Ocupar y expulsar
En medio de la primera ola de movimientos de protesta del decenio, que luego desembocaría en la franquicia global “occupy”, Saskia Sassen adelantaba unas notas de lo que estaba investigando en ese momento, para una pequeña audiencia que se congregó a escucharla en el Centro Para Puerto Rico. Esto debió haber sido mayo del 2010, la UPR estaba ocupada por los estudiantes, en huelga contra la imposición de la hoy derogada cuota de $800. Por ello el simposio universitario, originalmente pautado para celebrarse en la facultad de pedagogía del recinto ríopedrense, tuvo que ser trasladado a la también sede de la fundación de la exgobernadora Sila M. Calderón.
La presencia de Sassen en Puerto Rico se dio en un momento neurálgico, y escucharla esa mañana, a pasos del “case study” del conflicto universitario, producía cierta incomodidad. Nada raro, simplemente lo obvio, como el “¿qué hacemos aquí refugiados en el flamante edificio mientras Roma arde allá afuera?”, “cuan absurdo es dedicarnos al discurso cuando la calle nos llama”, “¿seremos insolidarios rompe-huelgas los aquí reunidos?”. Todo en un clima que ya venía caldeándose, con profesores y estudiantes tomándose muy en serio la naturaleza de un debate que se enmarcaba en polémicas globales. Aún Carlos Pabón no había trazado la línea de “fungir como docente”, título de su polémica pieza en 80grados, y en general crecía la esperanza de que este conflicto universitario era algo más que un asunto de aumentos y cuotas, que aquí Puerto Rico era parte de un emergente malestar mundial.
O sea, que los de adentro se imaginaban en empatía con los de afuera, co-participando de los primeros momentos de un movimiento de alcance global.
Nunca había escuchado a la Sassen en persona, y aparte del contenido excitante de sus expresiones, y la enigmática risa coqueta con la que relataba su versión del apocalipsis social y político, me sorprendió su elegante manejo de las contradicciones que surgían del mero hecho de estar allí –ella en el podio, nosotros fungiendo como pasiva audiencia– cuando afuera un laboratorio de represión ensayaba nuevas dialécticas.
La sesión mañanera tuvo un profundo impacto en mí. Para ese entonces todavía me desempeñaba como decano de una escuela de arquitectura, había pasado el año de la más reciente acreditación del programa, y andaba pescando issues, en plena conciencia de que las tensiones sociales que levantaban las quiebras gubernamentales y la dictadura monetaria de los organismos acreedores internacionales estaban abriendo nuevas áreas de interés y temáticas para un campo, la arquitectura, que como dice el amigo y co-anfitrión de “Puerto Crítico”, Juan Carlos Rivera, “demandaba una repolitización y cuestionamiento de su marginal e inerte neutralidad”.
Sassen es de las intelectuales que más ha vinculado las lógicas del capitalismo tardío a fenómenos específicos del desarrollo de ciudades y regiones. Tenerla allí en medio de todo el desasosiego lo interpreté como un gran privilegio.
Esa mañana, acompañada de escalofriantes estadísticas, la Sassen circunscribió el gran espectro de conflictos sociales a un asunto, que ella llamó “las lógicas de expulsión”. Era algo así como un capitalismo cuya fase de expansión ya no necesitaba de productores ni consumidores, como en el viejo mambo, sino que su propia liquidez generaba riqueza, y que si antes la expansión implicaba el acceso a nuevos mercados y mano de obra barata, hoy el crecimiento se registraba mediante actos de amputación, expulsiones, por así decirlo, de excesos.
Bajo esta realidad la gente ahora sobra, y el Estado, siempre atento a las necesidades del capital global, debía tomar cartas en el asunto y desplegar la estrategias de retranqueo social, las “soluciones finales” para un exceso de recurso humano y también, según Sassen, de consumidores.
