Sobre la prudencia
La misma semana en que las fotos de Facebook recorrieran el mundo mostrando a unos médicos puertorriqueños posando con botellas y copas en mano mientras les rodeaban cuerpos anestesiados de pacientes con extremidades recién amputadas, y casi dos años antes de que un senador boricua le descubriera al mundo de la red no su cara, sino el trasero, discutía con mis estudiantes graduados de la UPR-Río Piedras un artículo de John Martin sobre la sinceridad y la prudencia.1
Sostiene John Martin que la cultura renacentista del Siglo XVI “remodela” el concepto de “prudencia” a la vez que inventa el de la “sinceridad”. Su argumento se remonta a Aristóteles, San Agustín y Santo Tomás entre otros, para presentar al lector la propuesta de que una compleja conciencia de la subjetividad es evidente en el hecho mismo de que los renacentistas fueran los primeros en definir la prudencia como la habilidad de reconocer que no se puede siempre actuar y hablar como se piensa, mientras valoraban la “sinceridad” entendida como actuar, hablar y expresar los sentimientos (esperanza, dolor, miedo y deseo, por ejemplo) de acuerdo a nuestras convicciones más profundas.
Los renacentistas debieron tener conciencia de ser sujetos contradictorios, pues su profunda valoración de la sinceridad chocaba de cara con una prudencia que exigía acomodar las palabras y las acciones de acuerdo al tiempo, el público, el lugar, o incluso la edad y estatus social de la audiencia y el hablante. Sabían que no siempre se puede decir ni actuar de acuerdo a los sentimientos y convicciones más íntimos, no todo el tiempo ni delante de todos. Maestros de retórica romanos como Cicerón y Quintiliano, discutieron también este dilema a saciedad bajo el concepto retórico de “decorum”.
Para navegar las complejas circunstancias políticas, sociales y religiosas del Renacimiento, los sujetos tenían conciencia de vivir un proceso continuo de remodelación del ser de afuera hacia adentro y de adentro hacia fuera. Intentaban ser fieles a sus conciencias mirándose más allá del borde de la propia piel, una fachada acorazada contra la mirada y escrutinio penetrante de los otros.
Martin menciona varias veces que la dialéctica entre prudencia y sinceridad no nace a comienzos del Renacimiento (finales del Siglo XIV y Siglo XV), sino en el Siglo XVI. Curiosamente, no menciona que la división religiosa de Europa se da justamente en este mismo siglo. En lugar de limar las diferencias entre católicos reformistas y católicos tradicionales, el Concilio de Trento culmina con una división clara y tajante entre católicos y protestantes. Como consecuencia de esta escisión los súbditos debían adoptar la religión de sus príncipes independientemente de sus propias convicciones religiosas.
Martin estudia, sin embargo, documentos de mártires protestantes que negaban sus convicciones religiosas internas ante la inquisición para luego dejarse morir de hambre por el padecimiento de un profundo remordimiento. Se les llamaba “nicodemitas”, como aquel sujeto que se aproximó a Cristo entre sombras y en secreto. Aunque Martin no lo menciona en su discusión sobre la dialéctica entre sinceridad y prudencia, la prudencia fue muy bien actuada por los españoles conversos que se auto-modelaban como perfectos católicos, mientras seguían siendo sinceramente fieles a sus convicciones internas en privado. Américo Castro, Henry Kamen y Luce López-Baralt, entre otros, han seguido las huellas ocultas de estos sujetos atormentados, mientras el novelista Alfonso Falcones rescribe la historia de España narrando la expulsión de los moros en 1609 desde la óptica de un sujeto escindido en La mano de Fátima.
Remodelar el ser (un término empleado por Stephen Greenblatt en su lectura de la subjetividad en Shakespeare, More, Jonson y Marlowe), fue un mecanismo de supervivencia para los judíos conversos desde 1492, y a partir de 1609 para aquellos moros cuyas conversiones modelaban con devota y ensayada sinceridad una dura coraza de cristianos viejos. ¿Estarían actuando o sería que al actuar terminaron quedándose pegados al interior de esa máscara? ¿Puede el exterior plegarse hacia adentro y el adentro expandirse hacia afuera? ¿Cuánto de eso que llamamos interior se inscribe sobre la piel, en la carne? ¿Cuándo lo que empezó un actuar por afuera deja de parecer y empieza a sentirse natural? Los sujetos del Renacimiento tenían otra preciosa palabra que es lo opuesto a lo que intento expresar, “sprezzattura”: actuar como natural y sin esfuerzo lo ensayado y artificioso.
En mi caso, no creo que mi familia hubiese aprendido demasiado bien esta artificiosa naturalidad sin apariencia de ensayo ni esfuerzo. Pienso en toda la parsimonia que seguía mi abuela materna para hacer un arroz con pollo. Agarraba un cuchillo limpio para cortarle el pescuezo a la gallina. Después esperaba pacientemente a que corriera toda la sangre, antes de trozarla, limpiarla y recién comenzar con la cocina. Las vecinas, en cambio, lograban un KFC mucho más rápido y enjundioso con la sola torcedura del cuello del pollo.
