Simone Weil: un desafío al canon
Narración de Simone Weil: un desafío al canon :: DURACIÓN 12:56
Su vida fue inmerecidamente breve. Treinta y cuatro años apenas. Sus obras fueron todas póstumas. Perteneció a la marginalidad filosófica, la que compartimos caribeños, mujeres y negros, entre otros. ¿Quién define esa marginalidad? ¿Quién coloca a unos en los bordes y a otros en el centro? Pues los marginadores que imponen su interés, su etnicidad, su misoginia, su racismo y su canon en colusión con fuerzas culturales institucionales que, imperialmente, deciden: “esto es lo filosófico”, “esto es lo que hay que leer”. Las inveteradas tradiciones son todas recias y pesan como yugos, hasta que se confrontan y se desmontan. Simone Weil, aquella luminosa y excéntrica joven, cuyo pensamiento alerta hurgaba en los márgenes de las paradojas, desafió al canon filosófico europeo con una escritura sutil, antisistemática, eminentemente política y peculiarmente existencial.
Su formación filosófica le permitió interrogar ese canon desde sus propias armas escriturales. Como rocas para anclar, ahí estaban los clásicos como Homero y Platón, los ilustrados como Kant y Rousseau, los cientificistas como Marx y Darwin, y los existencialistas como Nietzsche y Kierkegaard. Era un espíritu ecuménico, erudito y brillante. Su compromiso filosófico fue siempre con la reflexión sobre los valores que orientan el alma; y, por otro lado, con la acción y la práctica, la manera de intervenir conforme a esas valoraciones reflexivas. Elaboró, en rigor, una filosofía de la praxis y una praxis de la filosofía, pese a la brevedad de su vida, que la llevó incluso a empuñar la espada en nombre de los republicanos de la Guerra Civil española. “El concepto de valor es el centro de la filosofía… todos los esfuerzos del pensamiento relacionados a otra cosa que no sean los valores son… ajenos a la filosofía.”[1] Aquellos filósofos que configuraron una representación del universo, y que solo buscaban la verdad o la falsedad elaborando armazones sistemáticos con poética belleza,[2] pertenecen a la clase que elucubra su propia fórmula conforme a sus propios intereses; los otros, inspirados en Sócrates y Platón, asumen una distancia reflexiva (détachment), contemplativa, para hallar los significados humanos, sin mediación de intereses deformantes. Los que edifican sistemas totalizantes (Aristóteles o Hegel, por ejemplo, que fueron las más ambiciosas totalizaciones filosóficas de la antigüedad y la modernidad) disuelven las contradicciones de lo real en su arquitectura imaginaria; los otros, como Weil, reconocen la realidad inherentemente contradictoria, en la cosa misma, con sus tensiones y fuerzas opuestas que conviven objetivamente en ella. Weil parece, paradójicamente, alejarse de las totalidades hegelianas, pero acercase a su ontología contradictoria y tensional. El objeto mismo descubre su verdad conflictiva mediante la atención (l’attention) que el sujeto contemplador epistémico testimonia.
L’attention es el pensamiento despejado que busca la verdad desnuda, desprovista de supuestos y prejuicios; una especie de epojé husserliana que deja todo entre paréntesis, en un juicio suspendido, aspirando a revelar una realidad hipotética, objetiva, sin sujeto mediador. La justicia, la belleza y la verdad son valores incondicionales, impersonales, platónicos para Weil, quien defiende una moral abstracta e idealista, fiel a su clasicismo devoto; no obstante, una moral profundamente social que se reconoce en deberes puntuales inapelables. No permitir que alguien sufra cuando uno tiene la oportunidad de ayudarlo, decía, es un deber eterno. Oponerse a todas las formas de crueldad, defender la libertad de escoger y expresar la voz individual como necesidad de la inteligencia, o ser sensible al dolor de los demás, son valores que son deberes. Son constitutivos de obligaciones categóricas que preceden a los derechos, porque emanan de las necesidades humanas vitales: así, proteger a los humanos contra la violencia, proveyendo hogar, ropa, higiene, salud, es un derecho porque antes es un deber. Los gobiernos y las comunidades deben ser las protectoras de esos derechos que son deberes. Asimismo, la educación es una necesidad del alma, como lo es, también, la libertad y la verdad. Crítica del totalitarismo que vivió en carne propia, Simone Weil defendió las raíces del espíritu humano como valor que impide la disolución de la comunidad, explorando los tesoros del pasado para poder vivir la promesa del porvenir.[3] Su activismo político contra el colonialismo tóxico europeo, que desarraiga y oprime, contra la carga pesada del obrero en la fábrica y la burocracia de la industria moderna, y contra las batallas asimétricas que surgen del poder desigual originario en una sociedad de clases, le dieron significado a su corta vida, empobrecida por un mundo descompuesto.