Si el exceso humano debía ser decomisado, por un lado, el acceso y monopolio de las materias primas era la otra gran lógica del capitalismo contemporáneo, que ahora abolía fronteras nacionales aprovechándose de los territorios atribulados por la crisis social producto de sus excedentes de mano de obra. Sassen habló de la Coca Cola bebiéndose las reservas de agua de toda una región en India, habló de la pampa argentina y cómo la codician desde todos lados, y habló de las prisiones como grandes recipientes de expulsados, el endurecimiento de las políticas migratorias, el hacer más inaccesible la educación, el desechar generaciones enteras que ya no harían falta en la nueva reconfiguración del capital global.
En aquel Puerto Rico del 2010, con Fortuño al mando, los análisis de Sassen parecían ser la voz del documental cuyas imágenes estaban por todos lados.
Desde mi interés como decano en busca de temas con los cuales radicalizar las discusiones académicas, mi primera co-relación entre Sassen y su tesis de expulsión de segmentos completos del cuerpo social, y el Puerto Rico que ya sufría la Ley 7, se dio mirando el abandono de vecindarios enteros en San Juan. Pensé en la presencia excrementicia de los ahora estorbos públicos y la infraestructura colapsada, que daban fe de un banquete de capitales cuyos nutrientes se habían largado a otra parte, mientras que a nosotros nos tocaba la mierda de ciudad, con un Estado indiferente e incapaz de disponer de ese exceso. Mi traducción del asunto humano a la cuestión material se dio en el territorio; lo que en Sassen eran personas, en mi universo eran barrios, manzanas, edificios.
Cuando retomé el interés de la Sassen de seguirle la pista a las materias primas que resurgían en el drama geopolítico a pesar del auge de una economía de lo líquido e inmaterial, me topé nuevamente con un Puerto Rico deslucido y agotado, donde aun su naturaleza, tan poéticamente celebrada, había sufrido décadas de desarrollo y rapacidad boricua, luciendo más bien triste y poco estimulante como mercancía de valor turístico. Para turismo urbano, Miami y hasta La Habana, con todo y su deterioro, venían a la imaginación antes que el malogrado triángulo dorado del “branding” rossellista.
Se ha dicho que la materia prima de Puerto Rico es su gente. Una fuerza laboral de gran preparación técnica, dicen. Sassen, acababa de afirmar en medio del simposio que particularmente esos, los jóvenes bien preparados, también sobraban.
A tres años de mi mañana con Sassen muchas cosas han cambiado. Al mes de haberla escuchado ya no era decano, y me tocaría experimentar mi propia dosis de expulsión, que hoy me lleva a la “solución final” del exilio migratorio. Lo que fuera “case study” experimentado desde las cómodas butacas del Silabario, como algunos le llaman al Centro para Puerto Rico, hoy es asunto de la carne propia.
En el terreno de las tensiones sociales, la marca “occupy” ya es un motif recurrente en revueltas cuya raíz es, precisamente, la expulsión a la que induce el endurecimiento de las condiciones de vida, ya sea encareciendo el transporte público (Brasil), o el acceso al espacio público (Turquía). También se añade aquí el catálogo de reacciones desde el poder, que van desde la aparente apertura de Dilma, hasta al manoplazo de Putin contra los gays, cuya lucha por la integración, que ha tenido notables victorias en EE.UU., no borra el hecho de que es la expulsión, en todo caso, la agenda más importante de Estado, siguiendo el evangelio neoliberal.
Ocupar, por más trivializado que pudiera sentirse hoy frente al abuso mediático del término es, frente a la expulsión entronizada, un recurso real y simbólico para nada despreciable. Si el abandono urbano, a la Detroit, es el escenario del teatro del expulsado, la ocupación del signo edificado del poder (la sede del gobierno del estado de Florida para los que protestan el veredicto de Trayvon Martin) o del espacio público amenazado por intereses privados (el Gezi Park en Estambul), es más que un operativo mediático. Hoy, ocupar, es la acción política que mejor re-introduce la materialidad a una narrativa que insiste en encuadrar la prudencia gubernamental desde la liquidez abstracta de los números, de donde extrae su propia razón legitimadora.
