Las mujeres encarceladas en Puerto Rico y sus derechos humanos
Durante casi veinte años he dedicado gran parte de mi trabajo intelectual a investigar y estudiar la historia del poder penal y sus violencias desde una perspectiva crítica y comprometida con el ideario emancipador de los derechos humanos, y he publicado varios libros y numerosos artículos y conferencias sobre el tema. A continuación expondré algunos fragmentos testimoniales de varias mujeres encarceladas que, además, fueron mis estudiantes; y abreviaré algunos apuntes pertinentes para analizar, problematizar y comprender la cuestión carcelaria y las mentalidades que contradicen, obstaculizan e impiden los proyectos educativos en las instituciones penales, que por su propia naturaleza despótica, violenta y cruel, le oponen resistencias de todo tipo, tanto más difíciles de contrarrestar cuanto más fuerte y generalizada es la creencia en la idea del castigo.
Hace poco menos de un año impartí una parte del curso de ciencias sociales en la cárcel de mujeres de Vega Alta, irónicamente llamada Escuela Industrial para Mujeres. Para entonces tuve la oportunidad de integrar un grupo de docentes en un proyecto piloto de educación universitaria a las prisioneras en mediana y máxima seguridad. Este proyecto responde a un acuerdo colaborativo entre el recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico y el Departamento de Corrección y Rehabilitación, que es la principal instancia estatal encargada de contener y administrar la existencia de esos seres humanos desposeídos de sus libertades civiles y condenados a vivir enjaulados por sentencia judicial. El principio jurídico del pacto entre la institución universitaria y esta agencia penal del Estado está contenido en la Constitución de Puerto Rico de manera imprecisa y ambigua, y se limita a disponer para la reglamentación de las instituciones penales a fin de que –y cito- “sirvan a sus propósitos en forma efectiva y propender, dentro de los recursos disponibles, al tratamiento adecuado de los delincuentes para hacer posible su rehabilitación moral y social”. Dada la marcada ambigüedad e imprecisión de este precepto constitucional, las administraciones carcelarias han gozado históricamente de un inmenso y virtualmente irrestricto poder discrecional, y las personas sujetas a su poderío han sufrido y sufren infinidad de agresiones físicas y maltratos emocionales. Todavía en el siglo XXI estas manifestaciones sistemáticas de violencia institucional se creen protegidas con fuerza de Ley y los reglamentos carcelarios justifican los tratos crueles e inhumanos de manera permanente y cotidiana como si se trataran de tratamientos “rehabilitadores” legítimos. Dentro de este tétrico escenario, quienes valoramos la educación como un derecho humano inalienable entendemos que bajo ningún pretexto puede justificarse la exclusión de los seres humanos encarcelados al derecho a educarse; y consideramos que es responsabilidad ética, política y social de cualquier institución universitaria promover el acceso irrestricto a la educación universitaria de la mejor calidad posible. Entendemos que la condición de prisioneros del Estado, aún despojados de sus libertades civiles, no justifica la negación o entorpecimiento del derecho humano a la Educación, porque no por estar presos son menos humanos.
En septiembre del año pasado redacté una ponencia reflexiva sobre mi experiencia como docente universitario en la cárcel de mujeres. Aunque la he actualizado como parte integral de esta conferencia, su contenido crítico sigue siendo tan pertinente y relevante como entonces, sobre todo porque la realidad de las condiciones de existencia de las mujeres encarceladas no ha variado ni un ápice y las trabas institucionales al derecho humano a la educación siguen siendo esencialmente las mismas. Sin embargo, como demostraré al final de esta conferencia, el estado de situación de las mujeres encarceladas se ha agravado recientemente, afectando aún más sus condiciones de existencia, incluyendo las de las escasas estudiantes universitarias que son prisioneras del Estado.
