Ser y no estar
Especulaba hace unos años el filósofo de arte Arthur C. Danto sobre la relación entre muerte y belleza, señalando como cosa recurrente en distintas culturas responder a la pérdida y el vacío desconcertante de la partida con un recurso estético de orientación excesiva, ya sea de carácter artístico o performativo. Así nace toda una tradición elegiástica que va desde la formalidad de un réquiem hasta las ofrendas florales.
No estaba seguro Danto, con todo y que se rodea de la crema y nata de filósofos en su libro El abuso de la belleza, de contar con una explicación para este fenómeno de contrapesar la ausencia del cuerpo con exceso estético, que es el rasgo fundamental de las prácticas funerarias. Las explicaciones me parece que estarían a la vuelta de la esquina si el autor se hubiera apertrechado del psicoanálisis, cosa que no hace en este texto lúcido (aunque un tanto repetitivo) que intenta poner en perspectiva filosófica la función de la belleza en el arte, siendo la muerte un territorio frecuentado por el autor en sus juegos hegelianos.
Que nadie asuma que intentaré meterme en aguas territoriales de la filosofía o el psicoanálisis, lugares que si llegaran a aparecer aquí y allá en lo que intentaré decir no será por aprendizaje formal. Si llegara a salirme de mi vecindario usual sería en función de una auto-inducida crisis e irreparable sentido de pérdida, “muerte”, si se quiere decir, como resultado de haberme relocalizado por tiempo indefinido al continente-isla australiano.
En el vecindario feisbuquiano donde jangueo diariamente no he ocultado el registro emocional que ha traído esta decisión, calculada tanto como alocada, de colocarme en sabática extendida. Es una aventura que no me tiraría en estos días salvo que estuviera bien acompañado, y debo adelantarme a decir que lo estoy, pero eso es material para otras escrituras, no esta.
El libro de Danto con el cual arranqué fue una decisión de último minuto, cuando ya tenía a los verdugos mudanceros de la icónica Rosa del Monte encima, y venía forzado a escoger, como en “Sophie’s Choice”, cuáles libros se quedarían fuera de las diecinueve cajas que embarqué para que me hicieran compañía en este voluntario “destierro”. El aludido libro de Danto apareció después, cuando ya era demasiado tarde, y francamente no tuve el valor para abandonarlo a su suerte, por lo que terminó en mi equipaje de mano.
La decisión probó ser útil, al ser un texto que retoma la discusión del arte y la belleza dentro de un relato de pérdida y recuperación, cosas afines al drama de una relocalización. El texto antologiza diversos usos de la belleza dentro de una agenda artística y discute famosas abyecciones de la búsqueda consciente de la hermosura que fundamentaron giros de naturaleza política en la historia del arte. Aunque parezca una discusión académica alejada de reflexiones íntimas, este texto me ha puesto a mirar mi circunstancia personal en Puerto Rico, antes y después del embarque.
Toda partida, por más aires de monumentalidad épica que tenga, es también una sucesión de pequeñas muertes. Quisiera, pues, del dolor de este momento de traslado y transformación, exprimir momentos de belleza, sacarle jugo significativo al amplio registro de emociones que se ha infiltrado en la maleta de viaje. Y sí, hay compulsión elegiástica, del País que abandono voluntariamente en el sentido de estar, que no de ser, y del budín acaramelado de amistades, afectos, apegos y desapegos interceptados ahora por la distancia.
Algo que se me ha dicho a menudo en estas semanas de preparación y rupturización es que extrañan la voz ácida, el tono cáustico, la perreta universal que suele ser motif, y a veces elemento central, de algunos de los lugares adonde el explayamiento de escribir me ha llevado, como si la irrupción de ternura y nostalgia no fuera parte consubstancial de esa ira desbocada que a algunos parecía entretener.
