La melancolía amarillista de Vargas Llosa
Pues el libro se mueve por los lugares comunes que ya han sido trazados desde hace un par de décadas. Vargas Llosa declara que la frivolidad ha acabado con los valores tradicionales de la “civilización“occidental, desde el amarillismo presente en la prensa, pasando por el sensacionalismo en la política, hasta la suplantación del erotismo por la pornografía con la implantación de la virtualidad. La cultura no es ajena a ello: el triunfo de la literatura light o la asimilación del arte contemporáneo con el fraude llevan implícitos la idea de espectáculo, pues son el resultado del deseo del público por escapar del aburrimiento cotidiano a través de la diversión. El autor apoya sus tesis con la reproducción completa de las columnas publicadas en el diario El País durante varios años. Actúan como vaticinios que el autor cree a pies juntillas, sin contar que gracias a ellas se ahorra también el esfuerzo de escribir la mitad del libro.
1.
El supuesto inicial del ensayo se mueve en el terreno de las evidencias: el torrente de imágenes y textos en los medios audiovisuales y en Internet llega a disolver las fronteras entre información y conocimiento. El autor olvida aquí que, gracias a la diversidad y la mayor facilidad para acceder a la primera, el segundo puede verse enriquecido hasta límites insospechados hace unos años. Pero él está más pendiente de las asociaciones entre información y espectáculo que de las supuestas bondades que los nuevos medios nos pueden proporcionar.
Su tesón en clamar contra la aparición del espectáculo en nuestro presente le lleva a olvidar que aquél ha existido desde tiempos inmemoriales, por más que estuviera revestido de valores sagrados o profanos. Cuando entramos en un templo o cuando escuchamos una pieza de música antigua o clásica, por ejemplo, en realidad estamos gozando de una experiencia parcial con respecto al carácter espectacular que presentaba originalmente, en el que todos los sentidos se concitaban para subrayar el carácter sagrado y/o profano de esa manifestación artística. La liturgia en los recintos sagrados, la fiesta real que culminaba con fuegos artificiales y música atronadora, los autos sacramentales o las procesiones de Semana Santa, incuso las ejecuciones de personas ilustres y menos ilustres, encerraban un carácter espectacular que, ajustado a los nuevos tiempos, es obviado por el escritor.Fueron aspectos como la liberalización de la práctica artística, el acceso al poder económico político de la burguesía, la paulatina alfabetización de la población entendida como usuaria y, lo que es más importante, la lucha por un incremento progresivo, sustancial –y merecido– del tiempo de ocio, los que deslizaron ese carácter espectacular hacia los mecanismos del mercado. El desarrollo de las metrópolis modernas desde la segunda mitad del siglo XIX ayudó a generar una industria del entretenimiento que derivó paulatinamente en los espectáculos para las masas. Y en ello, aunque sólo me atreva a apuntarlo por cuestiones de espacio, la comodificación de la cultura desempeñó un papel trascendental.Con esto se observa un problema insoslayable en el análisis de Vargas Llosa: la completa ausencia de perspectiva histórica “de ciclo largo”. Estudia los fenómenos culturales de la actualidad como si hubieran surgido por generación espontánea, al modo en el que los medios de comunicación que él denuncia suelen explicar la actualidad económica, política o social. Esto le lleva a confundir ciertas categorizaciones mientras desgrana sus argumentos.
Por ejemplo, su definición de la literatura actual a partir del fenómeno del bestseller no deja de ser tramposa, pues el término sirve para referirse no solo al producto en sí mismo sino también a las ventas que genera. Con ello olvida, por una parte, que autores como Honoré de Balzac, Victor Hugo, Gustave Flaubert, Alexandre Dumas, Charles Dickens, Robert L. Stevenson, Fiodor Dostoievski y Benito Pérez Galdós publicaron muchos de los mejores ejemplos de la literatura del siglo XIX por entregas en los diarios, siguiendo en varias ocasiones la estructura del folletín. Con ello, de paso, ayudaron a incrementar notablemente la venta de periódicos.
