La comunicación desde el espacio
Sobre El haitiano que hablaba inglés de Edwin Quiles
Emparentado con la autoficción o la autoetnografía, con la crónica y con la novela, puesto que el texto parte del tropo más clásico, el de fingir que se trata de un documento encontrado, al abrir la tapa de este hermoso libro que incluye textos y fotografías, leemos sobre el proceso de construcción de una escuela primaria en Haití. Unos puertorriqueños se mueven a raíz del terremoto, el goudou goudou de 2010, a colaborar con algo en las labores de reconstrucción del país. El texto documenta la magnitud del daño del terremoto, las condiciones de la vida en la capital –con sus campamentos y su cultura del reciclaje, la violencia de la pobreza, con cifras sobre la cantidad de ayuda que está llegando y que no llega debido a los desvíos de la corrupción, proyectos semejantes que se construyen sin mediar la posibilidad del diálogo –que implica aprendizaje– con los habitantes, el espacio natural y la cultura del lugar, la capacidad de diligencia de los haitianos, su resistencia soberbia de siglos.El propósito, construir una escuela primaria para otro que la necesita, parece sencillo, mas es uno delicado y escribir sobre él, lo es aún más, puesto que se imponen las preguntas de ¿cómo evitar la mirada imperial? ¿Cómo evitar asumirse como un portador más de la consabida “carga del hombre blanco”? No hay país americano más lleno de estereotipos y prejuicios que Haití, segundo país libre de las Américas, como bien nota el escritor, hogar del vudú, de Papa Doc y Baby Doc, de los tonton macoutes. La respuesta la ofrece el propio texto. Al lugar al que se llega con intenciones de ayudar, hay que llegar con el conocimiento de que por más que se sepa de la vida, las circunstancias y los contextos propios, por más que se sepa de materias académicas, a cualquier lugar otro se llega sin saber, en calidad de aprendiz y se aprende desde la observación activa, la curiosidad y, sobre todo, la conversación. Los países caribeños estuvimos hermanados desde que las culturas nativo-americanas compartían desde sus rutas marítimas propiciadas por canoas, desde la esclavitud que nos iguala dolorosa y gozosamente porque las personas esclavizadas trajeron su cultura e intervinieron las islas pobladas de indios y europeos, desde que el contrabando y la piratería fueron casi la única manera de subsistir en islas abandonadas a su suerte por los imperios.
Precisamente, por haber sido botín de invasores es que hablamos hoy lenguas distintas, ininteligibles entre sí, y por eso es apropiado el título de este libro, puesto que la pregunta subterránea del texto es, precisamente, cómo aprender del lugar y sus habitantes antes de aventurarnos a intervenirlo, si no hay comprensión a partir de la palabra hablada. El haitiano que hablaba inglés traduce. Aparece en el prefacio. Aparece casi al final en la descripción del proceso de construcción de la escuela que implicó muchas conversaciones y debates con la comunidad, maestros y niños, con los trabajadores para encontrar el mejor modo de que el objetivo fuera uno común, compartido, en tareas y responsabilidades. Hacía falta un traductor para poder conversar, aunque además de palabras, en el libro se conversa desde los gestos e incluso desde el silencio. Así lo dice el narrador en el capítulo titulado “Diseñar en Haití”, página 97. Me parece que la cita que sigue representa la reflexión sobre la que se montan esta experiencia y el texto en sí:
Pocas veces un arquitecto tiene la oportunidad de salir de su espacio protegido y cerrado para adentrarse en otros mundos donde todo parece incierto, impreciso, incomprensible. Allí todas las suposiciones sobre lo funcional, lo simbólico y el proceso constructivo tenían que ser cuestionadas, repensadas, reimaginadas. En ese diálogo entre lo nuevo, entre las imágenes incesantes de la arquitectura, los espacios y la gente que veía y mi deseo de aprender e incorporar todo lo que se presentaba ante mis sentidos siempre insuficientes, se fue desdoblando el sitio donde debía elaborar el diseño.
La escuela debía pertenecer al sitio, comunicarse en un lenguaje común con el vecindario y sus gestos esenciales, sin ser necesariamente una mímesis de aquel, sin ceder su capacidad expresiva, sin dejar de hacer un gesto propio. A mi entender debía de ser un edificio moderno que conectara con la gente muy especialmente las niñas y niños, un gesto simbólico sobre la capacidad histórica de los haitianos para reaccionar, levantarse de las ruinas y construir el país de nuevo, sobre la importancia de la educación infantil en el proceso de reconstrucción, sobre la solidaridad y la dignidad.