Citaré algunos fragmentos de escritos presentados por nuestras estudiantes prisioneras como requisitos académicos del curso de ciencias sociales. Los mismos están enmarcados en el análisis socio-histórico de los principios constitucionales y los derechos civiles en las sociedades democráticas modernas, y representan a la vez testimonios de las condiciones inhumanas y deshumanizantes del encierro carcelario y del carácter fraudulento del eufemismo rehabilitador, que encubre la crueldad inherente a la ideología penal y las violencias de sus prácticas institucionales. Me abstendré de identificarlas por sus nombres propios por razones de seguridad, es decir, para protegerlas de cualquier posibilidad de represalias por parte de las autoridades. El temor no es infundado, pues todos sabemos que la honestidad intelectual, como cualquier ejercicio de los derechos de expresión y libertad de pensamiento, siempre han sido mal vistos por las autoridades carceleras. Una de ellas, que llamaremos Eva, nos recuerda: “Lamentablemente, la historia es otra de este lado. Día a día vemos mujeres que desean superarse y son aplastadas por el sistema penal. Un gigante horrible al que llaman Departamento de Corrección y Rehabilitación… una jaula enorme cuyo fin único es archivar personas…”
Y otra, que puede llamarse Lolita, nos describe el cuadro de vida cotidiana: “El convicto se hace dependiente a medicamentos por indicación médica o por voluntad propia, o por simple conveniencia propia para calmar su ansiedad, depresión o para suplantar una adicción por otra, aunque en la calle jamás usó medicamento alguno. (…) El uso de estos medicamentos mantiene a muchos sedados, mientras que a otros, las reacciones son inversas y terminan descontrolando al convicto. Por lo cual se forman enfrentamientos unos contra otros. (…) Es en este momento donde el personal de seguridad usa la fuerza bruta con el confinado, tanto física, emocional y psicológica.
Mientras que los que están sedados para ellos no hay una rehabilitación porque se pasan durmiendo todo el día y no prestan atención a la educación ni a ningún plan que tenga la institución, que son pocos e ineficientes. (…) Al estar sedados los confinados no se percatan de las condiciones infrahumanas en las cuales estamos viviendo. En una infraestructura completamente dañada, donde las celdas se inundan por unas cuantas gotas que caigan, el desagüe tapado constantemente. Lo pobre del sistema médico, la mala comida que nos ofrecen diariamente y la pobre intervención de los sociales que nunca saben nada. La falta de educación formal y el abuso que cometen cada vez que hacen registros llevándose las pocas cosas que con grandes sacrificios nuestras familias nos proveen. Cada vez nos someten más a los castigos colectivos. (…) ¿Son estos medicamentos parte de la rehabilitación o parte del castigo que nos dan por haber infringido la ley?”
Otra estudiante, llamémosla Antígona Pérez, reflexionó incisivamente en su escritura sobre la irracionalidad sádica de la ideología penal, de la que ella y sus compañeras de cautiverio son víctimas: “Las leyes impuestas por cuerpos legislativos para procesar criminalmente a los seres humanos en Puerto Rico son unas de ideología primitiva que evidentemente no van acorde con la vida de ningún ser humano. Más allá cuando la pena impuesta sobrepasa las expectativas de vida. El proceso llevado a cabo y en el cual se enjuicia y sentencia a un ser humano mas allá de ser un proceso rehabilitador es uno de venganza y castigo continuo”.