Por otra parte, el fenómeno del bestseller se constata en autores de muy distinta calidad literaria. Lo son tanto un libro de Dan Brown como uno de Paul Auster, y no cabe duda de que hay sensibles diferencias entre el primero y el segundo. Unido a esto, sería ridículo pensar que los escritores de “calidad“no desean ser leídos por el mayor número de consumidores posible o que jamás pretenderán vivir de su oficio. Eso es algo que Vargas Llosa lleva disfrutando desde hace tiempo: sus publicaciones enseguida se colocan a la cabeza de las listas de ventas en España, en varios países de Latinoamérica y en otros muchos cuando sus obras son traducidas. Puede que no haga ninguna referencia a ese detalle por humildad. O puede que lo haga porque no le interese para sus supuestos. Pero me atrevo a pensar que el Premio Nobel no lo menciona porque piensa que los bestsellers, como el infierno, son los otros.
2.
Si este es el panorama descrito por Vargas Llosa en el ámbito literario, despacha la cuestión artística con argumentaciones que ya son lugar común en “las voces” que persisten en deslegitimar el discurso de la modernidad y sus derivados. Sus prolijas explicaciones se limitan a la manida identificación con el término “conceptual” de un arte –el contemporáneo– que no se esfuerza en comprender y que ilustra con ejemplos tendenciosos bajo la categoría del fraude. Seguro que ustedes son capaces de citar unos cuantos artistas, puertorriqueños e internacionales, que han propuesto o proponen una serie proyectos artísticos compatibles con el compromiso y con la autenticidad discursiva. El Premio Nobel, cegado por la generalización de que todo está mancillado por la frivolidad –Penitentiam agite!–, no tiene tiempo de separar el grano de la paja. También ignora que innumerables manifestaciones artísticas y culturales de calidad deben buscarse fuera de los circuitos oficiales y de los de las corporaciones en el ámbito de la comunicación. Y que gracias a Internet y las redes sociales, esas perlas pueden ser más accesibles al público interesado en ellas. Pero el escritor no parece dispuesto a ponerse manos a la obra, sumido en el lánguido canto del fin de una época. Así pues, un artista como Damien Hirst, podría estar perfectamente encuadrado en el tipo de arte que Vargas Llosa critica. Sin embargo, el problema es creer que el apellido Hirst es sinónimo de arte. Si bien la edad le está sustrayendo el sentido olfativo, durante décadas el británico ha sido un excelente entertainer, que emplea la controversia como nadie para aumentar la venta de sus productos. Este detalle es justamente el que establece una unión invisible entre aquello que Vargas Llosa critica y las raíces que alentaron su aparición, en las que las bases ideológico-económicas defendidas por el Premio Nobel, desempeñaron un papel fundamental.
Ya lo explicó magistralmente John Berger a principios de los años setenta: la aparición del capitalismo floreciente en Europa se explica con la consolidación del arte como una mercancía más, y en esto –a juicio de Berger– la técnica de la pintura al óleo desempeñó un papel relevante. La progresiva desaparición de los gremios, el éxito y la decadencia de los espacios oficiales de exhibición, y la aparición de los marchantes de arte y de las galerías como lugares de venta fomentaron su desarrollo en el marco de un capitalismo industrial y financiero.Como resultado de este proceso largo y complejo, el arte se ha visto sometido también a la permeabilidad del mercado y a su capacidad inagotable de fagocitación. Esta capacidad devoradora adquirió dimensiones colosales desde finales de la década de 1980. Coincidiendo con el advenimiento del neoliberalismo y de la ingente hegemonía de los mercados, se potenció a escala global la tendencia aparecida años atrás, que asimilaba el arte al fenómeno de la inversión especulativa. Las grandes corporaciones industriales y financieras, sin olvidar las inmensas fortunas personales, se lanzaron a la compraventa de arte como si fuera un valor en bolsa, provocando así una insólita subida de los precios. La cifra de $53,900,000 alcanzada por Los lirios de Van Gogh en Sotheby’s en 1989 ha conducido hasta los $106,500,000 pagados por una versión de El grito de Munch hace tan solo unos días. Es de rigor señalar que la propia autoridad –¡otra vez!– de los expertos en arte, en connivencia con el sistema artístico, ha potenciando el fetichismo de unos artistas sobre otros y, por tanto, ha amplificado su valor de cambio.