Asumo que no soy tan diestro como quisiera ser si resulta que en todo este tiempo no he sido capaz de comunicar, o al menos dejar entrever, que detrás de la queja, la insatisfacción y el dedo ponzoñoso hay un inmenso e inexplicable cariño hacia el País, ya sea el del pasado crudo, la versión romantizada, o el del presente deterioro. Y es que hasta eso, mi Santurce descoñetado y siempre ambientado para la escena del tiroteo y asalto, ya es territorio que extraño, aun cuando todavía no he pisado tierra y escribo estas líneas sobre el archipiélago hawaiano, si es que debo creerle al mapa digital que me lo indica.
En las semanas que conformaron la víspera de mi “destierro”, he experimentado mi apego a cosas verdaderamente insignificantes, mementos improvisados del orden material que abren las compuertas de un infinito simbólico frente al cual, como bien dice el amigo entrañable y extrañable Félix Jiménez, las palabras sobran.
Han sido días de ofrenda, empezando por el primo segundo de apenas cuatro añitos que intuía mi pena telepáticamente y procedió a regalarme cuatro caracoles que él mismo escogió con una sonrisa que emanaba de un espíritu adulto, maduro, aunque en ese momento ocupaba un pequeño cuerpo infantil. Que el evento ocurriera en un antiséptico y artificiosamente ajardinado complejo residencial/vacacional de lujo en la costa este del País le daba al instante un aura de verdadero milagro, no porque un niño fuera capaz de dar amor instintivamente, sino por la maravilla del gesto humano que puede contrarrestar las insuficiencias y malignidades del entorno físico. Es decir, que a pesar de las ciudades que no son, de la quiebra visual de la erosionada cotidianidad de Puerto Rico, hay esperanza en las pequeñas muestras de amor que son capaces de extraer poesía hasta de la decrepitud más deprimente.
Ya me dirán los poetas, “¡duh!, Miguel descubrió su Orinoco lírico”, sabiendo uno ahora que si no fuera por la envoltura embellecedora de las palabras en su dimensión artística, muy poco de la convivencia y de los escenarios ruinosos donde se produce en Puerto Rico, sería soportable. De hecho, dado que la arquitectura me ha dado más espacio para señalar los entuertos que oportunidades para enderezarlos, el “poder sanador” del diseño lo he venido a experimentar en el universo cerrado de la representación, entre imágenes y palabras.
Ahora que comienzo a co-participar de proyectos con mi amigo y socio en Puerto Rico, Miguel Szendrey, es que vuelvo a enfrentar la extraordinaria capacidad transformadora de la forma habitada. Puedo así, como Danto, reconciliarme con la belleza, encontrarle un propósito ulterior más allá de la proyección narcisista que suele ser la manera como los arquitectos se gozan sus propias obras, de una manera solitaria y triste, debo decir.
La auto-descripción del “arquitecto que escribe”, que he adoptado de un tiempo para acá, es tanto mantra como es grito de intención contra el apego bestialista hacia el objeto. Es también mi manera de sacarle partido al hecho de que mi trabajo, ya sea desde la academia o desde la incursión en el gobierno, ha estado más ligado a viabilizar que otros hagan el objeto que a ser autor directo de su creación. Ha sido el contexto teórico de la arquitectura mi casa a lo largo de todos estos años que he vivido en Puerto Rico desde que regresé en el 1995.
Curiosamente, en este vuelo de 15 horas desde donde escribo, he leído a Danto declararse a favor de un arte cuya belleza emana de su circunstancia, es decir, un arte cuya forma sea producto del coito teórico, donde la belleza solo resulta admisible si esta conversa intencionalmente con el contenido o la acción significativa que quiere articular. Ser el arquitecto que escribe, para mí, es entrar en esa ponderación intelectual a la que alude Danto, es validar la intención conceptual más allá del carácter efímero del objeto, lejos de la gloria panteónica y putrefacta del arquitecto candidato a prócer, anticuario y padre irresponsable que trae al mundo más hijos-edificios de los que el mundo necesita, perfil que como he dicho antes en el vecindario digital de Ochenta grados, me produce asco mayúsculo.