En su escrito, esta estudiante describe detalladamente las injustas e injustificables condiciones de vida a la que es sometida la población penal en conjunto y denuncia la hipocresía institucional e incongruencias entre la propaganda rehabilitadora y la realidad cotidiana en la cárcel. Entre sus señalamientos insiste en reivindicar la educación como un derecho fundamental que, sin embargo, le es negado sistemáticamente a la mayor parte de las prisioneras y administrado arbitrariamente como un privilegio a discreción del poder carcelario: “El sistema educativo dentro de una población penal es casi inexistente pues está sujeto a cambios constantes por el sistema de seguridad establecido (…) que cambian a su antojo la forma en que se imparte la educación… (…) Para el sistema no es conveniente tener una población educada porque la educación es la mayor arma que puede tener un ser humano. Pues lo que caracteriza al personal que trabaja con esta población es su carácter autoritario y ese sentimiento de poder que los embarga y que va por encima hasta del reglamento impuesto por el Departamento de Corrección y Rehabilitación, violentando una y otra vez el derecho que se supone cobije al confinado y lo proteja del trato cruel al que es sometido…”
Reforzado con los testimonios de las prisioneras, el estudio crítico del poder penal del Estado evidencia que la realidad objetiva de las condiciones de existencia en las cárceles contrasta radicalmente con los primitivos artificios ideológicos que todavía moldean el imaginario de justicia penal en el siglo XXI. La evidencia histórica contradice las ficciones jurídicas modernas que justifican la pena de reclusión como mecanismo efectivo contra la criminalidad, como castigo ejemplarizante, garante disuasivo de la delincuencia e imperativo de la seguridad social. La creencia en las virtudes y utilidad práctica del encierro carcelario es especulativa y carece de fundamentos científicos. La experiencia empírica acumulada en infinidad de datos estadísticos a nivel mundial confirma el carácter ficticio e ilusorio de los credos carcelarios. Cualquier reflexión intelectual que considere de manera crítica e imparcial la evidencia histórica acumulada hasta el presente llegará a conclusiones similares: que la propaganda institucional del sistema carcelario es fraudulenta; que los fundamentos de sus prácticas represivas, disciplinarias y punitivas radican en suposiciones imaginarias desarraigadas de la realidad; que la mentalidad carcelera -predominante entre las autoridades legislativas occidentales desde el siglo XVIII- ignora sistemáticamente las complejidades constitutivas de la psiquis humana para encuadrar el perfil de los condenados en los estrechos moldes ideológicos del anacrónico sistema de opresión penal de la Ley.
Al margen de las modulaciones retóricas y reformas estructurales-institucionales, la pena/violencia de encierro carcelario se conserva aún como denominador común en todos los registros del Derecho Penal; y a pesar de la probada improductividad social de la pena de confinamiento y del evidenciado fracaso de su programa político “rehabilitador”, todavía los cuerpos legislativos modernos la enaltecen como una práctica necesaria y útil para “la sociedad”.
La ignorancia generalizada sobre la historia política del Derecho Penal y, en particular, sobre la primitiva ideología y práctica carcelaria, no se debe a falta de información o ausencia de críticas radicales y alternativas prácticas. El carácter violento, vengativo y cruel del poder penal en la actual condición de época no es cualitativamente diferente al de las épocas o contextos históricos que le antecedieron; y el primitivo objetivo domesticador-disciplinario -de (re)programación psicológica, colonización ideológica y encuadramiento moral- no es sustancialmente diferente al de épocas pretéritas. La palabra “rehabilitación” (re)aparece como eufemismo de los primitivos objetivos punitivos del Derecho Penal, y opera en el discurso de la Ley como encubridora de su despotismo imperialista, de su violencia fundacional y de la crueldad vengativa que anima y sostiene el conjunto de las prácticas penales, indistintamente de sus modalidades concretas, variantes e hibridaciones históricas. La Ley hace el delito e impone, de manera mecánica, un castigo para sus detractores. Bajo sus dominios el castigo es, invariablemente, un acto vengativo. El encierro carcelario pertenece a esta arcaica lógica punitiva; y la rehabilitación es, como era antes, una racionalización calculada en función de sus objetivos políticos.
La institución carcelaria es residual anacrónico de las mentalidades que han dominado la sádica imaginería penal de los estados de Ley, en todas partes y en todos los tiempos. La primitiva ideología represiva, punitiva y carcelera que moldea el Derecho Penal entorpece las posibilidades de abordar de manera alternativa la cuestión de lo criminal y de atender efectivamente las aspiraciones ciudadanas de seguridad y justicia social, condensadas entre los preceptos humanistas de los derechos políticos constitucionales. El desconocimiento de la historia política del Derecho Penal y sus estrechos vínculos con la vida social, singular y colectiva, es una condición agravante de los obstáculos intelectuales para comprender y lidiar con el asunto de lo criminal y las paradójicas políticas estatales que lo han acaparado históricamente. La repetición acrítica de la literatura jurídica y variantes políticas, filosóficas y religiosas e incluso científico-sociales, que tratan el tema en base a la primitiva creencia en que la potestad represora y punitiva del Estado es condición natural, inherente e inalienable de la vida social, refuerza las dificultades de una práctica teórica radicalmente alternativa.
