Meditación y sufrimiento
La cultura meditativa (bhāvana)[i] o de recogimiento que transmitió la tradición budista atendió desde su origen la tendencia natural de la mente humana a sufrir (dukka). Aunque lo que conocemos como budismo se organizó a partir de los discursos atribuidos al personaje histórico Siddhartha Gautama, esta nueva doctrina del siglo quinto A.C., a la que podríamos considerar “empirista”, nació en el seno de una tradición muy anterior, el milenario hinduismo. El hinduismo, aunque estaba anclado en principios metafísicos religiosos sobre lo divino y lo trascendente, había estudiado minuciosamente el cuerpo psíquico humano e inventó la metodología sistemática del yoga. Los antiguos monjes practicantes del yoga desarrollaron diversos modos de meditación muy avanzados que lograban sanear las inclinaciones nocivas de la mente y el cuerpo. Se puede decir que desde la antigüedad configuraron remedios empíricamente eficaces para disminuir el patológico régimen sufriente de la mente.[ii] En esta cultura milenaria asiática es donde surgió en el siglo V A.C. la nueva tradición que se conocerá como budismo y que produjo diversos enfoques doctrinales (mahayana, theravada, vajrayana, etc.) según el contexto cultural donde se fue asentando.
El Siddhartha Gautama luego de la iluminación bajo el árbol (bhodi) descartó los principios teístas del histórico brahmanismo hindú y se alejó de éste incorporando un nuevo fundamento metafísico a su sistema meditativo: el principio del vacío o vacuidad (suññā-suññatā). Este principio, aunque trae una nueva cultura meditativa (bhāvana) sin fundamento trascendente, siguió siendo como el yoga una doctrina experiencial que implementaba un profundo entrenamiento correctivo de la mente insana. En ello el budismo comparte con el hinduismo y otras tradiciones no asiáticas como el estoicismo grecorromano, la puesta en práctica de una filosofía que orientara con sabiduría (pahnna) los males inevitables de la existencia. Aunque convergerá con ideas de otras tradiciones, será novedosa pues adopta una vía media, el camino del medio entre el extremo del instalado dogmatismo metafísico -que afirmaba el ser, lo divino, Dios, Brahman- y otro lado antípoda: el escepticismo agnóstico que se petrificaba en la duda y la incertidumbre. Es probable que su postura medial facilitara la interpretación fuera de la frontera de origen y se revelara en el concurso de los siglos como una sabiduría universalizable por su atinada pertinencia al ámbito del sufrimiento humano.
Como se sabe, el budismo declaró el sufrimiento (dukka) como la primera y noble verdad de su enseñanza (dharma) porque así lo estableció el Siddhartha en sus discursos. El mismo Buda ya iluminado declaró: “lo que yo enseño es el sufrimiento y la manera de ponerle fin al sufrimiento”. Por ello sería correcto decir que el budismo como filosofía sería la puesta en práctica de una tecnología, la meditativa, para la liberación de la pesada cadena del sufrimiento.
La verdad del dukka parte de algo muy elemental que es constatable por todo ser vivo consciente: el innegable dolor de nacer, envejecer, enfermar y morir. La cadena de penas que le procede es inmensa: la vulnerabilidad humana a todo tipo de males, agravios, perturbaciones y aflicciones entre los cuales está no conseguir lo deseado y en última instancia carecer de paz interior. La jerarquía primera de este principio sufriente no implicó una perspectiva pesimista del mundo, sino que propone un sistema generoso, aunque riguroso, que acompaña al practicante a la liberación (nibbāna) del llamado sufrimiento. El dukka es así es la situación originaria sinigual considerada noble y no maldita porque solo desde la especial ocasión de haber nacido humano en el sufrimiento, la mente podrá desear el despertar desde su propia cárcel (porque tiene la capacidad) y eventualmente tener voluntad para iluminarse (nibbāna). Para ello la mente necesitará un sendero preciso y es lo que el budismo como doctrina ofrece a cualquiera que decida asumir la responsabilidad ardua de iluminarse, como el mismo Siddhartha invita con su testimonio. Aunque el dukka es traducido comúnmente como sufrimiento, podríamos decir que se refiere al ámbito general de la insatisfacción como condición básica perenne de la mente. Aunque el Buda no dejó textos escritos, la tradición recogida de sus discursos tuvo vocación de explicar esta complejidad de la situación sufriente del cuerpo-mente (nāma-rūpa). Con el paso de los siglos se armó el cuerpo de escritos del canon pali con un organizado y profundo entramado conceptual. Estos textos promueven la intelección inteligente para lo que sería en su doctrina un correcto entendimiento de los fenómenos condicionados de la existencia. Los textos se dirigen a guiar los diversos modos de praxis meditativa y también se puede acudir a ellos para la indagación intelectual, analítica y filosófica.
