La música del pensamiento
El texto que sigue es una versión abreviada para su publicación en 80 grados de la presentación del libro de Mara Negrón De la animalidad no hay salida (San Juan, Editorial de la U.P.R., 2009). El texto original fue leído -pero, hasta donde sé, nunca publicado- el 19 de octubre de 2009 en el Seminario de filosofía del Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico, como parte de un ciclo de Conversatorios organizado por el Departamento de Literatura Comparada y su director, Dr. Rubén Ríos Ávila. Celebro así de mi parte la vida y la memoria de quien fuera una amiga y colega entrañable.
Tengo por costumbre abrir un libro y comenzar a leer la primera frase, para luego pasar al final del texto y leer las últimas palabras. Constato que un buen final siempre desemboca en el principio, pues el inicio de la escritura inaugura una tarea interminable, eso que Maurice Blanchot llamó la conversación infinita (l’entretien infini). Se reposa así la mirada en la morada de un instante y en los pliegues de una caricia que convierte la palabra, sea impresa en el papel o inscrita en la huella digital, en el recorrido de una vida que habla, aún allí, y sobre todo ahí, donde sólo queda la voz, o mejor, el eco de un cuerpo que ya no es. Dice Freud en el Malestar de la cultura que «la escritura es originariamente el lenguaje del ausente» (die Schrift ist urprünglich die Sprache des Abwesenden). De esta manera el acto de leer puede entenderse como una promesa; una promesa no de salvación o redención sino de renovación: de instantánea regeneración.
Abro de esa manera el último libro de Mara Negrón, titulado De la animalidad no hay salida y leo la primera frase: «Nunca ha dejado de ser enigmático el lugar que ocupa la creación artística en el llamado mundo real.» Paso las páginas, y leo la última: «La mano es en la escultura la palabra de la palabra, el origen del gesto. En el origen hubo la mano.» He ahí, pues, ya y de por sí, la composición – poíesis – de un pensamiento. Por lo tanto, me digo, es este un libro a leer, es decir, un texto cuyas páginas se ofrecen a la mirada e incitan al pensamiento. Uso bien el verbo incitar, y no excitar. La excitación dejémosela a los pendencieros que gritan la panacea del marketing. Pero aquello que incita a pensar es justamente lo que mueve y conmueve (o incluso estremece), sin la vana autocomplacencia y frívola autopromoción.
Un buen pensamiento, un pensamiento noble, deja tras de sí el espectro de una pregunta y la señal – la seña, el guiño, el parpadeo – de una respuesta que anima a seguir preguntando como lo hace nuestra autora: «¿Qué es un cuerpo? ¿Dónde, cómo se inscribe a través de la escritura? El cuerpo es el lugar de una operación que le devuelve a la metáfora sus cualidades devastadoras como lugar que perturba el concepto.» Ante lo cual, yo también pregunto: ¿qué es un concepto? Pregunta fundamental que apunta a la pregunta por el fundamento: “¿qué es…?” Sin embargo, hay siempre un más acá y un más allá de una pregunta que desborda aquello por lo cual se pregunta. Digamos que ese más acá es la animalidad, y que ese más allá es lo que rebasa el lenguaje.
Es importante no confundir a la filosofía con el arte, ni tampoco, por cierto, con la ciencia. No es tanto un asunto de demarcaciones disciplinarias o de ámbitos del saber, sino de formas de pensar cuya distinción y diferencia permite hacer más fecundo e interesante el entrecruzamiento o las conexiones de las diversas instancias reflexivas, y no ya sólo de los recursos narrativos. Porque una cosa es el filósofo-artista que ha aprendido, como enseña Nietzsche, a bailar con los conceptos, y otra el artista o la artista – sea pintora, escultor, músico, coreógrafa, cineasta, fotógrafo o poeta – que educa o dirige con sus gestos, imágenes, instantáneas, sonidos, colores y movimientos la fuerza indómita del pensamiento. No se trata aquí ya de “profesiones” sino maneras de dar forma y vida a lo que no contiene nada que no sea su propia manifestación, su salida a la luz.