Además de los intereses económicos que circulan en torno al negocio carcelario y sus sucursales rehabilitadoras, la creciente dependencia económica de un amplio sector poblacional en la existencia de las instituciones penales también entorpece las gestiones alternativas. El salario de la fuerza laboral empleada por el sistema penal del país depende en gran medida de no cuestionar a su empleador, y quienes más ganan menos vacilan en legitimarlo y defenderlo incondicionalmente. Esta lógica es característica de todas las sociedades capitalistas contemporáneas y sus respectivos estados de Ley, y el sistema penal es uno de sus principales soportes preservativos.
Pero la realidad trenzada en la ideología y prácticas del sistema penal es todavía más compleja y tiene infinidad de ramificaciones que no pueden reducirse a los criterios mencionados. No obstante, la evidencia histórica del fracaso de la idea del castigo en general y de la pena carcelaria en particular como garantes de la seguridad, de la convivencia ciudadana y la justicia social, es contundente. También la evidencia histórica demuestra el carácter fraudulento del discurso rehabilitador, que opera como el principal eufemismo ideológico legitimador de la primitiva potestad punitiva del Estado, de la naturaleza vengativa de la Ley y de la crueldad carcelaria.
Incluso desde una perspectiva institucional conservadora, las estadísticas oficiales evidencian la impotencia histórica del sistema penal para cumplir sus objetivos políticos y materializar sus promesas retóricas. La evidencia histórica demuestra que los índices de criminalidad están directamente ligados a la creación de leyes penales; que el objetivo intimidatorio de las penas siempre ha sido especulativo y que la amenaza de castigos nunca ha tenido los efectos disuasivos imaginados; que las mismas tipificaciones delictivas se han preservado en el devenir de los tiempos y las personas no por ello han dejado de delinquir; que el acrecentamiento en la severidad de las penas tampoco mitiga la voluntad que mueve los actos delictivos y, sin embargo, constituye una práctica de abuso de poder y crueldad.
El discurso de la “rehabilitación” ha sido objeto de numerosas modulaciones retóricas desde el siglo XIX y, no obstante, siempre ha sido parte integral del castigo carcelario impuesto por legislación penal y sin guardar relación alguna con sus contenidos, mandamientos y prohibiciones, también variables históricamente según la racionalidad penal dominante en los cuerpos legislativos. La Ley crea el delito e impone la pena, sus gradaciones de severidad y el tiempo de la condena. En la actual condición de época, en la que predomina el modelo de rehabilitación “terapéutica” como matriz ideológica del Derecho Penal, el sujeto de la pena sigue siendo estigmatizado para hacerlo encajar dentro de los programas -generales e “individualizados”- de modificación de conducta y moldeamiento de personalidad. Sin embargo, si se deroga la legislación penal, ese mismo sujeto, automáticamente, deja de ser “delincuente” y en el acto se revelan fraudulentas todas las argumentaciones que hasta entonces justificaban “rehabilitarlo”. Así pasó, por ejemplo, en los tiempos en que se condenaba por los delitos-pecados de brujería y herejía y por el crimen “contra natura”; y cuando se criminalizaba a los usuarios, productores y mercaderes de alcohol bajo el régimen prohibicionista. La mayor parte de la población penal sigue siendo estigmatizada por usar o comerciar con drogas ilegalizadas, y el negocio de la rehabilitación lo consiente a conveniencia. Todavía incluso el derecho de la mujer sobre su cuerpo y potencia reproductiva sigue siendo un delito en el Código Penal vigente, y una mujer que se practique un aborto fuera de las regulaciones prescritas es considerada criminal y, si condenada, también se hace objeto de rehabilitación moral. Asimismo el comercio sexual consentido entre adultos, como la prostitución, sigue proveyendo “clientela” al negocio rehabilitador.
La pena carcelaria es cruel en sí misma, y ninguna teoría criminológica o penológica justifica los suplicios existenciales de los condenados. Incluso desde la propia perspectiva institucional la práctica carcelaria se ha evidenciado contraproducente al proyecto rehabilitador y, además, radicalmente antagónica a sus principios formales.