La verdad suele ser la primera baja forzosa en toda guerra. En L’Iliade, ou le poème de la force [4], Simone Weil narra con prosa poética la verdadera épica de occidente, en la que las formas del poder y la violencia ocupan el lugar de todos los fines. Obtener y preservar el poder social, económico, militar y político como fines en sí mismos es la fatalidad que desdicha a todos. La fuerza convierte en cosas al que la ejecuta y a los otros que la sufren, los cosifica como objetos dispensables. La fuerza intoxica al que la posee y violenta la voluntad de los demás que la padecen. No es accidental que la verdad quede sentenciada en la lucha de fuerzas que obligan a vivir en la falsedad. Lo que Weil llama la verdad es un valor superior, un bien ético, no solo gnoseológico; es un valor que comprende a los otros valores, al punto que podemos afirmar que perece la verdad de la virtud y la belleza, de la ciencia y la filosofía. La derrota es de todas.
La marca del genio griego fue privilegiar la simplicidad sin perder la complejidad. La lucha de fuerzas, si bien natural como condición de vida, tal como pensaba Heráclito, se transforma en una cruzada irracional en la que perseguimos mitos y monstruos, creados por el lenguaje para justificar la opresión. El lenguaje del poder manufacturado en su tiempo por fascistas y comunistas, dictaduras y democracias fallidas, creó entidades imaginarias para legitimar la violencia y la autoridad. En nombre de esas entidades fantasmales, millones de humanos perdieron sus vidas irrepetibles, exactamente igual que griegos y troyanos, que se masacraron durante diez años en nombre de Helena, la que terminó siendo solo un imaginario. En sus reflexiones sobre el barbarismo, el sufrimiento del migrante y el absurdo existencial que le tocó vivir, Weil mostró siempre el espíritu helenista que tiraba puentes entre “la miseria humana y la perfección divina”.[5] Esa conciliación transparente y compleja, a la vez, entre un mundo perverso y un mundo paradisíaco era la factura de su alma ecuménica.
Simone Weil fue un espíritu religioso, místico, un ser solitario cuyo equilibrio moral y estético le permitieron una lectura distintiva. Contrario a sus contemporáneos existencialistas, ateístas, ella creyó en la trascendencia de “otro mundo” misterioso, que se revelaba en la experiencia mística, y que procuró desmitificar y terrenalizar. L’attention intuitiva más pura da acceso a la verdad de la virtud moral, a la belleza del arte, a los saberes seculares y a Dios. Esa dimensión teísta reconoce, sin embargo, las condiciones existenciales que orientan lo humano. En el mundo solo tengo la oportunidad de afirmarme en mi individualidad, el poder de decir ‘Yo’, que puede ser destruido por el peso de la aflicción que la existencia carga. La aflicción y el deseo son las marcas de nuestros orígenes, de la condición humana existencial en la que todos participamos. La aflicción es la angustia moral inveterada, la propensión a la nostalgia por atarnos al sufrimiento, y que es capaz de destruir al ‘Yo’, mientras el deseo es la fuente de energía y la orientación de un movimiento hacia lo deseado. Existir no es un fin sino un medio que no puede ser indiferente al valor de lo que está bien y lo que está mal. No es posible una existencia en el silencio y la soledad moral. La identidad del sujeto individual, la que Weil llamaba el carácter que permanece a través de sus manifestaciones ante circunstancias mutables, es la lucha existencial de ese ‘Yo’ afirmativo que parece debatirse entre la aflicción y el deseo.
