Mañana jugaremos tranquilamente
Renata y Lapo quedan sentados en la cama. Se miran. Están agitados y aturdidos. Saben que la alarma solo se activa cuando los sensores, ubicados alrededor de la cabaña, captan movimiento.
Tan pronto sus pies tocan el suelo, llega el inconfundible retumbo desde la sala. Alguien trata de derribarles la puerta.
Confirman la situación en el monitor de imágenes que tienen en su cuarto. Están ahí. Vienen por ellos.
Sin titubeos, agarran sus rifles M4 que yacen listos a cada lado de la cama como dos ángeles de la guarda. Les son tan familiares que cada uno tiene un nombre: María Perfecta y Gimeno. Son los detalles que hacen de lo extraordinario algo más tragable.
Salen del cuarto. Lapo marca la delantera con la punta de su rifle. Renata calca rigurosamente los movimientos de su marido. No hacen falta palabras. Son una unidad de combate compacta, altamente entrenada y letal.
Al primero que ven es a Chubaca, su dogo argentino, parado en posición de alerta y ataque frente a la habitación de Paolo. El perro está adiestrado para afrontar situaciones como esas. Permanece inmóvil, su cabeza apunta hacia donde proviene el sonido. Nada distraerá al animal de su tarea, habría que matarlo primero antes de que algún extraño ose siquiera tocar al niño.
Ya en el área donde el pasillo conecta con la sala, el sonido es mayor. Lapo asume que las cerraduras de la puerta están por ceder. Son aparatos resistentes, inspeccionados al instalarse en la cabaña, pero seguro las golpean con algo bien sólido. Habrá que actuar.
Lapo señala con sus dedos la puerta del niño y Renata se dirige hacia allá para tramitar la salida. Acto seguido Lapo se mueve hacia la zona de la sala y se coloca tras una pared. Obtiene visión limpia y segura hacia la entrada. No ha bajado el rifle ni un segundo. Entonces respira profundo para que su pulso se aquiete lo necesario. La situación amerita estar en óptima función.
Como si lo viera en cámara lenta, sopesa lo que ocurrirá a continuación. Entrarán por la puerta pero la disposición de los muebles y la escasa luz les dejará poco espacio para maniobrar. Tienen dos opciones, ingresan todos de golpe o uno a uno. Ambas favorecen a Lapo y una vez dentro será cuestión de actuar raudo y preciso.
Las cerraduras no ceden pero sí un fragmento del marco de la puerta. Tal como Lapo lo había intuido, entran simultáneamente. La torpeza los delata, son principiantes, triste carne de cañón. Él los observa y sonríe. Bola de pendejos, dice para sus adentros.
El M4 hace acto de presencia. Las detonaciones ahogan los gritos de los cinco fulminados. Lapo aguarda lo necesario y luego se desplaza sigiloso hacia la puerta. La punta de su rifle parece una nariz rastreando la presencia del enemigo. Quiere corroborar los cuerpos y atajarle el paso a quienquiera esté afuera esperando. De repente, suenan varios disparos, pero solo alcanzan una pared. Provienen de la escalera. Lapo no pierde el paso ni el temple, ahora sabe que al menos uno de ellos se esconde allí.
Llega hasta a la puerta. Busca protección y visibilidad. Los disparos son de calibre pequeño así que basta la mínima oportunidad de hacer blanco. Una sombra cruza desde el cuarto de Paolo hacia la habitación de ellos. Es Renata actuando según lo establecido. Le silba y ella responde igual. Todo está bajo control.
Se concentra en el intruso de la escalera. No ha vuelto a disparar. Algo le dice a Lapo que el sujeto está muerto del miedo, sopesando sus posibilidades.
Sabedor que en momentos tales la ofensiva suele ser la mejor defensa, comienza a bajar el primer escalón, despacio para no tropezar con el ariete utilizado. Entonces el intruso comete su error fatal. Se asoma para huir y en un santiamén recibe tres balazos a la altura del cuello.
Lapo se aproxima al cuerpo. Mas es innecesario cotejar, nadie sobrevive al impacto de una ráfaga así.
¿Cómo llegaron hasta aquí? Es una de las muchas preguntas que se hace Lapo. Pocos conocen sobre los movimientos de su familia y dónde se alojan. La organización maneja con suma precaución dichos asuntos. Tendrá que indagar, claro, pero urge largarse ya.