Al parecer, la antiquísima práctica de enjaular seres humanos es sintomática de una suerte de psicosis social que no tiene sus causales en la naturaleza humana sino en el carácter perverso, vengativo y cruel, que le es inherente a los imperativos de la Ley. Más allá de los aparentes fundamentos racionales que legitiman la pena de reclusión carcelaria, es posible rastrear indicadores sugestivos de serios trastornos psicóticos tanto en la legislación penal existente como en la severidad de las sentencias judiciales. Entre los rasgos distintivos de esta compleja condición psicopatológica sobresale el profundo desarraigo con la realidad. A pesar de la contundente evidencia histórica y del inmenso cúmulo de estadísticas que develan el carácter ilusorio de esta práctica punitiva, sus celadores manifiestan invariablemente los delirios atávicos inducidos con fuerza de Ley en los códigos penales y en los reglamentos disciplinarios institucionales.
La institución carcelaria en la actual condición de época sigue arraigada en una primitiva mentalidad represiva y vengativa que contradice, entorpece y hasta imposibilita la finalidad educativa. Desde una perspectiva pedagógica humanista, castigar en vez de educar solo acrecienta el sufrimiento, deshumaniza y enferma. La anacrónica constitución de las instituciones carcelarias destruye el propósito pedagógico prometido por el discurso y propaganda de la rehabilitación, y en la práctica sabotea sistemáticamente las iniciativas educativas; su lógica disciplinaria-punitiva suplanta la educación por tormentos de aburrimiento; y la represión institucional solo satisface, si acaso, la voluntad vengativa de la Ley y la psiquis sádica de la autoridad carcelera.
Antes de finalizar, quisiera poner en evidencia otra de las arbitrariedades reglamentarias que agravan las condiciones de existencia de las mujeres encarceladas y que afectan dramáticamente a nuestras estudiantes. Para las prisioneras en máxima seguridad el reglamento dispone que bajo esa clasificación estigmatizadora les sea prohibido el contacto físico con sus familiares y que durante el breve tiempo de visita –limitado a una hora, dos días al mes- la relación se sostenga a través de un cristal. Sabemos que no existen fundamentos científicos que lo justifiquen, y que esta imposición reglamentaria se basa en especulaciones prejuiciadas en base a estigmas de peligrosidad y requerimientos paranoides de seguridad impuestos por la sinrazón penal y sus administradores. Sin embargo, a pesar de esta insensible y deshumanizante realidad, la cárcel de Vega Alta no tiene esos cristales infamantes. Lo cierto es que, a pesar de los crueles e irracionales requerimientos reglamentarios, las prisioneras de Vega Alta, aunque siempre encadenadas, reciben sus visitas en salas abiertas sin estas restricciones corporales. Aunque puede juzgarse como una suerte de negligencia administrativa, en realidad nunca se han reportado inconvenientes y con el curso de los años se ha convertido en evidencia infranqueable del carácter absurdo, irracional y arbitrario del uso de cristales. No obstante, este año la administración carcelaria mudó prisioneras de la cárcel de Vega Alta al complejo carcelario de Bayamón, donde sí existían salas de visita con cristales y, a pesar de que durante años las mujeres encarceladas recibían sus visitas sin esas restricciones, le fueron impuestas por arbitrariedad administrativa, acrecentando las precarias condiciones de existencia de las prisioneras e intensificando la cruel severidad del castigo de reclusión. Durante años estas mujeres, a pesar de prohibirles sus libertades civiles, ejercían derechos humanos esenciales como lo el derecho de abrazar a un ser querido, el de un hijo besar a su madre encarcelada y esta madre corresponder su amor con caricias.
