen dos horas y medias para discutir las lecturas de la clase pasada y recibir explicaciones mínimas sobre las nuevas. Sin embargo, hoy culmina un ciclo. Los estudiantes recibirán un certificado por el esfuerzo de todo el verano. Lo que más emoción les provoca es recibir las tarjetas que los acreditan como estudiantes de «no-me-llames-Yupi-llámame-candela». Candela, sí. Pura candela. Pero eso será en la tarde. Ahora hay que discutir y debatir sobre lo leído.
Nunca había visto un seminario como aquel, con ese ritmo, con tantas ganas. Más que clase parece una sesión de avivamiento. Y, en efecto, eso es lo que ocurre. Allí muchas cosas cobran vida de la mano de alguna idea y su renombrado lazarillo. Trato de tomar notas de los contenidos que se anuncian, luego de los autores que se mencionan. Es fútil. Un evento único e irrepetible está ocurriendo; lo demás es catecismo. Quisiera terminar aquí el relato, detenida en lo inédito de la experiencia, en lo irrepetible. Pero hay una segunda parte y una voz que, entre muchas, merece ser recordada.
Después de almorzar comienzan los actos oficiales. El último en llegar es el secretario interino de corrección junto a una unidad de operaciones tácticas. No los había vuelto a ver desde la huelga. Alguien de la delegación de Fortaleza les pide que aguarden afuera. Son estudiantes, argumentan. Precisamente, pienso. ¡Qué tino! Tras las fotos y los mensajes de rigor uno de los estudiantes encadenados pide la palabra. Estoy segura que nunca olvidaré lo que dijo, ni su rostro, ni la calmada intensidad con la que se dirigió a nosotros. Resumo casi ad verbatim. «Señor secretario«, dijo al funcionario de la imponente escolta, «métale el pecho a esto. Nosotros no haremos nada para poner en peligro esta experiencia. Sabemos que no vamos a salir de aquí, pero esta es la libertad. Seguimos pintando nuestras celdas, pero ahora son otras las imágenes. En la fila del comedor nos seguimos poniendo nombres, pero ahora cuando alguno de nuestros compañeros grita ¡Prometeo! sabemos qué significa. Y, allá, junto a los que no están aquí, seguimos discutiendo y argumentando y aprendiendo lo que antes no sabíamos. Quizás por eso, si nos portamos bien, algún día podremos ir al Teatro de la Universidad, aunque sea con grilletes en el cuello«. Para aliviar una súbita presión en la garganta, discretamente, lloramos.
IV.
Tras el cierre, recibieron dos macitos de llaves. Con uno de ellos abrieron por primera vez la puerta del apartamento recién comprado. Hay bolsas con cortinas, ropa de cama, muebles abandonados y, en una gaveta, medias ensangrentadas. ¿Medias ensangrentadas? ¿Por qué no botaron al menos las medias? Pues sí, hay mucho trabajo que hacer. Remodelar la cocina que bien ha servido por cinco décadas. Reconstruir los baños, ídem. Donde no dejaron siquiera la rosca de la bombilla, conseguir lámparas. Y, por supuesto, reparar el hueco en la ventana que causaron en la prisa por llevarse un aire acondicionado. Doscientos dólares de ganancia para ellos; seiscientos dólares de pérdida para el que llega, más la tarea de recoger las medias ensangrentadas y disponer de los escombros. Para ganar $1 ahora, el otro deberá perder $3 en el futuro inmediato. Minúscula metáfora de la deuda nacional: mismo acto vandálico.
Comienzan los trabajos contra el reloj. Sacar los gabinetes. Señora, permiso, puede buscar en el buzón una carta que me enviaron. Amontonar los escombros. Solicitar las lonas de seguridad para el ascensor de carga. Señora, la carta es importante. ¿La carta? ¿Quién tiene la llave del apartado? Ah, sí; está en el mazo que tiene el plomero. Alguien pone losetas en el baño, mientras el pintor a toda prisa trata de borrar tanto sufrimiento. El nuestro. ¿Lograremos comenzar aquí una vida? Son cinco capas de blanco sobre el verde monte y cinco sobre el marrón. Menos sobre la pared azul, aunque esa tuvieron que resanarla. Y falta instalar las puertas. Las viejas tienen polilla. Las seis y media de la mañana. Es para recordarle la carta que es tan importante. Pero el plomero no viene hoy. Mi hija ha estado repasando con él las preguntas del examen que debe pasar para que le otorguen la ciudadanía. Se la deberían otorgar honoris causa. Lleva una vida trabajando, pero no vuelve hasta que instalen los gabinetes. Y el de los gabinetes vendrá cuando esté la estufa, el fregadero y la mezcladora. Al menos no hay que mover la instalación de agua. El electricista que es amigo del plomero colocó ya el tomacorriente que hacia falta. ¿Puedo darle su número para que le llame y recoja la carta? No. No, puede. Abriré el apartado cuando recupere la llave. Cuando tenga las llaves que ahora tiene el plomero será un gran día porque finalmente habrá agua en el fregadero y en la ducha, y no en el piso, como ahora. Pero no me voy a detener con todas estas explicaciones. Notita sobre el charco de agua que amablemente secó el vecino: Hola, soy el antiguo inquilino. Ah sí. Usted. El que rompió la ventana y dejé el hueco hacia el vacío. ¿Me puede llamar a este número para que me entregue la carta? Justo antes de la tormenta vinieron «de la isla» a reparar la ventana. En San Juan no hay quien haga una ventana en corto plazo. Son cuarenta y cinco días mínimo. Al fin tenemos gabinetes. Y cambiamos la cerradura porque el joven de la carta no ha mostrado muchos escrúpulos. Pronto volverá el plomero que está muy feliz porque pasó el examen. De seguro pospondrán su ceremonia de juramentación por la tormenta. Buenas tardes. Me llamó el inquilino anterior. Fue al correo y por error se llevó un paquete suyo. Dice que se lo entrega cuando busque su carta. ¡Qué bueno que ya tiene agua!