De vuelta al pasillo, Lapo intenta disimular la escena reacomodando los cadáveres más allá de la puerta. Jamás ha sido prudente para un niño ver paredes manchadas con sangre y masa encefálica. Ahí se percata de que los que entraron solo traían machetes y el detalle le resulta curioso. Aunque realmente no es tan sorpresivo, Lapo y Renata han visto suficientes escenas en las que, en manos adecuadas, esos aparatos causan estragos.
Luego va hasta la cocina y consulta los monitores que tienen allí. Lo menos que necesitan es una emboscada que les complique la retirada. Pero no ve a nadie, al parecer eran solo seis.
—¿Cuánto falta para irnos? —pregunta a su mujer.
—Faltas solo tú— ella responde al tiempo que se para a su lado para cubrir la posición de Lapo.
—Todo limpio— dice él, aunque sabe que Renata se quedará ahí protegiendo a toda costa la única opción de salida que tiene la familia.
Sin perder ni un segundo, Lapo se pone los pantalones y sus botas. Recarga su rifle y se engancha el chaleco antibalas.
—Vamos— le dice a ella, y entre ambos cogen los pocos paquetes que siempre cargan a la hora de las huidas.
Lapo es quien marca el paso nuevamente. Le sigue Paolo, vestido con casco y un chaleco blindado confeccionado a su medida. Al lado izquierdo del niño camina Chubaca y atrás su madre. Se mueven rápido.
Abren la puerta del garaje, Renata monta los paquetes en la Range Rover mientras Chubaca y Lapo hacen guardia. El perro mira fijamente hacia la oscuridad, pero permanece tranquilo. Paolo también luce calmado, demasiado calmado para una situación como esa. Es increíble la capacidad de adaptación que alcanzan muchos niños.
Lapo también vivió esa experiencia. Él y su hermano fueron niños en eterna huida. Y se acostumbró a ello. Incluso vio morir a su padre, desangrado a causa de las balas. Tenía catorce años y jamás ha podido quitarse de la cabeza la imagen de su papá aguantándole la mano y sonriendo en esos minutos finales. Renata también estuvo allí, es hija de uno de los socios principales del padre de su marido. Al igual que Lapo, conoce de primera mano la violencia y el desarraigo, la desesperación y el quebranto que produce la eterna huida. Igual conoce que a pesar de eso la vida continua. Por eso se aman tanto y pueden sostener su familia en condiciones tan extremas.
Como padre y madre ahora ven todo desde otra perspectiva y pueden manejarlo mucho mejor de lo que lo hicieron los suyos. Al menos, eso piensan ambos y lo hablan muchísimo cuando logran sacar un tiempo para ellos dos.
—¿Qué traes ahí? — Lapo le pregunta al niño al montarlo en la guagua.
El chico lo mira con cara de duda. Lapo se acuerda que trae puestos unos tapones en los oídos para que los disparos no le molesten tanto. Le extrae uno y repite:
—¿Qué traes ahí?
Paolo le regala una de sus miradas pícaras y bellas.
—Mira— y el chico abre su mochila Fjällräven para mostrar el contenido: una porción de piezas Lego, seleccionada por él mismo para el caso de huidas de emergencia.
Lapo nota el entusiasmo del niño y se emociona. Se le aguan los ojos. Se quiebra. Sin embargo, no es hora de llorar ni de sucumbir ante la zozobra. Para espantar las ganas le quita el casco, revuelca su pelo y le da un beso en la frente. A Lapo le fascina que, a pesar de todo, el chico mantenga sus prioridades claras. Él hubiera hecho exactamente lo mismo.
Paolo cierra su mochila como quien esconde un tesoro. Su padre sonríe, lo monta en su asiento y le abrocha el cinturón. Chubaca sube a su lado y Renata, atenta a toda la escena, hace lo mismo.
Cuando va a poner la llave para prender el motor, observa a Paolo por el retrovisor. Su madre lo peina con las manos y le reacomoda el cinturón mientras murmura algo muy bajito. No la interrumpe, es una plegaria a Santa Rita que no terminará hasta que salgan de allí.
Prende el vehículo y coloca su rifle en una posición accesible. Le sonríe nuevamente al niño y, virándose hacia atrás, da varias palmadas en su rodilla cuando le dice:
—Se acabó por hoy, hijo. Se acabó. Ya verás, mañana jugaremos tranquilamente.