Citaré un fragmento del testimonio más reciente de una de nuestras estudiantes confinadas y forzadas ahora a sufrir el maltrato institucional de las visitas entre cristales. Durante la espera por la oficial de custodia que la llevaría en cadenas a la sala donde vería a su familia por vez primera a través de cristales, Julia confesó que se sentía ansiosa, deprimida y nerviosa. Atendamos en sus propias palabras lo que nos narró de esta terrible experiencia: “Cuando veo que (la guardia) abre una puerta que no es la que acostumbro a cruzar para visita, comenzó mi corazón a palpitar, los temblores empeoraron y no me podía controlar. Al sentarme, ver a mi hija detrás del insensible y frío cristal, no pude contener mis emociones y lo que salió fue un mar de lágrimas que casi no podía hablar. Mi nena actuó natural y como si nada (obviamente lo que tiene son 5 añitos, no se puede esperar más de su corta capacidad), yo al contrario, del mismo nerviosismo y de la incertidumbre de no poder abrazarla y de no saber qué hacer, la veo que toma el teléfono y comienza a hablarme, la oficial me toca y me dice: “…toma el teléfono para que la escuches”. Ahí es cuando reaccioné, tomé el teléfono y le comencé a hablar pero con mi voz temblorosa y en llanto, prácticamente toda la visita la pasé así…” Y más adelante en su escrito se pregunta: “¿Qué tiene que ver la seguridad con que una madre pueda abrazar y besar a su hija(o), quien no la tiene a diario y solo la puede tener por una miserable hora y uno o dos domingos al mes? (…) ¿Acaso no basta con tenernos la hora de visita entera con “grilletes” en los pies…” Y se responde a sí misma: “Parece ser que en el Departamento de Corrección lo que hay es una manada de crueles e insensibles “personas”, que no conocen lo que es el amor de una madre hacia sus hijos y la importancia de esta relación para nosotras, las privadas de libertad. (…) Además, si ya me privaron de libertad, ¿qué más castigo me quieren dar, privándome del amor y cariño de mi hija…?”
Relatos similares abundan entre las prisioneras, y los sufrimientos y daños emocionales son comunes a todas. Estas restricciones representan evidentes prácticas de crueldad institucional y constituyen tormentos psicológicos que agravan las terribles condiciones de existencia de todas las mujeres privadas de las libertades civiles por nuestro Estado de Ley. Desde nuestra posición como defensores de los derechos humanos, nos resulta indignante… Para quienes la dignidad del ser humano es inviolable, el acto de abrazar, de besar y acariciar a los seres amados, son derechos inalienables de la condición humana, y a ningún poder estatal o privado puede reconocérsele la legitimidad de impedirlos de manera absoluta.
Sentir el aliento entristecido de la persona amada; consolar su voz quebrantada con una caricia; aliviar con un abrazo las amarguras cotidianas que tanto duelen y tanto apenan; tomarse de las manos para compartir en silencio un mismo grito de angustia; son derechos humanos y no existe forma de autoridad alguna que justifique violarlos, como lo hacen sistemáticamente nuestras instituciones penales. Confortar con tacto humano el espíritu abatido, dolido y apesadumbrado de un ser querido, así de la madre encarcelada, así de la hija que el Estado ha raptado, es un derecho inalienable aunque los reglamentos lo nieguen y las leyes existentes consientan violarlo. Estos cristales infamantes afligen aún más a las familias heridas y rompen violentamente esos lazos de amor que a pesar de todos los pesares todavía las mantenían unidas en un abrazo, en un beso y en una caricia que hoy les son prohibidas.
Igual que la libertad de pensamiento y de palabra, la libertad de conciencia y de expresión, de información y de saber, el derecho a la educación es un derecho humano, y no admite discrimen por motivo alguno, trátese de la edad, del color de la piel, de la construcción de género, de la condición socioeconómica, de las creencias religiosas e ideologías políticas particulares, o del lugar de nacimiento o residencia en el mundo. Para construir una sociedad más justa y en armonía con los principios de los derechos humanos, es preciso derogar las disposiciones legislativas, reglamentarias y administrativas que agravan las condiciones de existencia de la población encarcelada y que, por las propias lógicas disciplinarias y vengativas de las instituciones penales, entorpecen el acceso a la educación y, de manera más dramática, de las mujeres aprisionadas. En lo inmediato y como un paso en la dirección correcta, elimínense los cristales infamantes y devuélvase a las prisioneras y sus seres amados el derecho universal al tacto humano.