A este fenómeno deben unirse otros fenómenos de naturaleza mediática, como la promoción de los “tesoros” y las exhibiciones temporales de los principales museos occidentales, que combinan el valor cultual del arte con el valor económico de la monumental venta de boletos. Pero Vargas Llosa prefiere no entrar en los vericuetos que asocian peligrosamente el Gran Arte con el espectáculo; entre otras cosas, porque ayudaría a invalidar su análisis.Inmerso en una postura tan paternalista como sectaria, el autor parece más preocupado por el contacto de las obras fraudulentas con el público –oveja “iletrada” por su dependencia del amarillismo espectacular– que por los mecanismos económicos impulsores del circuito. Porque justamente Damien Hirst, entre otros YBAs (Young British Artists), saltaron a la primera plana a principios de los años noventa por su asociación estratégica con el galerista Larry Gagosian y el empresario publicitario Charles Saatchi, principal coleccionista de sus obras junto con corporaciones internacionales como… Lehman Brothers. Así mismo, su prestigio icónico se apuntaló por la publicidad que le proporcionaban sus escarceos con lo más granado del show business, encarnado por figuras consolidadas como David Bowie y emergentes como el grupo de pop Blur. Su plan culminó en 2008 con la ceremonia de autopromoción y de pingües beneficios que fue la venta directa de algunas de sus obras en una subasta organizada por Sotheby’s, a escasos meses del estallido de la crisis financiera global. O sea, en absoluta connivencia con el establishment que el propio Vargas Llosa ha defendido activamente en las últimas décadas.3.
Todo el aparato crítico de Vargas Llosa está íntimamente relacionado con una concepción anticuada y melancólica, regida por el rasero de la alta cultura y por el principio de la autoridad cultural inmersa en un edén político. Según ha apuntado certeramente Jorge Volpi desde las mismas páginas de El País, “en la arcadia que dibuja, los políticos estaban comprometidos con un ideal de servicio que la civilización del espectáculo destruyó. Vargas Llosa no contempla que la actual crisis del capitalismo no se debe tanto a la falta de valores como a la ideología ultraliberal, inspirada en Hayek o Friedman, que hizo ver al Estado como responsable de todos los males y provocó la desregulación que precipitó la catástrofe”.
Si extrapolamos el análisis del Premio Nobel al ámbito de la educación, entonces comprobaremos que el círculo se cierra diabólicamente. Muchas democracias occidentales están empleando la autoridad de varios sabios para lograr que las aguas vuelvan a su cauce. Primero, mediante el fomento exclusivo de una educación elitista y la limitación del estudio de la alta cultura a unos pocos centros de conocimiento, donde se formará solo a aquellos individuos supuestamente capaces de disfrutar su esencia. Y segundo, aumentando las tasas con el fin de impulsar una educación orientada al sector privado, para aquellos estudiantes que puedan permitírselo por el nivel de ingresos familiares o por su capacidad de sacrificio para hipotecarse con un crédito que requerirá los ingresos de dos vidas y media.
Es una lástima comprobar que uno de los responsables de la explosión de la literatura latinoamericana más allá de los límites de la autoridad se haya acomodado en el caldo de cultivo que ha hecho germinar lo que ahora critica con vehemencia. Y lo es tanto como asistir a la apuesta ciega del otrora diseñador de catedrales literarias por un género al que curiosamente no dedica una sola línea en su texto: un tipo de ensayo tan amarillista como la propia civilización de la frivolidad que él mismo denuncia.