Batá
O tal vez Levittown
4 de junio, 1979
La noche que mi mamá parió a mi hermanito, yo tenía ocho años y estaba asustada.
Minutos antes de que Teté y André, mi padrastro, abandonaran la fiesta para buscar a la comadrona, los asistentes habían pedido, a gritos, que me levantara de la silla plegadiza de metal que había insistido en ocupar durante toda la noche. Tenían la expectativa, y yo lo sabía, y la compartía, aunque en mi caso no era tanto expectativa como esperanza, de que Changó bajara, de que yo me convirtiera en el caballo de mi santo, como debe ser. En el caballo de mi oricha, del dueño de mi cabeza, de mi papá santo, de mi santo papá. El oricha de la carne y del fuego, el rey de la palma y de todas las pasiones y riquezas terrenales, el enorme negro musculoso con muchas mujeres y algunas esposas, el ingenioso y a veces ingenuo, incluso buenazo Changó, el enemigo eterno de Oggún, legítimo esposo de Ochún y dios de la guerra y del metal. Ochún, la encantadora reina del oro, los ríos y la miel, la patrona de los pescadores cubanos, la gobernante y curandera de las vaginas y los ovarios y las tetas de todas las mujeres del mundo, era mi mamá. No estaba casada con Changó, me había explicado bruscamente mi madrina cuando pregunté. Tal vez pensó que yo estaba juzgando a los orichas, pero se equivocaba. A mí no me molestaba para nada ser bastarda, de hecho ya lo era y no sabía todavía que eso era malo o juzgable, yo sólo quería saber.
Todas las personas tienen un oricha mamá y un papá, pero uno de los dos es el principal, el dueño de la cabeza de la persona, me explicó madrina Carmen en un raro momento de paciencia y articulación de oraciones completas. Tú eres de Changó.
A mí me gustaba Changó, pero me intimidaba la idea de personificarlo, de que mi cuerpito pequeño y flaco se convirtiera en Él, que bailara como él, que hablara como él. Traté, sin embargo, de relajarme. La posesión me traería la aprobación, tan difícil de obtener, de Carmen. Me traería también el respeto de los otros santeros, que a veces me trataban con condescendencia, dudando a viva voz como si mi enanez me hiciese invisible, o sorda; la conveniencia o sabiduría de iniciar una nena tan pequeña, tímida y frágil en los misterios de la santería y en la comunidad.
Carmen había visitado mi trono la noche antes del batá. Yo, nerviosa, intentaba dormir, intentaba controlar los movimientos nerviosos de mis piernas, los golpes pequeños que el dorso de mi mano, hecho almohada, le propinaba a mi mejilla. La boca de mi madrina era una línea recta, sus aretes enormes no se movían, sus cejas finas casi se juntaban en una V amenazante, su mano apretaba mi hombro con fuerza. No te resistas, nena, me dijo. Cuando llegue el momento, no te resistas. Deja que la música te lleve. Sigue el batá.
De modo que traté de relajarme. Con mi trajecito de organdí y mi actitud reverente, podría haber pasado por una niña boricua común y corriente, a punto de hacer su primera comunión. Excepto por mi cabeza calva, redonda y brillante, cubierta con un pañuelo de seda blanca. Excepto por mi esqueleto desnutrido, tan distinto al de las amiguitas de clase media que a veces visitaba cuando iba a ver a mis abuelos paternos. Y excepto por el hecho de que nunca me habían bautizado, y de que no me sabía ni el padrenuestro.