Según el budismo advierte, el reino de la insatisfacción o sufrimiento tiene su causa u origen en algo muy simple que es el deseo (tanhā). El deseo es reconocido como motor intrínseco de la vida y la segunda gran noble verdad que el Buda distingue en la enseñanza (dharma). En una mente desordenada el deseo o tanhā se apodera y suele convertirse rápidamente en pasión febril de aferramiento que instala hábitos mentales muy dañinos que añaden muchos sufrimientos innecesarios a la vida propia y a la de los demás. Ante esta realidad común a la mayoría de los mortales, la práctica budista insiste en disciplinar los seis sentidos o facultades de la mente para higienizar el aparato psicosomático. La mente sería el magno sentido entre los sentidos y por ello son seis y no cinco los que en esta tradición se distinguen. Por ello una atención consistente de los estados mentales y sensaciones durante y luego de la meditación en la cotidianeidad, promoverá con el tiempo las virtudes que templan y disminuyen las voliciones agitadoras que enferman. Una práctica continua es la que con el tiempo bendice al organismo con el sukka, que es todo lo contrario al sufrimiento. La meditación del samatha (samādhi) que es anterior al Buda y la que el mismo Siddhartha desarrolló, el vipassanā, fortalecen la destreza del desapego (nirodha) para cesar el sufrimiento. En esta cesación es que el budismo reconoce la tercera gran noble verdad del dharma. El sufrimiento puede cesar y aunque su erradicación completa parece imposible en un contexto humano, sus tendencias más corrosivas y neuróticas desaparecen o al menos pueden disminuirse en gran medida. Esta cesación tiene que ver mucho con lo que la cultura meditativa alimenta que son las aptitudes como la ecuanimidad (upekkhā), el amor, la compasión, el sosiego y la alegría altruista. Esto se practica a pesar de los resultados que frente al deseo la mente infiere en cada circunstancia específica de su errancia. Esto podría estar relacionado a lo que algunos asocian al pensamiento positivo. Sin embargo, es una filosofía que no impulsa el aumento del yo (attā) ni la autorrealización de metas y proyectos con enfoque en la grandeza de la persona individual. Es una perspectiva de disminución del ego (anattā) y en ese sentido es que se le considera de vía negativa, porque desconfía del yo como ente capaz de liberar del sufrimiento. El cese del dukka es la tercera noble verdad y es probablemente una de las grandes aportaciones que ha hecho el budismo hacia una civilización verdaderamente humanizada y de conciencia planetaria y cósmica.
Para esto la cultura mental budista se asienta en la cuarta y última noble verdad que ofrece el sendero o camino específico que se transita para cultivar una mente clara y sana que trabaja para su propia liberación y la de los otros. Son en total ocho disposiciones éticas (sila) que dan el soporte pragmático a la disciplina mental. La primera estancia es el entendimiento recto que permite distinguir aquello que es oportuno pensar, hacer y decir en cada instancia del devenir para promover la virtud, la paz y el nirvana en uno mismo y en los otros. El recto entendimiento obliga a desapegarse de creencias, esquemas, condicionamientos y puntos de vista que generan ofuscación y aferramiento. La tarea no resulta fácil pero el pensamiento recto como segunda avenida del sendero desarrolla la buena voluntad que fumiga y es antídoto de las sensaciones nocivas como el odio, la ira, la envidia, el miedo, la agitación y la inseguridad. Tal pensamiento recto es propósito, pero también acción de no dañar a criatura alguna y rechazo general de toda malevolencia y egocentrismo. Como vemos esto exige del practicante disposición a empequeñecer su ego, cuestión muy retadora para las culturas fortalecidas en las identidades del yo y la subjetividad.
La palabra y acción recta como tercer y cuarto sendero son determinantes en la praxis pues la locuacidad descuidada, frívola, chismosa y grosera engendra estados de conciencia inferiores que retrasan la evolución de la mente e implican repetidos renacimientos (samsara) infelices aparte de multiplicar el sufrimiento a los demás. Como seguimiento, en la quinta avenida se encuentran los medios de vida rectos que se adhieren a la regla de oro clásica conocida en occidente como evitar el mal y hacer el bien. Lo primero es no dañar a otros y por ello la abstención de hacer daño a cualquier criatura sintiente, no solamente los humanos. En este punto es una mentalidad que ha estado a la vanguardia desde la antigüedad con la bioética más avanzada actual que vincula a todo tipo de seres. Por ello, como medio de vida recto habrá que trabajar en oficios que engendren bienestar y abstenerse de faenas que perjudican a otros como las guerras, las trampas, los fraudes, el comercio de seres humanos, el tráfico de armas entre otros que violentan la dignidad de todo ser vivo y que expanden el sufrimiento por doquier.