Tampoco puedo olvidar el rito navideño anual de mi abuelo. No podía faltar el lechón asado a la varita. Mataba él mismo el cerdo, disfrutaba desde el cuero hasta el tocino y que le corriera la grasa hasta los codos. Sin embargo, al destapar el zafacón, era posible encontrar todas las entrañas y la parte trasera del cerdo, tan apetecidas por los vecinos para hacer morcillas y gandinga. Alguna vez, en algún momento, sus palabras y acciones dejaron de ser prudentes, olvidaron la “sprezzattura” y se hicieron actos sinceros, algo muy similar a lo que Dorian Lugo ha leído en el “obrar” de Teresa de Ávila. Nunca fueron sinceros en el sentido medieval de la palabra, que implicaba pureza, pero fueron fieles a su identidad una vez judía hecha “católica vieja” y en el caso particular de mi familia, todavía obrando con esfuerzo bajo otra conversión protestante. No hay que desgarrar la piel para encontrar ningún secreto; el viejo ser permaneció en la superficie, incrustada en los hábitos más cotidianos. A veces pienso que el hábito, después de todo, puede hacer el monje, y construir nuevas imágenes y discursos es la más imprudente exposición pública de sinceridad que pueda haber.
Curiosamente, Martin argumenta que aunque Lutero y Calvino valoraban la sinceridad, también estaban concientes de que el corazón tiene esquinas cavernosas que esconden vicios y virtudes contradictorias. Por un lado, el sujeto debía examinar escrupulosamente su interioridad. Por otro lado, reconocían la imposibilidad de llegar jamás a conocerla completamente. La sinceridad es, pues, una noción resbalosa, aunque Lutero pensara que la expresión espontánea de sentimientos como el miedo, el deseo, la esperanza o la tristeza, podían acercarnos más a nuestro ser interior que cualquier acto o palabra. Esto explica, según Martin, que tanto Calvino como Lutero prefirieran los salmos del rey David por sobre las cartas de San Pablo.
Lo más fascinante, a mi entender, es que los sujetos del Renacimiento tardío se aproximaran tanto a nuestro entendimiento contemporáneo de la subjetividad. En sus propias palabras y desde sus convicciones religiosas, hablaban sobre el individuo como algo más que superficie aunque inscrito de algún modo en la superficie. Lutero llega incluso a mantener que por la profundidad, complejidad y contradicción del alma humana, no podemos considerarnos imágenes de Dios o del cosmos universal, sino que somos seres particulares e irreductibles. Como explica Martin, también Michel de Montaigne, desde una cultura católica y empleando un vocabulario distinto, sostiene que uno debe ser fiel a su verdadera naturaleza, entendiendo “naturaleza verdadera” desde la singularidad y no como un concepto universal desde el cual hablar y generalizar en nombre de todos.
Es imperativo re-pensar la dialéctica de la prudencia y la sinceridad para una cultura postmoderna en la cual las palabras, los actos y los sentimientos son mediatizados, los seres se remodelan en cuestión de segundos en la pantalla plana de televisión o la computadora, y las imágenes se repiten una y otra vez hasta convertirse en “naturaleza” de seres artificiales y volátiles. A veces necesito una buena dosis de escapismo para encontrar algún sentido de profundidad en el contrapunto peligroso renacentista que danzaba entre la sinceridad y la prudencia. Somos bombardeados a diario con pellejos de almas y almas sin pellejos en las pantallas de Facebook y en “reality shows” que televisan el artificio de filmar lo que con naturalidad y sin esfuerzo hacen a diario un grupo nada extraordinario de sujetos cuyo único éxito consiste en ser sincera e inequívocamente fieles a su propia fatuidad.
Son tantas las ofertas de productos que prometen vender el secreto capaz de remodelar al espectador de pies a cabeza con maquillaje, productos dietéticos, píldoras, y hasta pensamientos milagrosos, por el precio increíble de un pago mensual y la promesa de envío de un segundo paquete para convertir a otro iluso en su otro yo instantáneo. No es que seamos todos cabezas huecas rellenas de bombillitas luminosas como “cartoons” de televisión o calabazas de Halloween, pero es una pena que tanta gente hueca ande proyectando “su interior” ante el espectador, sin necesidad de inquisidor y para la tortura de todo el que preste de gratis su vista y oído. Extraer una confesión problemática está fuera de moda, ha sido desplazada: el “flash/click” de una cámara es capaz de quemar como un “láser” las profundas y cavernosas entrañas del alma de cualquiera para que actúe al instante los vicios y virtudes que él mismo no reconoce. No necesitamos un terremoto que nos aplane el cuero o nos destroce el alma. ¿Cámaras descaradas? Somos, sinceramente, ante ellas, seres imprudentes y mediáticos.
- Martin, John. “Inventing Sincerity, Refashioning Prudente. The Discovery of the Individual in Renaissance Europe.” The Renaissance in Europe. Ed. Keith Whitlock. New Haven; London: Yale UP, 2000. 11-31. [↩]