Pero sí sabía las historias de Changó. La más famosa de ellas explica cómo, en la mezcla caribeña sincrética entre el catolicismo español de los amos y la religión yoruba de los esclavos, Changó se convirtió en la Santa Bárbara de las estampitas. Resulta que cuando Changó era humano y príncipe, estaba formalmente casado con Obbá, entre otras, pero se fue a visitar a Ochún, su amante favorita. Estaban descansando desnudos en la cama cuando llegó Oggún, el esposo de Ochún. Oggún siempre estaba de mal humor, pero sospechar la presencia del guapo y principesco rival en la habitación de su esposa lo puso colérico, y comenzó a golpear la puerta con su machete para tumbarla. Ochún, que no estaba en las de volverse víctima de “violencia doméstica”, como le llaman los periódicos de hoy a ese tipo de cosa cuando no la llaman “crimen de pasión”, empujó a Changó, básicamente tirándolo por la ventana. Desnudo, claro. Sus armas y su ropa escondidas en el cuarto de Ochún, Changó se vio obligado a correr desnudo delante de sus súbditos, que no podían contener la risa. La cosa se puso peor cuando Oggún se puso a perseguirlo. Changó se refugió en casa de la fiel Obbá. (Yo le agradecía a Olofin que Obbá no fuera dueña de mi cabeza, pobre Obba. Ni una nena de ocho años quiere una diosa buena (¿apendejada?) y mártir sobre su cabeza. De hecho nunca he conocido a santera alguna que sea hija de Obbá, aunque debe haberlas.) Obbá, bendita enamorada Obbá, no solamente no le cuestionó a Changó su culpable desnudez, sino que al escuchar que lo perseguían le dio su túnica, se cortó y le puso sus trenzas, y lo sentó en su trono de reina consorte. Al llegar Oggún, pensó que Changó era Obbá. Y es esa la figura de Santa Barbara: Changó vestido de mujer para tapar un cuernazo, al fondo un castillo en llamas para recordarnos que estamos mirando no a una mujer blanca, sino al rey africano del fuego, disfrazado, de mujer y de blancura, para engañar a su enemigo divino de Nigeria, a sus enemigos españoles de Cuba.
Por supuesto que me conocía las historias, los patakís. Eran mejores, por mucho, que las novelas de telemundo y los chismes del teveguía. Las leía y escuchaba voraz, insaciable. Internamente, arrogante, se me ocurría a veces que me conocía las historias mejor que los adultos que criticaban mi pequeñez y que ello me convertiría, eventualmente, en una mejor lectora del caracol. Pero no decía nada.
Ahora en el batá, hubiese querido probarles que estaban equivocados, pero en el fondo temía que no lo estuvieran. Sentí miedo, sentí náuseas, sentí unas extrañas ganas de bailar, pero ni la más remota señal de posesión propiamente dicha. Traté de bailar un poco, a ver si pasaba algo, pero cada vez que daba un paso los santeros me miraban, todos a la vez, cientos de ojos posados sobre mi pequeña figura, gritos de ánimo, y me daba pachó y dejaba de bailar.
Miré a Teté. Flaca y débil, más blanca que lo usual, sentada en una silla de metal, con los cabellos sueltos, las puntas llenas de horquetillas, los labios resecos, la barriga inmensa y tan bajita que se veía obligada a abrir las piernas para acomodar la panza, casi colgando, con un brazo debajo para sujetarla, para que no le halara las costillas, para que no le quebrara la espalda. Me pregunté si sentiría náuseas, también. Probablemente sí. Teté tenía náuseas con frecuencia, y ahora que estaba embarazada más aún. Estaba sufriendo, se le notaba, y yo no sabía si era por mi fracaso como caballo o si era porque se sentía enfermita.
Entonces se puso la cosa más tensa, porque David cayó al suelo.