Ver el universo de la visualidad cultural imbricado al urbanismo y al objeto de diseño me ha dado grandes satisfacciones así como claves conceptuales para una repolitización de la idea y praxis de la arquitectura. Mi renuencia a participar del proceso de licenciatura, cosa que no oculto y que es algo así como una objeción de conciencia, es la manifestación de esta ruta “inmaterial” que he tomado. Me siento afortunado de haber podido vivir esa elección en Puerto Rico, pues he sido “un arquitecto que escribe” porque el entorno de la Isla me lo permitió, y también porque le arrebaté esa posibilidad mientras pude.
Ser arquitecto desde la palabra es para algunos no serlo. Ser arquitecto desde la palabra es comprometerse con un no-estar que irrita a los que quieren estar y hacer todo el tiempo. El oscilante estar es para mí un lugar mucho más fecundo que la acción edificada, o al menos esa ha sido mi elección personal. Cuando hago arquitectura en el sentido “tradicional”, dentro de la relación de trabajo que sostengo con Szendrey, no retorno a la arquitectura con el rabo entre las patas, pues retengo conscientemente la desconfianza hacia la producción de forma sin ambición teórica ni postulado que poner a prueba. Nuestros objetos, aún siendo producto de la colaboración, salen de un estado deliberado de renuencia, y hasta cierto punto negación, sentimiento que comparte mi socio.
Este “approach” alarga el proceso de producción de la forma, pero lleva a rupturas inesperadas, algo que Puerto Rico necesita urgentemente y en lo que la arquitectura ha fallado. Darle a Puerto Rico las mismas formas de siempre anula cualquier proyecto de transformación. La palabra, en ese sentido, ha sido para mí una tabla de salvación en medio de un ambiente construido que ha ratificado cierto orden cuando debió ser vehículo de resistencia y oposición.
Para denunciar toda esa belleza que extraño en el universo construido, la palabra “fea” y altisonante ha sido la estética que mejor me ha servido. Y eso es un asunto que Danto valida en el texto que me estoy devorando mientras vuelo sobre el Pacífico; la necesaria flexibilización del repertorio estético en la producción artística, si es que se aspira a algún nivel de coherencia ética entre obra, intención y audiencia, que son entes eternamente cambiantes. Así digo que la fealdad es estratégica e intencional en mi particular espacio de expresión y en el contexto en el que se produce. También digo que no habría capacidad para mejorar si no existiera un compromiso y honestidad en el gesto “artístico”, sea el medio que sea. Quisiera creer que aspiro a eso.
De esta manera surgieron en las cosas que he escrito afirmaciones antipáticas, “feas”, por así decir, como sostener que lo que nos une como puertorriqueños no es una manera de “ser”, sino un deseo compulsivo de estar en cualquier lugar menos el propio, es decir, el deseo de no estar. De ahí que la relación del puertorriqueño a su “terruño” esté basada en una escapada delirante.
El lugar dejó de ser el sitio que contiene la puertorriqueñidad, sino la pieza clave para articular el acto de negación (ser sin estar) que constituye el momento fundacional. Ser extranjero en su tierra es el “default” de la puertorriqueñidad. Aquí convergen muchas escapadas, algunas son del orden conceptual (aunque toda escapada es en principio conceptual), otras adquieren la forma del destierro físico.
Hoy no solo me las doy de profeta del desastre, usando la palabra venenosa para representarlo, sino que me uno a la estadística de los que abandonan físicamente el barco, como despectivamente se describe al que se va. Seré paria por partida doble.
Salir redescubre belleza, compensando las muchas muertes que son en sí el meollo de cualquier partida, de cualquier dejar de estar. El ser, por así decirlo, se robustece con el destierro, y no voy aquí al tópico etnológico de “boricua pa’ que tú lo sepas”, sino al sentido inusitado de comunión con uno mismo, con las piezas de inconformidad que antes te colocaron de patitas para el mar, fuera de la Isla, y que aparecen en el momento en que el cuerpo se va del aire-entorno común. La experiencia tiene ribetes de misterio.
En realidad sospecho que esta decisión me ancla más en el sitio, aun desde el control remoto. Y ello me hace entender mejor nuestra historia migratoria, no como asunto de diásporas literalizadas o cienciasocializadas, sino como experiencia cargada de emociones contradictorias e inmediatez poética.
