Para resistir y construir: «Las propias» de Ariadna Godreau Aubert
Compartiré con ustedes mis reflexiones producto de la traducción, interpretación y apropiación que hago de las palabras de Ariadna Godreu Aubert en su libro “Las propias: apuntes para una pedagogía de las endeudadas”(Educación Emergente, 2018). Lo haré como lo hago todo: desde mis identidades- mujer, puertorriqueña, feminista, abogada y compañera. Esas identidades, lo reconozco, pueden pesar como bloques de cemento y resultar violentas, cortas y excluyentes, pero a ratos las construyo como tablas de salvación. Esas identidades me permiten acercarme al libro desde el amor, la empatía y la certeza de que merezco —merecemos— ser feliz.
El libro se compone de varios ensayos de Ariadna. Temas diversos como la deuda, las promesas, las endeudadas, la felicidad, la legitimidad, los derechos humanos, la ley y el derecho, entre muchos otros, son presentados por la autora como palabras que se pueden tocar. Ella misma nos dice, en el prólogo, que Las propias… no pretender ser un libro “académico, jurídico o tan abstracto que fuera imposible señalar el lugar de la austeridad, la rabia, la ternura, la protesta, la cuerpa”.
Son lecturas, soy sincera, que duelen. Duelen porque su contenido habla de hoy, de nosotras, nuestras madres e hijas, de nosotras- las endeudadas. En nuestro país, esa identidad de endeudada se ha puesto de moda de un tiempo para acá. Me pregunto si hay una diferencia entre ser una persona deudora o una persona endeudada. Parecería que lo primero suena más aceptable, acaso porque se representa como un parte de un binomio ultra conocido, el de los contratos. Tú me prestas, yo te devuelvo lo que me prestaste y te pago por habérmelo prestado. En esa transacción hay un espejismo de agencia; nos creemos que de verdad fueron nuestras manos las que firmaron el contrato; nos creemos que es verdad que prestamos nuestro consentimiento libre e informado- cuando en realidad nunca leímos las letras chiquitas y no advertimos que cuando firmamos para adquirir una vivienda con una hipoteca, lo que el banco interpreta y ejecuta es que hipotecamos nuestras vidas.
Entonces, las diferencias entre ser una persona deudora o una persona endeudada se tornan difusas. Todo esto me hace recordar la primera vez que me supe deudora. Hace bastantes años, caminaba yo por la Universidad de Puerto Rico cuando me encontré con decenas de muchachas caminando con peluches en la mano. Es posible que hubiera muchachos también pero yo recuerdo muchachas. Me acerqué a la mesa donde entregaban los peluches —en el Centro de Estudiantes— y de allí salí con peluche en mano y una promesa de tarjeta de crédito. Visa o Mastercard. Ya no recuerdo. Si recuerdo que la tarjeta llegó a mi casa y era muy bonita pues tenía mi nombre y una imagen de la Torre de la Universidad. Esa tarjeta representaba, me decían, el primer paso a una vida llena de satisfacciones financieras que me llevaría a un crédito excelente y muy buenas ofertas hipotecarias para la compra de mi primera residencia. A mis 18 o 19 años, me sentí muy universitaria, muy adulta y muy ciudadana.
Siete años después, ya abogada, desperté azorada en medio de la noche preguntándome de donde sacaría el dinero para realizar el pago mínimo de $250 dólares de la tarjeta. Tenía que decir entre pagar la tarjeta o la electricidad. Finalmente, resolví esa primera ansiedad de la única manera posible: con un préstamo personal. Ha pasado el tiempo y todavía no soy dueña de una casa, ni tengo hipoteca. Y más curioso aún, dedico parte de mi vida profesional a decirle a las personas que no le crean a los bancos cuando les dicen que este es el momento de comprar —de esa manera tan “como quien no quiera la cosa” que tienen especialmente los Bancos— de dejarte saber que esa casa reposeída es un gran bendición para ti y no el resultado de un sistema que se rompió y que representa una de las peores pesadillas de una persona: quedarse sin vivienda.