En Puerto Rico los intentos de reconstituir esta estrategia ocupadora no han sido del todo exitosos. Existen razones obvias, como la naturaleza misma del desparrame urbano y la despeatonalización del territorio que diluye la lectura del espacio y de su condición pública. A esa indiferenciación espacial, que es fábrica de enajenación, le sobreviene como mecanismo de defensa el contra-ataque social de la claque, el corillo, la juntilla, los míos. Por más entendible que sea este vuelco a la tropa, no deja de ser una lógica de exclusión de factura vernácula. Aquí los propios expulsados, antes que reconocerse como tal, internalizan los vectores de expulsión del Estado, haciéndolos suyos, puertorriqueñizándolos.
Mi reciente careo feisbuquiano con el asunto de la migración boricua, y las insinuaciones de deslealtad y claudicación, por un lado, y después mi insistencia en hablar de la complicidad del expulsado que convive en el territorio con la máquina expulsadora, revuelca hormigueros. Insisto, el apego a la claque, desde donde se mira y reclama superioridad moral, reproduce la lógica de las expulsiones del gran capital. Se declara así sobrante, como tantas veces se ha dicho, al que no ratifica los sabores de la diferencia, una diferencia concebida en singular, con un interior y un exterior.
La diferencia, que en principio debía ser una sustancia inapresable, adquiere consistencia mineral en el universo de la expulsión naturalizada como convención social. Desde la precisión estereotómica de esta diferencia prismática el afecto es una obligación, no una opción: los tienes que amar en su singular diferencia. Y si tu diferencia no es esa sino otra, desatarás una crisis afectiva; “ya no nos quieres será la queja”, y frente a ello el círculo entrará en una nueva fase de retranqueo excluyente.
Mi comentario no es complicado. Digo que en Puerto Rico tenemos una larga historia de sobrantes humanos. Que ha sobrado mano de obra tanto como individuos que no militan en el cuadro de familia y reproducción de la claque, profesionales y no-profesionales que no encuentran trabajo o cuyas ideas políticas no corresponden con los evangelios de los partidos mayoritarios, como articuló elegantemente el periodista Benjamín Torres Gotay en una reciente columna. Historias de estas expulsiones han sido relatadas, y muchas otras vendrán. A mí, sin embargo, me interesan las historias individuales, las que no son fáciles de circunscribir a las características de un grupo particular de expulsados. Y pienso que es en esas historias personales, no documentadas, donde se descubre una máquina de expulsión que no es del Estado, ni de capitales líquidos en pleno proceso de reconfiguración.
Hay un patrón social de expulsión que opera desde la claque, no desde los focos obvios de autoridad. Eso lo hace indetectable. Su camuflaje consiste en la adopción de múltiples identidades, las convincentemente progres y alternativas entrelazadas con las del bully del “locker room”. El fin es estigmatizar la diferencia cuando esta no entra en el contenedor homogenizante. Ironías de ironías, por cuanto lo diferente es oximorónico a procesos homogenizadores.
La voz del inmigrante, exilado, expulsado, como quieran llamarle, debe asumir un particular decoro y auto-limitación en su rol opinante, estoy descubriendo. Qué roles de participación, o espacios de opinión, pueden ahora resultar socialmente desautorizados por las claques es una revelación poderosa. Que haya un “kosher”, una etiqueta del que se fue hacia el que se queda, que sobreviene tan pronto la salida empieza a sentirse irreversible, es algo para lo cual francamente no estaba preparado.
Las claques no son sucursales del poder, pero una mirada detenida podrá descubrir que en su liderato existe alguna tangencia al poderoso, algún vínculo, alguna esperanza de acceso que, en lugares asediados como es el endogámico Puerto Rico, adquiere el valor de una moneda de cambio, un salvoconducto oculto bajo la manga (pero listo para usarse). Demás está decir que ese medio pie en el reino de los poderosos se presta para discretas y menos discretas manipulaciones.
