Estos árboles que no se llenan los bolsillos de aguaceros
Hay cuatro árboles detrás de mi casa. Son cuatro árboles citadinos, que han crecido un poco retorcidos y ganchudos, pero que se alzan altos y verdes hace más de cien años. Cada primavera hacen cosas y cuando no es primavera, crecen silenciosos, sin entorpecer a nadie.
Uno de ellos hace mameyes redondos y firmes. Empiezan como bolitas llenas de salvia y van cogiendo consistencia. Adquieren, con el paso de los días, una corteza dura y adentro, se va desarrollando una pulpa madura y pegajosa, que sabe a mamey, que es un sabor que no se puede comparar con ninguna cosa. Hay otros dos que hacen pepitas rojas y relucientes y se llaman granate. Son en realidad sus semillas, pero aparecen también en collares, rosarios y en bowls transparentes todas las navidades. Salpican el suelo como gemas diminutas y en la mano son lisas e impenetrables. El cuarto árbol es un flamboyán. No echa flores nunca, por lo que sospecho que se trata del exótico flamboyán azul, natural de Australia, y al que le cuesta bastante florecer en el calor furioso y salado de Santurce. Acompaña a los otros tres en sus hazañas mudas.
Todos ellos traen pajaritos. El pitirre guerrero canta en ellos su victoria. El bien-te-veo, ese pájaro que siempre canta a la hora del ángelus, juega al esconder entre sus ramas. He visto mariposas amarillas. Tórtolas que ensayan el primer vuelo. Lagartijos en todos los tonos de verde. No hablan los árboles, eso sí; pero un rumor sordo sale de entre sus hojas cuando sopla la brisa.
Hoy han llegado las gentes con sus armas: sierra eléctrica y trituradora de madera. Vienen vestidos para el combate, sus rostros y cabezas tapados como los de los soldados o esos terroristas que salen en la televisión. Pero saben que sus herramientas son de destrucción masiva y que los árboles, estoicos, perderán frente a ellos la batalla. Al oír el estruendo maligno de las cuchillas, los pajaritos huyen, los lagartijos corren despavoridos y los árboles salpican gordas lágrimas de resina y tiran las últimas semillas al suelo en un acto de desafío y vida.
Al frente del edificio crece Acú, el ficus, imponente como una catedral o un elefante, desde hace 400 años. Tengo una vecina que lo besa. Otro que lo adorna con orquídeas. Yo acaricio su tronco grueso y majestuoso y pienso que lleva por dentro todos esos anillos que cuentan su historia. Toco a veces, maravillada, las raíces aéreas que lanza a tierra y que encuentran perplejas la brea y el cemento. Pienso en cuántas veces habrá hecho su hazaña primaveral de quitarse todas las hojas, ponerse las flores, tirarlas y luego revestirse de verde follaje por un año más, hasta que eche la fruta que atrae a los murciélagos. (Estos visitantes nocturnos son mucho más amables de lo que se piensa. No se enredan en el pelo, ni chocan contra las ventanas. Si no estuviera consciente de que son ellos, pasarían por poéticos pájaros nocturnos.)
Acú tiene ojitos en las ramas y nos mira, pero la verdad es que ha mirado la calle León Acuña desde antes que los negros se asentaran en Santurce con la fuerza de sus barriadas de trabajadores y de sus barriles conjuradores de espíritus. Antes, cuando este lote era una botánica en que el mundo espiritual se comunicaba con el mundo material. Antes, cuando Turismo Tony Pérez no existía. Cuando el edificio Rijo no existía. Cuando yo no existía. Acú ya estaba aquí haciendo su milagro de oxígeno.
Y ahora todo se reduce a papeles. A quién tiene qué papeles. Y un papel expedido por el Departamento de Recursos Naturales, que acepta en lugar de un árbol centenario un espécimen acorralado en una maceta, que halla en una fruta madura un proyectil asesino, que yo los vi decirle a un señor “esconde estas fotos y enseña estas para que te otorguen el permiso de corte”, es el que reparte autoridades. Y ese papel lo tienen ellos.
No hay qué hacer, es la impotencia en su máxima expresión. Ya los primeros dos valientes están en el suelo y ahora van para el tercero. Acú mira conmovido y en pánico a través de los ojitos inquisidores de sus ramas, desde su follaje tierno y renovado, alto en su sabiduría milenaria.
El otro papel, verde y venerable Acú, lo tenemos nosotros. Las gentes, que todo se lo reparten, nos han dado el título de propiedad de tu ser, que es otro de esos documentos arbitrarios que otorgan autoridades. No te pueden destruir ellos, pero nosotros sí podemos agredirte y mutilarte o cuidarte y defenderte. Enséñanos, sabio vegetal, tu conocimiento de siglos, ese regalo de lluvia y sombra, que tu energía comulga con la nuestra desde siempre. Danos la paz de tu naturaleza viva.
* La frase del título la hizo popular Cultura Profética, pero es de Clemente Soto Vélez. Fue la agencia de viajes Turismo Tony Pérez la que cortó los árboles, en la calle San Jorge, Santurce.