Con lo cual cabe una vez más preguntar: ¿es posible dar una respuesta que no sea filosófica a la pregunta por el concepto? ¿Cómo afirmar un pensar desde el cuerpo que, de paso, recoja ese más acá del animal humano, sin dejar de apuntar al más allá de su humanidad? ¿En qué consisten las «cualidades devastadoras de la metáfora» que llevan a cabo la «perturbación del concepto»? Puesto que animal viene de ánima, vale preguntar: ¿cuál es el “alma” de lo que se nombra como animalidad? ¿Cuál es el ánimo de dicha forma de preguntar? La respuesta sólo puede darse en el arte de la palabra escrita que sostiene a la experiencia literaria, y que como bien señala Mara Negrón en una nota al calce de su libro, no se deja atrapar en las categorías de lo “real” o de lo “irreal”. Consiguientemente, la autora responde a esas preguntas con dos imágenes, a la manera de una fábula que incitan a pensar los efectos metafóricos de una animalidad que se sitúa más acá del concepto y más allá del lenguaje: el Perro artista de Kafka y el Gato especular de Derrida.
He aquí el inicio de su respuesta – una respuesta que conforma de hecho, por así decirlo, el encaje de los textos que escritos en distintos tiempos, no sólo cronológicos sino anímicos y afectivos, nos dan la forma de este libro. Se trata de un inicio a modo de una cínica o perruna, pero también felina confesión: «Confieso. Yo sólo puedo investigar, como el Perro de Kafka, oscilando entre una forma de relato en primera persona (y un relato en primera persona no es sólo el relato de una persona, puesto que en mi confesión se da la confesión de todos mis otros) y un rigor sin condición.» (Pág. 45) De acuerdo con este rigor, el Perro de Kafka se entrelaza con las Confesiones de Agustín para darnos una imagen visceral de lo que significa efectivamente pensar desde el cuerpo remontándonos hasta el vientre materno. Se desatan así algunas de las páginas más deliciosas de este libro y que han despertado en mí las reflexiones que siguen.
Se dice que el perro es el mejor amigo del hombre. ¿Pero quién escogió a quién? He ahí el meollo de la domesticación que es la contraparte de la animalidad. Podemos muy bien pensar que la desgracia del perro consiste justamente, como diría Schopenhauer, en haber obtenido como amigo a un animal como el hombre, sin duda el más cruel de los animales, porque es aquél que, como ninguno, ejerce más violencia sobre sí mismo. ¿Pero qué es la crueldad? ¿Cómo no pensar en la crueldad cuando leemos a Kafka, a Celan o a Derrida? Una gata puede perfectamente amamantar a un perrito, pero sólo metafóricamente puede una madre dar a luz a una perra, de tal manera que pueda llamársele “hija de perra”.
Escribe Mara Negrón: «La naturaleza de ese Perro investigador se define en ese encuentro en el que la música se impone sobre toda racionalización. «Todo era música», dice. «La música y la instancia maternal como primer alimento no se distinguen. […] La instancia maternal o su memoria acuden inesperadamente cuando se vacila ante la ley.» (Pág. 65) Me pregunto: ¿no podría hacerse a partir de ese trasfondo musical de la instancia maternal una nueva lectura del complejo de Edipo, en tanto que límite del deseo y las posibilidades indefinidas del erotismo? Por otra parte, se habla mucho de la crueldad contra los animales. Sin embargo, ¿se quiere mayor crueldad que la ejercida por el animal humano contra sí mismo y sus congéneres? ¿No será la crueldad aquello que nace de la ignorancia del límite, y no ya la transgresión, de la condición humana? ¿Cuál es la relación entre la crueldad y el erotismo? Se sabe que toda la obra de Georges Bataille está dedicada a explorar este asunto medular. Pero en Kafka este asunto se convierte en una experiencia del lenguaje, y no ya en un tema u objeto de investigación. Basta con leer El proceso. «El artista siempre habla una lengua intraducible. Por eso no basta con proponerse volver a una cultura, a una lengua judía como en este caso. La obra de Kafka es intraducible, no ya porque plantee problemas a un traductor, sino porque su mundo es el fruto de un idioma que sólo habló el artista. Ciertamente, la figura del judío, del judaísmo, son centrales en la elaboración de ese mundo llamado Kafka. Una comprensión de esa problemática da cuenta de las complejidades de su pensamiento. La figura del judío tuvo para él, como para otros tantos judíos europeos de la época, una resonancia muy particular, pues se convirtió en el lugar de la diferencia, de lo extraño, del paria. ¿Quién negaría además que la historia europea del siglo XX gira en torno a esa figura, a esa herida?» (Págs. 74-75)
