Rumbo perdido
Atrás quedaron los tiempos de la clase media próspera y estable que dominó el escenario social de la última mitad del pasado siglo. Aquella “buena vida” que punteaba la distinción entre pobres y trabajadores profesionales se ha venido abajo para abrir paso a la conformación de una sociedad que invisibiliza esas brechas y segrega la población entre fronteras antagónicas de más pobres y menos ricos.
Los datos son claros. A juzgar por los resultados del censo poblacional de 2010, en Puerto Rico sólo 7,600 familias generan ingresos de sobre $200,000 anuales, mientras menos de 40,000 alcanzan los $100,000 o más. En contraposición, 239,275 familias, equivalente al 25 por ciento de la población, reciben menos de $10,000 de ingreso anual y 484,807 familias, el 36.7 por ciento del País, sobreviven atadas a la dependencia del Programa de Asistencia Nutricional.
En síntesis, 45 por ciento de nuestros hogares viven bajo niveles de pobreza y un ínfimo sector disfruta de riquezas. El resto de la población, la vieja clase media asalariada profesional, desaparece empobreciéndose.
Los síntomas de esa distorsión se reflejan en la merma de los salarios, el aumento del desempleo y el crecimiento del empleo precario y parcial.
Según el censo, en diez años los hogares puertorriqueños han reflejado un aumento en sus ingresos de sólo $3. Esto para quienes han logrado conservar su empleo, toda vez que los puestos de trabajo formal disminuyeron dramáticamente.
En los últimos tres años, por ejemplo, la Isla perdió 20 por ciento de sus empleos en la manufactura, mientras se esfumaron 30 por ciento de los empleos vinculados a la industria de la construcción, lo que sumó 21,253 puestos de trabajo menos en ambos renglones. A eso, sumémosle los 20,000 empleos del sector público que, entre 2009 y 2010, se liquidaron con la imposición de la Ley 7.
Al unísono, las políticas neoliberales que rigen el actual gobierno se enfocan en el desmantelamiento de las funciones del Estado generando otra oleada de problemas que afecta no sólo al sector pobre-dependiente, sino a la clase asalariada y profesional, a quien se le agota el oxígeno en una economía sostenida sobre la base del consumo y no en la producción.
Con este panorama, no es de extrañar que esa nostálgica clase media enfrente serios problemas crediticios que, en muchos casos, desembocan en las estadísticas de solicitudes de quiebras, mientras van desvaneciendo algunos de sus más preciados activos, como autos, mobiliarios y otros artículos de lujo.
En Estados Unidos la situación es igual de crítica. Según el censo de 2010, los niveles de pobreza extrema rompieron récord al aumentar a 46.2 millones el número de personas que subsisten con menos de $1,000 mensuales, lo que significa el grado de miseria más alto en los últimos 50 años.
En el resto de los países capitalistas del mundo la situación es similar, al extremo que hasta los más fervientes defensores del modelo de libre mercado se han obligado a reconocer las desigualdades sociales que provocan las prácticas desreglamentadas de la economía.
Hay, sin embargo, quienes insisten en que, a pesar de las desigualdades que provoca, “el capitalismo es mejor que cualquier otra alternativa económica”, como dijo en días recientes Ben Verwaayen, uno de los ejecutivos del emporio de producción tecnológica parisino Alcatel-Lucent, durante la celebración del Foro Económico Mundial que tuvo lugar en Davos, Suiza.
Verwaayen, como otros rectores del capital, pecan cuando culpan a los gobiernos por la recesión y desaceleración de la economía que ha azotado al mundo capitalista en la última década.
Con descaro, buscan subterfugios para eludir su responsabilidad ante el crecimiento de las desigualdades, el tenaz desempleo y el aumento vertiginoso de la pobreza.
Otros empresarios, en tanto, asumen la desigualdad social como parte de la naturaleza cíclica del capitalismo. Dice Brian Moynihan, director general del Banco de América, que los países se enfrentan a ciclos de expansión y desaceleración económica y que son los gobiernos quienes deben tener las herramientas para evitar una crisis social.
Mas esas herramientas a las que se refiere, y con las que entiende se debería garantizar la protección social de la ciudadanía, no pueden, bajo ninguna consideración, ir contra los intereses del capital aunque haya quienes estarían dispuestos –como es el caso de Joe Echeverría, director de la firma Deloitte– a aceptar ciertas regulaciones siempre que sean producto del “consenso” entre el gobierno y los grandes empresarios.
Un hecho no pueden ocultar estos regentes del capital: las economías que ayer figuraban robustas hoy develan sus fragilidades y, como resultado de su desenfrenado afán, han forzado a muchos gobiernos a tomar medidas políticas que atentan contra la seguridad social ciudadana y acrecienta los márgenes de segregación poblacional.
Pero, al tiempo que los grandes capitalistas discuten en Suiza cómo librarse de su responsabilidad histórica, en el otro lado del planeta un grupo de líderes, en su mayoría vinculados al tercer sector, buscan soluciones para mitigar el acelerado empobrecimiento de la población y el crecimiento de la marginalidad.
En referencia a la crisis actual del capitalismo, y a la poca acción de los gobiernos para poner freno a las desordenadas políticas de ajuste que se impulsan como antídotos al hundimiento social que enfrentamos, Joan Clos, director ejecutivo del Programa Hábitat, lanza una contundente advertencia: “Si seguimos así, iremos directo al desastre”.
La catástrofe social que advierte Clos está más cerca de lo que pensamos. Nadie puede pasar inadvertido cuando nos golpean con la triste realidad que el 43 por ciento de los caribeños y latinoamericanos viven en barrios pobres y en condiciones deplorables, según los datos que ofreció durante el inicio del X Congreso Mundial de Metrópolis realizado esta semana en la ciudad de Porto Alegre, en Brasil.
El número es mayor, indicó Clos, si miramos al África subsahariana donde hay 62 por ciento de la población en condiciones paupérrimas.
En Puerto Rico, como hemos señalado, la crisis económica no sólo ha incrementado las condiciones de pobreza extrema entre los sectores marginados y dependientes, al igual que en el resto del globo, sino que ha desmantelado un escalafón de nuestra estructura social convirtiendo a la vieja clase media productiva en los nuevos pobres del País.
No es para menos esperar que, ante esta situación, crezca el sector informal de la economía como salida a una crisis económica severa que, al momento, no atisba escapatoria.