Todo lo anterior supone un gran esfuerzo recto que se exige en la sexta avenida del óctuple sendero para disciplinar la estructura psicosomática del practicante. En la séptima y octava estancia del sendero que consiste en atención y concentración recta la propia mente es la materia de donde se parte para observar con atención el fluir de los pensamientos que actúan como carceleros y enjaulan la mente en estados neuróticos y perturbadores. Desde la propia mente la visión cabal va surgiendo a medida que avanza el esfuerzo, la atención y la concentración recta. Es así como la generalidad de los fenómenos comienza a verse correctamente como de cualidad insatisfactoria e impermanente. Así el sufrimiento va cediendo el paso en el seno de cualquier situación a estados mentales de mayor serenidad y recogimiento que no dependen tanto de la apariencia o percepción efímera del fenómeno del momento. Esto aporta mucho bienestar no solo al que lo practica sino que es expansivo a los otros. Monjes como Walpola Rahula han insistido en que esto no debe ser confundido con estados místicos o enajenados de la realidad que están disociados de una vida ordinaria común y corriente. En este aspecto es erróneo entender el budismo como la propuesta de una mística o metafísica escapista que se retira de la realidad.
La propuesta que trajo esta tradición tiene que ver más con abrazar con ecuanimidad la impermanencia de lo real y entender que eventualmente todo es interdependiente entre sí y que el devenir en el que se habita es vacuo y cambiante. Esto amplía la mirada del practicante y disminuye por mucho los condicionantes del sufrimiento. Cada participante actúa y se relaciona singularmente con ética (sila), fuerza y alegría altruista en cada momento del presente, pero, sin fomentar apegos de codependencia porque en el fondo la realidad yace vacía de sí misma (suññā-suññatā) o de identidad fija sustancial. Esto el budismo lo integra con voluntad optimista, aunque no dependa del sostenimiento de un ser, un yo (attā) o alma inmortal divina que cohesione la totalidad. El nirvana o la iluminación a la que aspira el budismo sería lo contrario al deseo pues la mente despierta y cultivada en la atención constante ha abandonado la actividad pensante-deseante. El sufrimiento llega a su final porque se ha alcanzado lo incondicionado y la vacuidad.
Aunque el budismo reconoce cierta singularidad en cada ser humano, liberarse (nibbana) del apego a las identidades del yo (attā) como meras ilusiones y abrazar el no yo (anattā), abandonando la personalidad como camino es parte de su retadora propuesta. Las distintas formas que puede tomar el yo (attā) en la mente no tienen verdad última y en el fondo son elucubraciones ilusorias del deseo que conducen a la insatisfacción y por ende a un sufrimiento sin fin. Es la mente que en su estado natural e inmaduro ignora (avijja) su no-yo y se apega a la idea del yo para perpetuarse en el proyecto infinito del deseo, la sed o ansia de existir. En parte por esto se le tiene a la muerte tanto rechazo.
En estos aspectos la cultura meditativa budista sigue siendo una práctica filosófica revolucionaria y contracultura frente al apogeo del individualismo tiránico y todas las formas de narcisismo, egoísmo y personalismo. Poner a dialogar esta doctrina con las narrativas que por ejemplo impulsan el derecho urgente a la construcción y despliegue de las identidades individuales sería una tarea necesaria. Desde una perspectiva budista, la lucha por las identidades fuertes o aumento excesivo de la individuación, aunque se fundamente en narrativas de derecho, pueden conducir a enredos insalubres del ego. El yo suele tener un entramado muy torcido que amplifica las odiseas sufrientes del sujeto y que están lejos de traer la felicidad y libertad buscada. En este sentido, el budismo tiene mucho que ofrecer como filosofía y praxis para mesurar las tendencias sectarias y autodestructivas de la mente egocéntrica humana.
Agradezco lo aprendido sobre este tema a los maestros Ramiro Calle, Claudio Naranjo y al curso de Filosofía y budismo que ha ofrecido por años la UPR en Rio Piedras.
[i] Walpola Rahula traduce “bhāvana” como “cultura mental” porque entiende que el término “meditación” es uno muy impreciso y ha sido muy malentendido respecto a la tradición que el budismo theravada ha transmitido.
[ii]Véase los libros de Ramiro Calle.