Luego de esta aseveración y un análisis de sus implicaciones para el proceso de construcción de dicha escuela, el texto ofrece dos ejemplos. La construcción de un edificio para mujeres en Chiapas, México, sobre una loma. Ellas no querían ventanas mientras que el arquitecto las proponía como modo de fluir entre el espacio interno y el exterior, como fuente de luz, como un modo de acercarse a la naturaleza, estando resguardadas desde adentro. Decidir qué hacer ante la renuencia implica la disposición a conversar. ¿Por qué no quieren las ventanas? La respuesta de que se sentirían desprotegidas, expuestas. El señalamiento de la cima sobre la que está la construcción que ya protege en sí, las ventanas altas que protegen doblemente. Una prueba como ejemplo y la constatación de la alegría de las mujeres con el resultado. Otro ejemplo es la construcción de una cancha en un barrio de Santurce en Puerto Rico, en un lugar que la comunidad usaba como un batey para la reunión, habría resuelto un problema para el Gobierno y no para la comunidad que utilizaba el espacio, provoca otra conversación que implica la escucha desde la que se llega a la toma de decisiones.
Confieso que mi relación con Edwin Quiles es de admiración y respeto desde que leí su libro titulado La ciudad de los balcones, donde resalta la historia de estos espacios como arquitectura artesanal y marca su importancia porque son, a la vez, extensión de la casa y extensión de la calle, recibidor, ventana. La voz del arquitecto-escritor va recreando la vida de las poblaciones más marginadas de la capital desde una explicación de sus espacios y creatividad, con sus implicaciones para la cultura en el modo de pensar la disposición de la residencia y su relación con la calle. En aquella ocasión invité a Quiles al programa de radio mediante el cual me divertía en esa época reflexionando en público, que se llamaba “En su tinta”. Allí le comuniqué a Quiles que aquel era el texto de un arquitecto que además era escritor y que explorara esa mano. Aquel era un libro que partía de entrevistas para construir esa historia porque los artesanos y habitantes de las casas que historiaba en gran medida no habían sido históricamente dueños de la palabra escrita, por lo que sus relatos había que irlos a buscar desde la oralidad.
Confieso mi sorpresa cuando encuentro que las calles que se describen en ese libro, quizás desde un tono romantizado, aparecen nuevamente en Puerto Príncipe en el libro que presento hoy. Son calles atestadas de personas que fluyen por ellas ofreciendo mercancías a viva voz o usando sus espacios como lugares de recreo. Son calles en las que se recicla por necesidad, pero también calles en las que se canta y se pinta y se fríe y se come y se defeca. Por ende, están llenas de ruidos y olores y colores y sabores estas calles. Son calles vivas porque sus habitantes se niegan a dejar de sobrevivir, aunque ese ambiente que se describe en este caso está desprovisto del toque romántico del libro sobre Santurce, supongo que debido a que caminar esas calles también implica la constatación de la violencia que implica la exclusión.
Lo que quiero decir aquí es que he aprendido mucho leyendo los escritos que nos regala Edwin Quiles. Nos ofrece un libro que está expresamente publicado con la intención de recaudar fondos para comprar los paneles solares que suplirán de energía a la escuela. De antemano sabemos que es un libro que cuenta un proceso de ayuda a otro país en crisis. Abrimos la tapa pensando que sabemos lo que encontraremos. Sin embargo, el libro ofrece una mirada honesta que explora la posibilidad de la comunicación que, para que se de, tiene necesariamente que partir del conocimiento de que cuando yo me enfrento a ti, no sé nada. Necesito callar y escuchar y permitirte que me expliques qué te hace falta, lo cual también implica hacerse vulnerables, puesto que se acepta que de este proceso no se saldrá siendo los mismos.
Finalmente, es Quiles quien monta el relato y diseña los planos para la escuela que se construirá pero queda claro en el libro que no es él quien es protagonista sino la comunidad, la de aquí y la de allá, el colectivo que trabaja en este proyecto que incluye a los niños que usarán la escuela –se construye una escuela porque en la crisis no hay que renunciar a aprender sino afirmar que aprender es imprescindible para salir de la crisis. Además, de acuerdo con los usos del lugar, la escuela también fungirá como centro comunitario. Los autorretratos de los niños forman un mosaico que saluda la entrada del lugar, que tiene un huerto para la autonomía alimentaria, inodoros con pozo séptico, cocina y, luego de que nos involucremos nosotros también, tendrá además electricidad.