En efecto, ¿cómo no traer aquí a la memoria la Shoa (שואה), el ensayo catastrófico de exterminio de los judíos? Digo bien Shoa, que es propiamente el término hebreo y no “holocausto”, término griego que se presta a todo tipo de confusión, por su sentido de sacrificio a la deidad; o lo que es peor, que puede muy bien conducir al callejón sin salida de las víctimas transformadas en verdugos. Pienso que la “solución final” de los nazis – y no sólo la de ellos: se cumplen 20 años del inicio del terrible cerco de Sarajevo, para no decir nada de lo que para los mismos años sucedía en Ruanda, o de las fórmulas de exterminio aplicada, dos décadas antes, en Camboya, Argentina, Chile y, más recientemente, en Siria – es el intento por acabar por medio de los más sofisticados, despiadados o grotescos recursos con la música del pensamiento. Nada más triste ni desolador. Pero, a su vez, nada más sorprendente que la capacidad humana para sobreponerse, para recuperar la melodía primordial, por así decirlo, de la simple alegría de vivir. Con aguda pertinencia, Mara Negrón coloca así el texto de Kafka en el contexto del judaísmo, que no es ya una raza, una religión, un pueblo o un Estado sino, sobre todo, una cultura que ha dado de sí muchas de las voces más nobles de la humanidad. Es así como nos encontramos con la consolidación de una experiencia artística íntegra y cabal como la de Franz Kafka, capaz de crear una lengua poética irreducible a sus orígenes judaicos, pero a su vez atesorando en la matriz de la lengua en que se escribe, las fibras más íntimas de la condición humana. Lo mismo cabe decir de Paul Celan, ambos escritores de lengua alemana, de origen judío y de patrias diferentes.
«Cada vez que el relato divaga, se pierde, se produce música, canto, melodía. La música sitúa el lugar de una separación, la reinscribe y la recuerda.» (Pág. 66). Ante lo cual, como quien se sitúa ante la ley, cabe preguntar: ¿cuál es el lugar de la música, es decir, del arte por excelencia en tanto que puro despliegue de sonidos, de imágenes acústicas, de significantes que no llegan a significar nada que no sea el sentido de lo que en un momento dado se siente, la cualidad silente de una emoción? Music is not, music becomes, como ha dicho Sergiu Celibidace, el gran músico rumano fallecido el 14 de agosto de 1996. Y Zoran Mušič se llama, precisamente, uno de los artistas extraordinarios que sobrevivió en el campo de Dachau, pintado y dibujando con el silencio de las noches valiéndose de los restos de papel y punta de lápices desechados por sus carceleros.
Seguimos leyendo: «La solución poética de Kafka es bajar el volumen de sus textos, recurrir al murmullo, al silencio como si, sólo haciéndose pasar por desapercibido, fuera percibido. Aparecen entonces los animales que, aunque hablan, sólo escriben el silencio. El mutismo del animal es un lugar común del antropocentrismo occidental. El animal no habla y, por lo tanto, no puede decir su conciencia. De cierta forma, a Kafka no le interesa tanto ponerlo a hablar como escuchar su silencio. Por otro lado, exhibe la economía de la frustración que condiciona todo acto de palabra: la incompletud, sólo una ínfima parte de lo que nos sucede puede ser traducida. Se escribe en su caso, no para decir, sino para dar cuenta del vacío del decir, del silencio que acompaña toda palabra. Kafka narra el silencio.» (Pág. 75)
Mucho habría que decir a partir de la riqueza semántica de este pasaje. Me pregunto, por ejemplo: ¿acaso la metáfora no es, precisamente, aquello que apunta a un más allá del lenguaje al tiempo que nos remite al más acá de nuestra animalidad? ¿Acaso lo que se juega con la metáfora no es ya un tropos de la retórica sino esa dimensión otra del lenguaje por la que el pensamiento se expone a la intemperie del silencio? El mutismo del animal no es ausencia de comunicación sino todo lo contrario: comunicación unívoca y efectiva, desde las secreciones químicas de los insectos hasta el toque de las trompas de los elefantes, pasando por la salivación de los perros y la mirada indescifrable de los gatos. Pero el humano habla, y puesto que habla, lejos de comunicarse, se malentiende, se desentiende, maldice y miente. Sólo un animal que habla puede mentir. Los animales no mienten; en todo caso viven de la mentira humana. Entonces sólo el silencio, que no el mutismo, está en condiciones de resguardar el entendimiento. Sólo la música del pensamiento y, por lo tanto, su Musa está en condiciones de escuchar su propio silencio.