Así como el niño regalándome cuatro caracoles de mar que escogió cuidadosamente produjo uno de las mejores imágenes de salida, mi última vista de Puerto Rico camino al aeropuerto me regaló el poema trágico definitivo.
Resulta que al tomar el giro final en la rampa de la Baldorioty que conduce al aeropuerto vendido, tropecé visualmente con un hombre de unos sesenta años deambulando con mirada perdida en medio del paisaje de infraestructura y velocidad. El individuo andaba en algún pacto con la locura al exponer su integridad al azar de autos conduciendo a toda prisa; uno no anda a pie en un trébol de expreso. Su pinta desgarbada y pobre aseo recordaba la representación del trabajador de la caña, memoria que ratificaba su tez negra con aún más violencia. En medio del paisajismo de palmas y especies tropicales de esplendor pesticida, y que prometen trópicos de vacación, este hombre era el recuerdo de otros trópicos, aquellos que explotaron cuerpos y minaron paisajes.
La soledad de este hombre que camina me hizo pensar en la mía. Bueno, realmente no estoy solo, han sido días de mucho afecto, no puedo negarlo, pero esto no disipa una soledad conceptual, un desapego experimentado como este hombre lo experimentaba, yuxtapuesto a un paisaje que ya no es de él.
Mi divorcio con Puerto Rico, o “separación amistosa” (del tipo de “necesito espacio en nuestra relación”), podría también caracterizarse en líneas trágicas, en el estilo de las narrativas del paria y la expulsión. Una parte de mí a veces experimenta esa plantilla narrativa tras el desagradable episodio con la Universidad Politécnica. Y en ese sentido, una parte de mí era ese hombre negro, usado y devuelto sin alma a un paisaje que le resulta ajeno. Mi asunto es más complejo que eso, lo admito, como lo es el de tantos boricuas que se fueron, algunos para nunca más volver.
Siento que mi “exilio” empezó mucho antes que mi “divorcio”. No me voy “por la criminalidad”, o porque “no consigo trabajo”. Me voy por la razón que más ha azotado a mi generación, me voy porque ya he hecho muchas cosas aquí y porque no encuentro el espacio para seguir haciendo, ya no solo sobrevivir. Lo que sí puedo seguir haciendo es extender mi condición de arquitecto que escribe, más volcado a la liquidez inmaterial que a la certeza del objeto-presencia. Y en ese sentido, estar dentro o fuera del territorio es inmaterial, fraseado irónicamente.
Mi destreza pericial, si alguna tengo, se centra en el manejo de la inmaterialidad, por más que el diseño como práctica material es algo que me apasiona, que hago con pleno control y confianza, y que me propongo seguir cultivando aún desde la distancia. Pero dado que mi relación de sociedad y mi actividad “profesional” se da desde el paradigma líquido (llamémosle “teórico”), la ubicación de mi cuerpo fuera del espacio común no anula seguir estando profesionalmente, o “siendo”, desde el no-estar aquí.
Me divorcié de Puerto Rico, y aquí creo que va la estocada, porque el País ha optado por cerrarse a la producción inmaterial, porque aquí lo más que llegan a imaginar como propuesta de desarrollo económico es un paraíso “industrial”, en parte por la dictadura de ingenieros que todavía viven en el siglo XIX y que, salvo honrosas excepciones, ven con ojos escépticos, o sencillamente no comprenden, el realineamiento de la economía mundial hacia el producto inmaterial. No son ellos los únicos, diría que todo el andamiaje profesional en Puerto Rico sigue pensando en objetos que producir, exportar e importar en el sentido positivamente material.
Bajo esas circunstancias yo sobro en Puerto Rico, como sobramos todos los que manejamos carreras, ya sean profesionales, académicas o artísticas, en el renglón inmaterial. Mi círculo de amigos casi en su totalidad pertenece a esa categoría, y han experimentado algún nivel de fuerza de expulsión de parte del País que no los incluye, ni entiende necesitarlos. En realidad, si hemos durado aquí, ha sido porque evitamos conformarnos al rol de la víctima excluida. Se ha luchado por crear nuestros propios espacios, tornarlos plurales y, con mucho esfuerzo, transformarlos en vehículos de regeneración crítica.