Desde su título, “Las propias, apuntes para una pedagogía de las endeudadas”, Ariadna propone un accionar y un pensamiento transgresores: de las llamadas endeudadas hay saberes, conocimiento, prácticas de las que no solo vale la pena hablar, sino también escribir para que otras leamos, discutamos, veamos. Cuando decía que la lectura duele, me refería precisamente a eso. Cuando una es una de esas endeudadas y se ve retratada, y ve a su mamá, y a sus sobrinas, y ve a las mujeres con y para quien trabaja, algo se estremece. Duele pero es bonito. Es bonito porque una se sabe parte de un conglomerado de distintas resistencias que son las que permiten que hoy esté aquí hablando con ustedes. Son esas resistencias- de hecho- las que prueban que somos un país- porque cuando abrimos los ojos a las 3 de la madrugada del 20 de septiembre de 2017 por el ruido del huracán, fuimos las caras, las manos, las cuerpos de esas resistencias las que salimos a la calle a reclamar nuestro derecho —no a recibir solidaridad— sino a ser solidarias. Lo vi —mujeres de Taller Salud, como de otros colectivos y organizaciones feministas y de derechos humanos— secándose las lágrimas para velar por otras mujeres en Loíza. Lo vi en las resistencias de nuestra diáspora —la nuestra, la de abajo—, la que se fue con amor y por carencias, pero que nunca nos ha dejado solas. Lo vi cuando una cajera de un fast food le informó a un cliente, luego de una fila de tres horas, que “por tres pesos te llevas un hamburger, unas papas y un refresco bien grande” luego de que él le preguntara cómo podía comer más pagando menos. Cuando en Puerto Rico nada hubo, fuimos las endeudadas las que sacamos la cara por el país.
Más que de las deudas que nos quieren imponer, Ariadna habla de las deudas que otros tienen con nosotras. Esas deudas, una vez reconocidas desde la mirada de una mujer, activista, compañera, abogada, sobreviviente, y endeudada en resistencia como lo es Ariadna, cambian los muñequitos de manera tal que advertimos que los buitres nos deben tanto y tanto que son ellos los que nunca podrán saldar sus cuentas con nosotras. Aún así, todos los días luchamos y lucharemos por hacerles pagar.
El discurso de las crisis, lo sabemos, cuenta entre sus pretensiones políticas el invisibilizar la pobreza nuestra de todos los días. La palabra crisis de por si significa “cambio profundo y de consecuencias importantes en un proceso o una situación, o en la manera en que estos son apreciados”, según la RAE. Así que cuando alguien llama crisis a algo hay que preguntarse por qué. Hablarle de crisis a las mujeres y a las personas pobres es como hablarles de monitos a Tarzán, como una vez escuché decir a Andrés “Cucho” Pérez Camacho, productor del programa Alborada de Radio Universidad. La pobreza de las mujeres, lo sabemos, es un mal histórico que no solo documenta carencias económicas sino emocionales y estructurales. Siempre ha estado.
La identidad de endeudada es otra cosa. Es una identidad que el poder pretende imponernos para hacernos cómplice de las violencias contra nosotras. En el momento en que me reconozco endeudada, acepto una culpa y un deber. La culpa puede ser cualquier cosa, desde quién me manda a votar popular, quién me manda a votar penepe, quién me manda a no votar por el ppt-
ni Lúgaro-ni el pip, quién me manda a ser vaga, o a no leer el periódico, o a que me gusten los conciertos de reguetón en el choliseo, o simplemente a nacer aquí. El deber es uno y simple: pagar. Pagar como sea y con lo que sea. Nuestro trabajo, nuestros sueños, los cuerpos, las cuerpas, nuestras hambres, nuestras pensiones y nuestra salud mental. Debemos renunciar a dormir y a comer, pero hay que pagar.
Todas tenemos que pagar pero, en especial, las trabajadoras sexuales, las negras, las trans y sobre todo, las pobres. También tú, con tus identidades, yo, nuestros hijos e hijas, las que han nacido o están por nacer o incluso aquellos que nunca nacerán porque las mujeres nos negamos a traer endeudadas al mundo.
Los buitres —los de aquí y los de allá y el más allá— pretenden que la deuda la paguen mis sobrinos Luna y Andrés, de 3 años cada uno. Pagar para Luna pudiera significar no poder regresar a vivir a Puerto Rico. Para Andrés que jamás pueda estudiar en una escuela pública de calidad ya no porque no hay maestras, sino porque no hay escuelas. Pagar la deuda para mi niño Alejandro —el hijo de mi compañero— un joven autista de casi 16 años significaría no contar con los recursos que le garanticen la vida en dignidad que se merece. ¿A cuenta de qué Luna, Andrés y Alejandro tienen que pagar una deuda ilegítima, violenta y vomitiva? Si hacemos que esa pregunta sea la central en nuestros discursos públicos, estoy segura que no habría persona que valide ese discurso odioso, que no sean, claro está, los buitres de aquí, allá y el más allá.
En el libro que les presento, encontrarán una propuesta de resistencia y lucha para negar, de entrada, que se nos imponga una identidad que no tiene posibilidad alguna de salvarnos.