¿Cuál es la huella del animal que el humano está en condiciones de reconocer y preguntarse acerca de su trazo, no ya como huella sino como inscripción? La pregunta nos lleva directamente a la presencia del pensamiento de Jacques Derrida en estos textos, es decir, recordemos, al «lenguaje del ausente» (Abwesenden) que Mara Negrón evoca con el vigor y la filiación de lo que el propio Derrida llamó la premeditación de la amistad: «Cette préméditation de l’amitié (de amicitia, peri philáis) voudrait donc aussi engager, dans son espace même, un travail sur la citation, et sur la citation d’une apostrophe. D’une apostrophe toujours lancée prés la fin, au bord de la vie, c’est-à-dire de la mort.» (p. 21, Politique de l’amitié, Paris, 1994.) Traduzco: «Esta premeditación de la amistad quisiera entonces comprometer, en su propio espacio, un trabajo sobre la cita, y la cita de un apóstrofe. De un apóstrofe siempre lanzado cerca del fin, al borde de la vida, es decir, de la muerte.»
Derrida es un filósofo que se da a la tarea de llevar a cabo la de-construcción de la herencia metafísica del pensamiento occidental. Con lo que cabe preguntar: ¿la “de-construcción” puede todavía (de)tenerse como un concepto? Por su parte, Kafka es un escritor que como pocos, o como nadie, logra poner en evidencia la dúctil fragilidad de la condición humana, el vértigo de la inteligencia. Con lo que cabe también preguntar: ¿los personajes de Kafka son una metáfora de lo que nombran o son, más bien, la evocación persistente de lo innombrable que excede por completo la función metafórica? ¿Cuál es el vínculo entre la metáfora y la metafísica; entre el llamado a la de-construcción y la necesidad de nombrar lo que no tiene nombre? ¿En qué consiste la animalidad del hombre y de la mujer, más allá de su dimensión orgánica o biológica?
En su célebre carta “Sobre el humanismo” (Über den Humanimus) Heidegger elabora una medular reflexión en torno al animal humano (zoon logon exon) que pone en perspectiva su cuestionamiento del carácter “metafísico” del humanismo tradicional y la consecuente urgencia de pensar en medio de lo que él llama la devastación del lenguaje (Verödung der Sprache) por parte del “la metafísica de la subjetividad” y la fanfarria de la “opinión pública”. Escribe Heidegger: Der Leib des Menschen ist etwas wesentilich anderes als ein tierischer Organismus: «El cuerpo del hombre es algo esencialmente otro [diferente] que el organismo animal.» Es sabido también que Heidegger excluye al animal no humano del arrojo de la existencia; detalle que Derrida no pasará por desapercibido.
Pienso que desde ahí puede abordarse el asunto de lo femenino que Mara Negrón valientemente encara en la segunda parte de su libro. Pregunto: ¿en qué consiste ese «ser esencialmente otro» del cuerpo humano, si no es justamente en el hecho de que un hombre – no ya el hombre – nace de una – y no ya de la – mujer? ¿Cuál es la inscripción de la diferencia sexual, una vez reconocemos que no cabe confundir el instinto biológico y los genitales de un organismo humano con el deseo sexual de un cuerpo habitado por el lenguaje? ¿Tiene sentido hablar de género femenino o masculino o, incluso, de transgénero desde una perspectiva cultural y no biológica? Escribe Mara Negrón: «El acto de escritura sucede en un cuerpo finito pero lo excede.» No es tanto un asunto de “inmortalidad” como de desbordamiento, pues la palabra, poéticamente entendida, es siempre el borde de un sobrecogimiento. Únicamente en virtud de aquello que excede a la finitud de un cuerpo mortal puede darse y ofrecerse – el don y la ofrenda son temas muy caros a las reflexiones de Derrida – el acto de la escritura en tanto que experiencia artística.