Pero llega el momento en que el País drena las posibilidades, ya sea porque insiste en seguir viviendo en torno a la familia nuclear tradicional y cerrarse a cualquier diversificación que traiga el mundo contemporáneo, o porque sencillamente sabotea espacios de trabajo que estarían orientados a cambiar al País y sacarlo de su implosión anímica.
La adherencia testaruda a la producción material surge aquí como la gran máquina de expulsión de talentos e inteligencias que no encajan. Hasta el recrudecimiento del fundamentalismo religioso “pro-familia” parecería venir de la nostalgia por un pasado de producción agrícola y subyugación al orden material.
Ningún país que quiera insertarse en ciclos de producción global, particularmente los que requieren destrezas de manejo de condiciones inmateriales, verá prosperidad si no garantiza una convivencia basada en el respeto y la igualdad. Puerto Rico se mueve en la dirección opuesta, que es la de endurecer la agenda del discrimen y la exclusión. El mismo día en que me monto en un avión hacia mi nueva casa, Puerto Rico se abocaba nuevamente al discurso de odio y a la dictadura del fundamentalismo de fe. Eso expulsa y espanta, a individuos y a capitales también.
En Puerto Rico es común escuchar quejas sobre una percibida incapacidad administrativa, que no es otra cosa que la manifestación del déficit de conceptualización teórica, de poder organizar y organizarse en torno a la liquidez de circunstancias y procesos que piden ser abstraídos para dar con soluciones experimentales. El clima de conservadurismo gubernamental y social en Puerto Rico es la expresión misma de esa incomodidad que el País siente con verse y entenderse teóricamente. Esa queja, que es cotidiana, sin embargo, suele visualizar como gran antídoto la llegada de “administradores” diestros concebidos en las líneas de expertos mesiánicos, jerarcas de línea dura, caudillos inspirados. Los imaginan contables de lápiz afilado, abogados fetichistas del recurso legal elaborado, e ingenieros “expertos” en solución de problemas “materiales”. La horizontalización del poder no aparece en el dossier de estos líderes “salvadores”, mucho menos la pausa y ponderación teórica que debía acompañar a la acción.
Son muchos los amigos que dejo aquí infrautilizados porque su capacidad pericial viene del universo inmaterial. Son talentos que se irán del País eventualmente, la peor fuga de talento de todas, y que no se cura pensando que estos refugiados tratarán de establecer vínculos entre sus nuevas patrias y el País que los expulsó. Ustedes me perdonarán, pero traer más fábricas a Puerto Rico no es la acción que nos hará prósperos, es posiblemente lo que requiere menos trabajo para el que gesta desde el gobierno, por eso la fórmula no ve signos de retranqueo, porque es fácil.
De otra parte, el País y su clase dirigente se ha vuelto vaga, y no porque no quiera trabajar, sino porque no quiere pensar y pensarse teóricamente, desde lo conocido hacia lo inexplorado. Gran parte de la angustia acumulada de convivir en Puerto Rico viene de esta renuencia a pensar, y claro, denunciarlo te gana motes de elitista, arrogante, engreído, y todas esas caricias que los puertorriqueños reservan para los que no le siguen el juego.
Resentido no me voy, aclaro sin rusheo alguno. La objeción y desafectada molestia es parte de mi derecho a empuñar la diferencia, a ser sin estar en el consenso imaginario de la mayoría. Y en todo caso, esa alegada acidez discursiva, sea retórica o estructuralmente atada a los contenidos, no es otra cosa que la manifestación de un amor por lo que es y por lo que pudo haber sido el País y mi matrimonio con él.
Del agridulce proceso creo que intentaré rescatar la belleza que sobreviene a la pérdida, y que con suerte auspiciará otros tonos de expresión, entre la novedad de estar en otro sitio, exótico para mí, hasta la melancolía elegiástica por todas esas pequeñas muertes que ahora conforman la memoria del lugar que dejo atrás.