Doña Juanita
En el Viejo San Juan hay cada día menos lugares para que los vecinos, al llegar del trabajo o después de una semana pesada, se sienten a conversar y compartir, trago en mano y con cariño, las preocupaciones y alegrías.
Cada día más la ciudad es para los turistas, esos que se bajan, de mil en mil, de enormes barcos cruceros, recorren las calles en bermudas y tenis blancos y compran, quizás, tres camisetas con algún escrito grosero (hechas en China) por $10.00.
En honor a la verdad hay los que preguntan por los “outlets”, las tiendas de la Calle Cristo: Coach, Polo, Custo Barcelona, Guess y otras más que no se cómo se escriben sus nombres pero que son famosas y carísimas. Es esta la ciudad de los contrastes y el vacío en el medio.
Por eso es tan importante para la comunidad de sanjuaneros el Rivera Hermanos Cash & Carry de la calle San Sebastián. Allí comenzamos a refugiarnos cuando cerró Los Hijos de Borinquen, Aquí se puede, El Farolito y el dueño de La Cubanita dejó de abrir “por la muchachería” de las Noches de Galerías.
En Rivera Hermanos, primero sentados sobre cajas de cervezas, nos amontonábamos sufriendo el calor y la incomodidad por la mayoría estar de pie, pero estábamos juntos y conversando, que era lo importante.
Debo hacer un paréntesis y decir que ahora llamamos al sitio “Las Rivera”, porque son las mujeres de la histórica familia las que administran el local y poco a poco han ido abriendo el espacio para que sea más cómodo y acogedor. No sólo en el sentido comercial de la operación, sino como el que abre su casa y acomoda los muebles hacia el lado para que quepan los amigos y vecinos.
Han convertido el espacio en un lugar donde se recoge dinero para algún amigo enfermo, se hacen exposiciones y presentaciones de libros, se homenajean a personalidades de la cultura y donde se baila, se canta, se conversa, se bebe y se llora. A veces todo a la misma vez. Las Rivera, no sólo nos recogieron cuando andábamos huérfanos y sin sitio para reunirnos, sino que nos recibieron con esa solidaridad que es la palabra que mejor las describe.
Allí llegamos casi todos el martes según nos fuimos enterando de la muerte de Doña Juanita Ibáñez. Fuimos llegando para consolar y consolarnos. Para compartir nuestra pena y abrazar a los otros. No lo podíamos creer. Doña Juanita era mayor, viejísima, pero nunca pensamos que se muriera así, como decían en mi pueblo “de repente”.
Doña Juanita estuvo en San Juan antes que todos los que estamos ahora y decía, ufana, que nunca había salido de San Juan. A mi me contó, y me imagino que a todo el que quiso escucharla, su vida plena y alegre en San Juan. Me contó de sus muchos amores. Era muy pícara y coqueta y era una gran cuentista. Y yo la escuchaba, casi tomando notas. Ahora lamento no haberlo hecho de verdad.
Era muy pobre, pero siempre llegaba con alguna pulserita, una prendita, algún regalito para una de nosotras.
Era pequeña y tenía los ojos azulísimos, de un azul cristalino, como es el agua del mar cuando se le puede ver el fondo. Tenía varios trajes, dos o tres, todos iguales aunque de distinto color: rojo, azul, azul y rojo, no mucho más. Llegaba y saludaba con besos y su perfume, y se iba a la parte de atrás, como quien se coloca en la consulta y por allí íbamos pasando, uno a uno cada noche, a conversar con ella un rato mientras se tomaba, ella, su cerveza Coors de lata.
Cuando llegaba el momento de irse, Jorge la ayudaba a cruzar la calle y se iba a su casa, un apartamento frente a Las Rivera.
Hace un tiempo las cosas habían cambiado. Ya no bajaba. Decían que estaba enferma. Se paraba casi todo el día en el balcón, yo digo que triste, a ver pasar el mundo. Primero saludaba, pero después de un tiempo, no. Llegué a pensar que sería que ya no veía bien. Pero quizás era que no quería ver su soledad. Como quiera voy a extrañar mirar hacia arriba, hacia el balcón y verla allí. Tan permanente, tan parte de esta ciudad que tanto queremos a pesar de todo.
Hasta luego Juanita.