El significado de lo significativo se da en el modo de leer el mundo, lo que Weil denominó la lectura (la lecture). Leer es la manera de descifrar los misterios de la vida humana, el modo de interpretación y construcción de significados en el acto mismo en que nos apropiamos de la sensorialidad externa. Tiene mucho de imaginación, pero no es solo imaginario; y tiene mucho de espejo, pero no es solo una imagen. A medio camino se construyen los significados, que no solamente están en la cabeza, sino que responden a su conexión con el mundo externo y las apariencias sensoriales. El concepto metafórico de lectura (lecture) captura una tensión objetiva entre el realismo y el constructivismo en el pensamiento de Simone Weil. Los significados que adscribimos parecen provenir del mundo extralingüístico, pero son creaciones lingüísticas articuladas a través de nuestras interpretaciones. Interpretamos el mundo, decía Wittgenstein, y luego lo vemos como lo interpretamos; mas, por otro lado, una declaración de guerra, una acción violenta o la experiencia de educarse, transforman nuestra lectura (lecture) por orígenes extralingüísticos que nos trascienden. La lectura está mediada por la verdad, la belleza y el bien, que son valores de lo que llamaríamos una moral abstracta, pero que en el mundo de Weil esos valores intervienen todo el tiempo en nuestra manera de leer, y revelan misterios que solo se descubren en la reflexión.
Mujer, francesa, judía y conversa al cristianismo, Simone Weil practicó un estilo filosófico depurado en el que expuso tensiones irresolutas. Nunca ocultó que era un pensamiento en progreso (¡si tan solo tenía treinta y cuatro años!), del que podríamos diferir intensamente, tal como lo percibió T.S. Eliot, sin devaluar sus inmensos atributos originales. Cultivó un conservadurismo peculiar de las raíces que nos atan a la convivencia con un compromiso socialista sin ser comunista; procuró el pacifismo con el activismo político, y un conocimiento respetable de la ciencia con su espiritualidad religiosa. Judía y cristiana, sin dejar de ser crítica de ambas, fue un alma noble con una vida descolocada. No fue distinta, por cierto, a otros pensadores de su turbulenta época, como Walter Benjamin y Wittgenstein, para quienes la filosofía y los entresijos místicos habitaban en el mismo lugar. Acorralada, como lo estuvieron Benjamin y Federico García Lorca, la muerte absurda le llegó temprano. Víctima de la persecución demencial barbárica, su obra quedó en suspenso, trunca, para ser recuperada por universales como Eliot, Camus y Arendt. Ni fue la primera ni será la última de las grandes del “segundo sexo” (así lo nombró Simone de Beauvoir), marginada por una cultura filosófica imperial, soberbia y misógina.
[1] Simone Weil (2015), Late Philosophical Writings. Indiana: University of Notre Dame Press, p. 30.
[2] La partición de Simone Weil la acogió, posteriormente, Jean François Lyotard cuando dividió los saberes filosóficos en dos grupos: los que construían “grandes narrativas”, autolegitimadas, sin percatarse de la unilateralidad de su discurso; y los que construían la filosofía del “pequeño relato”, fragmentario, que reconoce la “invención imaginativa” para elaborar significados. Jean François Lyotard (1979), La condition postmoderne: rapport sur le savoir. Paris: Les Editions de Minuet.
[3] Simone Weil (1952), The Need for Roots: Prelude to a Declaration of Duties Towards Mankind. New York: Routledge and Kegan Paul. Esta obra expresa su pensamiento social más completo de acuerdo con la crítica. Original: L’Enracinement: Prélude à une déclaration des devoirs envers l’être humain. París: Gallimard.
[4] Simone Weil (2005), War and The Iliad. New York: New York Review of Books. La Iliada fue para ella la imagen donde mirarse: “The Iliad is the purest and loveliest of mirrors.” El occidente ha perdido, según Weil, lo que era central en el helenismo: “conceptions of limit, measure, equilibrium” (The Needs for Roots, pp. 3 y 16).
[5] “All Greek civilization is a research for bridges to throw up between misery and divine perfection… They invented the idea of mediation” (Weil, Late Philosophical Writings, p. 46).