Y un poco más adelante, en el mismo texto dedicado al libro Femina Faber de Áurea María Sotomayor (San Juan, Editorial Callejón, 2004), Mara Negrón elabora un planteamiento que considero crucial, viniendo precisamente de una mujer: «La mujer no nace mujer, se convierte en mujer, es decir, se hace mujer […] La mujer es un hacer; la fabricación sería, pues, su devenir mujer. No sería un dado, sino el espacio de una invención siempre por venir.» (Pág. 175) En consecuencia, cabe preguntar: ¿en vez de una “escritura femenina” no sería más certero y fecundo pensar en términos de una experiencia femenina de la escritura? Apostar por una escritura femenina, ¿acaso no implica apoyarse en una esencia paradigmática de lo femenino, en el principio de identidad de La mujer y, con ello, en la virtud arquetípica del Eterno Femenino, tan apreciado por el romanticismo, pero también por los avatares de la más rudimentaria misoginia? Escuchemos, por ejemplo, estas palabras de Carl Gustav Jung sobre las mujeres: «Los sujetos no inteligentes – y entre ellos, en particular, las mujeres – se defienden mediante lo que se llama calificativos de valor, lo que puede llevar con frecuencia a resultados cómicos.» (Los complejos y el inconsciente, Madrid, Alianza Editorial, 1980, p. 217)
Por la misma razón, resultaría aún más cómico reivindicar una escritura masculina como si hubiese tal cosa como El hombre. Lo que sí hay es una experiencia viril de la escritura que puede ser tanto la de un hombre como la de una mujer, sean cuales sean sus “preferencias sexuales”. No hay duda de que la experiencia que una mujer tiene con la escritura, sea femenina o viril, no es idéntica a la de un hombre. Pero esto no tiene, a mi entender, nada que ver con una esencia o eidos permanente e inalterable de lo que significa ser “mujer” o ser “hombre”, características estrictamente azarosas, como el haber nacido aquí o acullá. Un azar que, sin embargo, se torna en destino o, mejor, en designio, según el deseo de vivir – y no ya sólo de sobrevivir – y a tono con la necesidad de morir.
Pero ni el lenguaje – a no confundir con la lengua, el habla o el discurso – ni la escritura – a no confundir con la literatura o los géneros literarios – tienen en sí mismos sexo ni identidad, por más que se declinen en masculino y femenino sus artículos; o que se haya impuesto a lo largo del dominio patriarcal de la cultura (el falo-logo-centrismo, como gustaba decir Derrida) un uso machista de la lengua o un oficio masculino de la literatura. Lo que entra en juego son los experimentos artísticos, poéticos y literarios con las posibilidades siempre por venir de la condición humana, y la incorporación de un devenir hombre, mujer, animal, planta o mineral que nos envuelve a todos en tanto que seres vivos. Así lo enseña magistralmente Ovidio en sus Metamorfosis. Y así lo enuncia Empédocles con esta maravillosa sentencia de hace más de dos mil quinientos años: «He sido en otro tiempo muchacho y muchacha, arbusto, ave y mudo pez marino.»
Dice Nietzsche que el hombre, es decir, el humano es ese «animal no fijado todavía» (nicht gestelte Tier). Quizá sea por ello que tenga que vestir y revestir su cuerpo, pero ante todo, su pensamiento. Nos dice Mara Negrón: «Se piensa porque se siente pudor. El pensamiento se viste porque siente pudor. El vestirse en todas sus variantes es propio del hombre que desnuda su ausencia de lo propio.» Quizá por ello también existe la arquitectura, entendida como el principio regulador (arché) que sostiene el pudor de las ciudades, el resguardo de nuestra desnudez. Pues aún allí donde el pavimento y el cemento han arrasado con el sentido mismo de la ciudad, cabe afirmar con Mara que «la ciudad existe en quienes la escriben», y con el aliento de los pensamientos musicales que la habitan.
Por último, quiero destacar la generosidad de este libro de nuestra amiga y colega. Buena parte de él está dedicado al análisis y cuidadosa lectura de lo que a todas luces es una enérgica producción artística y literaria en Puerto Rico, ese extraño y pequeño país, casi inexistente en términos jurídicos-políticos, pero con la alegría de una tierra bendita y la vida del mar por todas partes, por más que sus habitantes insistan en dar la espalda a su ingénita belleza y de padecer, con particular ahínco, el desprecio de sí mismos.