Cuando la circunstancia del que se fue no encaja en los plantillas narrativas del “trabajo”, o el “huir de la violencia”, porque estamos hablando del expulsado –y no como acto voluntario sino como recurso de sobrevivencia personal–, resulta particularmente obsceno cualquier intento horizontal, no desde arriba, sino desde los lados, de intentar regular lo que este puede decir o pensar. Y cuando por fin el expulsado gana acceso a su propia ética, sin las imposiciones de las claques ni las policías morales, es una declaración de guerra intentar delimitar “preventivamente” el ámbito apropiado de su intervención. Casi casi estamos entrando aquí en el terreno del mal gusto. Y ni hablar de la doctrina política que “la claque” estaría usando aquí para justificar el intento.
Me habían advertido que eso pasaba. Y que mientras más lucidez uno ganara desde la distancia, más resentimiento levantarían las expresiones, por más cándidas que estas fueran. Así, la lucidez del aire fresco sería rearticulada como distorsión por la claque, en su desesperado intento por preservar la pureza del interior.
Culminaré estos apuntes recopilando algunas “expresiones cándidas”, para que no se me olviden, y para distraerme jodiendo, profanándoles el templo y los altares patrios:
- Puerto Rico está cómodo con lo que tiene. El alegado caos es en realidad una composición clásica, nada puede o quiere ser cambiado. Todos de alguna manera se sienten beneficiados y beneficiarios. La queja es una convención social, como dar los buenos días en el ascensor, no más.
- El autoritarismo y la moralización son rasgos del cuerpo social isleño, no una enfermedad exclusiva de las élites o de los partidos políticos. En realidad todo puertorriqueño es en el fondo un pequeño gran colonizador, por eso no se siente colonizado. La primera colonia que tendría que ser abolida viene de adentro.
- Toda conversación en Puerto Rico tiene alcances muy limitados. Quienes conversan se saben vigilados desde los oídos del otro, cuyos intereses uno no sabe, pero sospecha que están interrelacionados con sectores que representan alguna esfera de poder. Por ende, cualquier cosa dicha es potencialmente polémica. Ello desata ciclos de extremidad tormentosa. O es absoluta gritería, o es absoluto (y cauteloso) silencio.
- El manejo de los asuntos no se da desde una ambición discursiva. Se debate pre-discursivamente. Hasta la poesía se cuela antes que el recurso crítico. Acaso la irrupción poética pone en evidencia que lo dicho es nada.
- La envidia es epidémica en Puerto Rico. Descubrir el placer de algo dicho, hecho o poseído por alguien, es el comienzo de un muy jodido deseo de tenerlo. Eso quiere decir que la generosidad y la solidaridad son estados de excepción, no la constante de una estirpe que aún se imagina hospitalaria.
- Hay mejores Puerto Ricos afuera. Un ejemplo: Chicago.
- Mentir es el consenso. Por eso el chisme subterráneo es material histórico, y digamos que hasta más objetivo que la expresión públicamente documentada.
- El cuerpo limpio y el espacio público invadido de basura, es Puerto Rico. No lo digo con auto-desprecio, simplemente lo digo.
Ya puedo escuchar los contra-argumentos de las cosas maravillosas que están pasando, de las nuevas generaciones que se avecinan (cual retórica de “niños índigos”), de la negatividad y la queja “que nos destruye” (y que “debemos dejar a un lado”), y por ahí se colará la negación vestida de esperanza, y la vuelta al fin común bajo la ley de la claque. Todo será celebración allá adentro. Hablarán de una atmósfera limpia y rejuvenecida. Se regocijarán en su propio eco las voces que se imaginan suficientemente diversas. Y al tiempo alguien asegurará tener la evidencia de que el aire es menos tóxico, que por fin está libre de impurezas profanadoras, todas felizmente expulsadas.
*Ilustración de portada, LA PANDILLA