David era mi compañero de iniciación. Para abaratar la iniciación un poco (las iniciaciones son asuntos caros. La mía costó al menos nueve mil dólares, y estamos hablando de 1979) habían juntado dos yawós o iniciandos en una sola ceremonia, en una sola cámara con dos tronos, y habíamos participado de la mayoría de los rituales principales juntos. David tendría unos diecinueve años y un bigote tan finito que yo pensaba que era de embuste. Era artesano. Hacía soperas para santeros, entre otras cosas, las soperas que cada santero guarda en su casa para representar y contener a su panteón personal, por lo general a su oricha y seis más, usualmente incluyendo a Obatalá (sopera blanca), Ochún (sopera amarilla) y Changó (sopera de madera con adornos colorados.) Mis soperas incluían además a Oyá (púrpura), Obbá (rosada), Yemayá (azul) y creo que también a Babalú, ya no recuerdo. Elegguá estaba también en mi trono pero sin sopera, representado por una cabeza con ojitos y boca de caracol, rodeado por las herramientas de los guerreros. Pero Elegguá es otro tema. El caso es que David era algo así como mi hermano de iniciación, aunque yo creo que como tantos otros hermanos mayores, no estaba particularmente contento con el arreglo, y me trataba con distancia y un aire de superioridad que me sacaba por el techo. Su mamá oricha era Ochún.
Después de convulsar y babearse en el suelo un rato, David se levantó y cómo no, ahí estaba Ochún. Todo el mundo lo celebró. Fue un alivio, porque dejaron de mirarme, pero también una desilusión, porque la vara para evaluar la calidad de mi posesión había subido, con tanto show, tanto desmayo y tanto babeo. Miré a David con escepticismo. Era él, no tuve duda. Ahí no había ninguna Ochún, el tipo estaba actuando. Hablaba como David, se movía como él, y cuando fue a besuquear y bailarle a alguien (una movida clásica de la coqueta Ochún) eligió justamente al individuo que le gustaba a David. Qué casualidad, bufé. Por suerte nadie me estaba haciendo caso y nadie me escuchó.
Los batá seguían tocando, dándole a los cueros sin pausa, el sudor corriendo sobre sus cuerpos no en perlas sino en ríos, ríos de veras, ríos de sudor físico nacido de ellos, de sus glándulas y de sus poros, y los envidié un poco, envidié un poco su particular forma de sacerdocio, predicado no tanto sobre la actuación como sobre la destreza, el virtuosismo, la resistencia de tocar por horas sin salirse de ritmo. Tocaban juntos pero cada cual con un ritmo distinto, todos en armonía. Por la tarde, antes de que empezaran las festividades, antes de que se escucharan los chillidos del primer cabro sacrificado, yo me había acercado a los tambores, fascinada. Puse mi manita huesuda sobre mi favorito. Traté de tocar. Algún ritmo obtuve, pero me cansé rápido. Dejé la mano descansar sobre el cuero tenso. El dueño del tambor se acercó a mí, un gigante negro con un cuello enorme, conectado con músculos temblorosos con sus hombros. Puso su mano junto a la mía. No te preocupes, hermanita, me dijo. Eres una nena. Una hembrita. No puedes ser batá, no puedes conocer sus misterios. Pero esta noche, yo voy a tocar en tu honor. Para ti, hermanita. Sus ojos eran oscuros pero rodeados de un blanco blanquísimo, y creo que por un instante, a la manera de las nenas de ocho años que de repente son miradas a los ojos, me enamoré un poco.
Busqué con los ojos a mi amigo batá. Tenía los suyos cerrados. Me pregunté si estaría decepcionado por mi fracaso. Recordé, un poco esperanzada, que alguien me había explicado que los batá, al tocar, también estaban poseídos, porque ningún humano podría tocar tantas horas, y tan fuerte, y con tanta perfección, sin intervención divina. Mi amigo era caballo de su santo para que yo pudiera serlo para el mío.
Me concentré una vez más. Pero sentí aún menos. Esta vez sí había resistencia: la imitación fatula de David me hacía rechazar, por orgullo, cualquier inclinación al simular, cualquier invitación a dejarme caer al suelo a ver si así pasaba algo. Me quedé parada allí, estoica. Le ofrendé a Changó mi (in)dignidad, y cualquier castigo que de ella surgiera.