Podemos resistir. Podemos afirmar que no nos debemos a nada ni a nadie, salvo a nosotras- nuestros sueños y amores. Y eso, nos dice Ariadna, tiene un gran valor. Nos nombramos, nos vemos, nos reconocemos y actuamos.
Mi ensayo favorito del libro es uno de tres páginas. Se llama El Reintegro y está en la página 77. Es mi favorito porque en ese Ariadna nos habla del día en que su mamá recibió una “carta de la Junta”. Ariadna nos confiesa que quiso advertirle a su mamá que no había recibido una carta sino una moción, pero prefirió callar. Y, en ese momento, Ariadna dejó de ser Ariadna y se convirtió en Verónica y Ángeles dejó de ser Ángeles para convertirse en Amelia, mi mamá. Fácilmente, yo también hubiera preferido callar y, es más, me hubiera mantenido diciéndole “carta” a la moción tal cual hizo Ariadna. El envío de las famosas “cartas de la Junta” fue una de las tantas estrategias de terror utilizadas con la excusa del derecho —del proceso jurídico correcto— de la advertencia requerida por ley. A veces la Junta nos quiere transmitir que hace todo “by the book”, para disfrazar su falta de legitimidad, más no logra disfrazar su agenda política , esa que explica por qué aún nombrándonos acreedoras del gobierno en una moción, en realidad lo que logran es obligarnos a reconocernos como endeudadas. El contenido de esas cartas era un descarado “no se vistan que no van”.
Mi mamá Amelia no recibió una carta de la Junta. Pero ha recibido muchas otras de cobradores. Hace algunos años, mamá comenzó a recibir cartas de tarjetas de crédito avisándole que había pre cualificado para recibirlas. Meses después, estando en casa, escucho el teléfono sonar y noto que mamá, al ver el número que llama, se niega a responder. Le pregunto porqué y ahí me explica que eran “las tarjetas de crédito, que me están cobrando”y me explicó, muy tranquilamente, que no iba a responder más llamadas, que ella ya les había informado porqué no les iba a pagar (“simplemente no tengo mucho dinero y el que tengo no lo voy a usar para pagarle a ustedes, quién les manda a enviarme las tarjetas si ustedes sabían que yo no tenía dinero”) y cuando fue amenazada con demandas, embargos y dañarle el crédito, se les rió en la cara. Nunca pagó y nunca pagará. A las tarjetas de crédito. Pero ella sí le paga a la mueblería del barrio, pequeño negocio familiar, que siempre le entrega enseres y muebles a crédito. Con la mueblería, mamá acepta reconocerse como deudora agradecida, pues tiene claro el por qué, la razón, el motivo de la deuda, la paga a tiempo, entrega más de la suma mensual mínima requerida y les echa bendiciones porque así tiene cama, televisor y juego de sala.
Dice Ariadna, en lo que considero el párrafo más hermoso del libro, que “la distancia entre una carta, un saldo pendiente y un nombre es infinita. La distancia entre mi mamá y la Junta es insalvable. Mi mamá hace sentir todo más cerca y sabe alejarse cuando quiere. Llamarla por su nombre no es igual a convocarla. Ya ella está allá afuera, asegurando que un día reintegraremos, en el sentido de todas, nosotras y el porvenir”. Así son nuestras madres, luchadoras, guerilleras, son las que logran que una moción sea una carta que se ignora, y dejan sin argumentos a Visa y Mastercard. De ahí venimos, así nos criaron y así criaremos. Que problema tienen los buitres.
Ariadna resiste y nos llama a resistir esa identidad de endeudadas. También realiza un llamado horizontal a más democracia, participación dentro de los propios grupos que buscar articular estrategias de resistencia.
Hay verdad, que aunque duela, siempre es liberadora. Hay receta para la esperanza que no es otro que no sea la de echar a andar. Resistir. Negarse a saberse endeudada porque la realidad es que no le debemos a nadie y todos nos deben a nosotras. Es sabernos cansadas pero aún así existir. Existir en este espacio y reclamarlo nuestro, cuando una no es rica, ni tiene “dates” con el gobernador, ni milita en el partido desde arriba, es ya un acto político contundente, es una revolución.
La mesa del amor y la solidaridad- aunque los buitres nos quieran confundir- está servida. Ariadna nos regala con su libro cucharas, tenedores, cuchillos y un mantel hermoso que nos invita a sentarnos, a hablar, a comer, a mirarnos y así, juntas, construir.
Gracias, Ariadna. Gracias a todas.
NOTA: Una versión de este escrito fue leída en la presentación de “Las propias: apuntes para una pedagogía de las endeudadas” de Ariadna Godreau Aubert, el 11 de mayo de 2018 en la librería Casa Norberto.