Y entonces se acabó. O tal vez empezó. Porque de repente, y sin tanto aspaviento como David, Ochún bajó sobre uno de sus hijos, un profesor universitario con abundante bigote. El catedrático, le decían los demás santeros y santeras. Casi al mismo tiempo, Changó cabalgó a uno de los suyos, un hombre flaco, muy serio, que frecuentaba la casa de mi madrina y a quien mi madrina evidentemente le tenía mucho respeto, porque le sacaba cigarros y vajilla fina, cada vez. Ese señor fue el que me afeitó la cabeza el primer día, y el único que, la primera noche que pasé allí, solita en mi trono, calvita y llorando de miedo y de frío, me llevó una manta gruesa y me dijo que todo estaría bien. Ese señor era ahora mi papá. Y a él sí se lo creí.
A David se le pasó la posesión rapidito que Ochún cabalgó al otro. Se tiró en una silla haciéndose el agotado y madrina Carmen fue a atenderlo con mucha monería y movimiento de manos. Le acarició la frente, lo felicitó.
El verdadero Changó ni la miraba. Fue directamente a donde el otro bigotudo, Ochún, y se abrazaron y besaron cariñosamente. Tanto bigote junto me dio un poco de risa, pero mi madrina me lanzó una mirada afilada de perfil, como un pájaro cabezón, y cerré la boca. Una mujer me sirvió un plato de carne de chivo flotando en caldo grasiento. Recordé los gritos de los chivos esa mañana, recordé el olor a sangre que todos los días bañaba mi habitación, y fui a vomitar. El bol cayó al suelo, la carne y el caldo asqueroso a mis pies.
En el baño, vomité una cosa amarilla, y recordé que ese día no había comido. Me lavé la cara, me acomodé el pañuelo para que no estuviera expuesto ni un pedacito de mi calva, y regresé a la marquesina.
La escena que me encontré era de miedo.
Los batá seguían tocando, furibundos, poseídos, hermosos. Una mujer limpiaba la carne y el caldo que yo había tirado. Ochún estaba de rodillas, gimiendo en lucumí, sus brazos extendidos en dirección a Changó. Changó estaba al lado de madrina Carmen, las manos fibrosas alrededor del cuello de la doña, susurrando acusaciones que yo no podía escuchar, Carmen agarrando las manos del que era su santo y el mío, rogando por su vida.
Todos rogaban. Alguno que otro gritaba, gimiendo, y recordé los chillidos de los chivos.
Changó soltó su presa, su hija. Golpeó el racimo de plátanos que adornaba la pared, y luego tornó su cuerpo en mi dirección. Caminó hacia mí. Yo temblaba. ¿Tal vez me ahorcaría, por mi fracaso?
Pegué la barbilla del cuello, para protegerme del ataque de mi santo, y encorvé la espalda. Pero Changó puso sus manos grandotas bajo mis codos, me levantó hasta llevarme al nivel de sus ojos negros, y me dio un beso en la frente. Luego me tomó en brazos, como si fuese una bebita. Se sentó en una de las sillas y allí me acunó largo rato.
La gente se fue calmando, la conversación se animó, el baile se reanudó, tentativo, y los platos de carne guisada de chivo continuaron circulando, más y más. Papá Changó me dió un caramelo de miel que le trajo Ochún para mí. Mamá Ochún se sentó con nosotros y me dio arroz blanco en la boca, arroz ligerísimamente mojado con caldo de chivo, con una cuchara. Yo estaba a punto de dormirme al calor de mis bigotudos, tiernos y divinos progenitores, a pesar del hambre, a pesar del susto, cuando recordé a mi mamá terrenal, a mi hermanito en su barriga. Me pregunté si Teté, como yo, habría vomitado al ver el plato de chivo guisado. La busqué con la vista.
Pero mi mamá ya había salido. Su silla estaba ahora ocupada por una mujer anónima, vestida de tie dye violeta, comiendo chivo con fruición.
“Fue el batá”, dijo uno de los asistentes. “Aceleran los partos, es una cosa muy fuerte para una mujer preñá.”
Y entonces fue que verdaderamente tuve miedo.